El reino suevo (411-585). Pablo C. Díaz Martínez
y soberanía[94].
Espíritu aguerrido e independiente, particular idiosincrasia, que revive en la Reconquista, en el reino donde Asturias y León llevan el nombre y Galicia pone la fuerza, el número y el espíritu, cuando «de entre la confusión anterior, surgen blancas y puras como toda iniciación, las diversas entidades nacionales que gracias al propio esfuerzo se establecen y consolidan todo a lo largo de la cordillera pirenaica, madre de grandes pueblos, de instituciones libres y de eterna independencia»[95]. En ese contexto y a pesar de la traición de la monarquía ovetense, que se alió con los antiguos dominadores godos, Galicia circunstancialmente llegaría a conquistar su completa autonomía, cuya pérdida es para el autor motivo de una nueva y melancólica reflexión:
Semejantes a los antiguos celtas, duros como el hacha de bronce de que se servían, iguales al fiero germano con quien mezclaron su sangre, los que aquí, en este fertilísimo y más que hermoso país se asentaron hace cerca de quince siglos, gozan todavía de las cualidades propias de los pueblos de quienes vienen. Son prudentes, valerosos, de grandes dotes intelectuales, tardos sí, pero seguros; indecisos, pero fecundos el día que se arriesgan. Fácilmente se ve que es una nación que todavía no se ha revelado a sí misma[96].
Evidentemente Manuel Murguía tenía un concepto de la Historia que justificaba sus propios estudios: la historia no es imparcial, porque el historiador no se puede liberar completamente de los problemas que agitan su tiempo[97]. Y Murguía es, ante todo, un patriota combativo que considera que «la gloriosa tarea de escribir los anales de Galicia puede mirarse como un sacerdocio; que si hay mucho de sagrado en toda iniciación, no lo hay menos en la rehabilitación de las nacionalidades desconocidas o negadas. Esta rehabilitación equivale a un segundo bautismo»[98], necesario para llevar a término el proceso interrumpido en la Edad Media de construcción de una nacionalidad completa[99].
En cualquier caso la impostación sueva no fue del gusto de todos. Mientras que para unos los suevos representaban la savia nueva, regeneradora de un mundo caduco y decadente, germen renovador de una realidad que los romanos habían oscurecido, otros seguían considerando que los invasores bárbaros fueron los destructores de un orden civilizado, responsables de la oscuridad que sucedería al Imperio[100]. Marcelo Macías, el primer traductor del texto de Hidacio, se rebelaba contra el nombre de Suevia. Amparándose en el mismo testimonio del cronista, insistía en el carácter permanente de hostilidad entre suevos y gallegos y se preguntaba: «¿Qué monumentos de civilización y cultura nos dejaron para que estimemos glorioso dar a Galicia el nombre de Suevia? La hermosa y nobilísima Galicia puede exclamar ufana: mi nombre me basta a mí»[101], lo que no le impedía admirar el valor guerrero del pueblo suevo. Mientras, de manera similar, Leopoldo Pedreira preocupado por buscar en los orígenes regionales de su tierra una tradición más culta que la aportada por los suevos, prefería los poemas de Pérez Ballesteros a aquéllos de Pondal:
Nadie encontrará en sus versos ridiculeces célticas, ni sentimientos artificiales, ni nombres hueros, empalagosos y extravagantes, como aquél de Suevia que da Pondal a nuestra Galicia. ¡Suevia! ¡Puede haber nada más falso, nada más convencional que este feo cognomen arrojado sobre mi patria! ¿Cuándo de labios del pueblo gallego ha salido espontáneamente este apodo poco menos que infamante?[102].
Sin embargo a pesar de las excepciones, la búsqueda de esa identidad suévica cautivó a algunos de los herederos del regionalismo conservador gallego; al polifacético, entusiasta e ideológicamente plural grupo nacionalista de la Xeneracion Nos, cuyo boletín mensual (Nos) dedicó el número 113 (17 de mayo de 1933), conmemorando los diez años de su muerte y los cien de su nacimiento, y con carácter monográfico, a Manuel Murguía; número que subtitularon «Historiador da nación galega». Entre los miembros más jóvenes de ese grupo se encontraba Fermín Bouza-Brey, quien dos meses antes había escrito su celebrado artículo «O ideario político de Murguía» (El Pueblo Gallego, Vigo, 13 de marzo de 1933); él fue prácticamente el único que en los años posteriores a la Guerra Civil española recogió el suevismo de Murguía, en su caso por encima de las percepciones celtistas, que habían marcado sus trabajos de juventud[103], y lo desarrolló en un cúmulo de publicaciones, meritorias, por lo voluntariosas, pero en muchos casos, como hemos anotado, por falta de apoyo documental, alejadas del método histórico. Fue además un periodo, el de la posguerra, en el cual las circunstancias políticas hicieron que esa mirada al pasado se tiñese más de provincianismo que de reivindicación histórica.
La culminación de estos planteamientos se encuentra en Casimiro Torres, quien, tras treinta años de publicar artículos dispersos, les da forma en un libro: El reino de los suevos[104], cuyas aportaciones científicas son escasas, lo que resultó hasta cierto punto sorprendente, pues, como anotó Carlos Alberto Ferreira de Almeida en una documentada reseña[105], algunos de los artículos que desde los años cuarenta había ido publicando se encuentran entre las aportaciones más interesantes a la historiografía disponible sobre los suevos. Su punto de partida ideológico y formativo tiene poco que ver con los autores mencionados hasta aquí, pero sus conclusiones pueden ser comparables, asignando a los suevos el papel de catalizadores de las viejas tradiciones en aras a la conformación de una fisonomía particularizada y consciente:
Con la entrada de los pueblos bárbaros en España, y la estabilización de los suevos en Galicia [...], se acentúa la fisonomía particular de la región gallega y los rasgos fundamentales de su personalidad histórica […]. El establecimiento de los suevos en Galicia tiene fundamental importancia en cuanto al matiz diferencial que ha caracterizado la futura historia de esta región[106].
La obra de Casimiro Torres mejoraba, con todo, la Historia general del reino hispánico de los suevos publicada en 1952 por W. Reinhart, un emigrado alemán ajeno en buena medida al método histórico, cuyo único mérito fue el intento de integrar la numismática como elemento de interpretación de la historia sueva, aunque sin excesivos resultados. También superó Torres la citada monografía de Stefanie Hamann, publicada poco antes, y que en buena medida se había escrito en polémica con los trabajos publicados por el mismo Casimiro Torres a lo largo de veinticinco años, pero sin desentrañar ninguno de los interrogantes que el reino suevo de Galicia suscita.
En este desierto historiográfico fue el gran historiador británico E. A. Thompson quien, en cuatro entregas sucesivas en la revista Nothingham Medieval Studies, publicadas entre los años 1976 y 1979, fue capaz de contextualizar de manera impecable el reino suevo. Su trabajo, titulado «The end of Roman Spain»[107], ubicaba la conformación del poder suevo en Hispania como parte de las contradicciones y tensiones geopolíticas de la Roma tardoimperial. Sin embargo, a pesar de haberse planteado cuestiones fundamentales sobre el reino suevo, sólo dio algunas respuestas. El trabajo parecía anunciar una monografía posterior sobre el reino suevo, pero nunca fue abordada[108]. De nuevo la maldición del prejuicio, de la leyenda negra hispana, conseguía vencer el esfuerzo del científico, como pone de manifiesto el alegato de Thompson al final de su primera entrega:
Pero de su relación con los hispano-romanos de la provincia lo único que sabemos es que los suevos actuaron