¡Quédate conmigo!. Javier Benavente Barrón

¡Quédate conmigo! - Javier Benavente Barrón


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a triunfar. En mayo de aquel curso, ya en plenos exámenes finales, el rector, Eduardo Bueno Campos, accedió al traslado (creo que le di pena), de modo que pude examinarme del curso que finalizaba y seguir haciendo la carrera en Madrid.

      No fui un buen estudiante, ni durante el bachillerato ni durante la carrera. Por eso, al licenciarme en Ciencias Económicas y Empresariales con unas notas más bien regulares y un nivel de paro en España que superaba el 25 %, pensé: “A mí no me contrata nadie. O me lo monto por mi cuenta o es imposible”. Aun así, tuve una primera experiencia laboral como administrativo-contable, aunque el título, más pomposo, era “director financiero”, en una empresa de pescado y marisco congelado de Barcelona que tenía una delegación en Madrid. La experiencia no fue buena y duró apenas unos meses. El gerente puenteaba a los propietarios y les hacía la competencia a sus espaldas, y pretendía que yo cerrara los ojos y mirara hacia otro sitio. Me negué y me despidió. Los principios éticos siempre han estado para mí por encima de todo. Es algo que me inculcó mi madre y que siempre he llevado a gala.

      Aunque estaba a quince días de casarme cuando me despidieron y no se lo dije a la familia para no preocuparla, en realidad me hicieron un gran favor, pues vi claro que a partir de aquel momento quería ser mi propio jefe. Tenía veintiocho años y ni un céntimo en el bolsillo, pero contaba con el apoyo incondicional de Mar, mi mujer, así que empecé a soñar con la empresa que quería crear. Imaginaba una empresa grande que ofreciera servicios de calidad a las empresas y diera trabajo a mucha gente. Compartí la idea con mi prima Emy, con la que había coincidido en la carrera y que siempre ha sido como una hermana para mí, y con varios compañeros de la facultad, y después de diseñar un logotipo y un largo catálogo de servicios nos lanzamos a la aventura y creamos, con toda la ilusión y toda la inocencia del mundo, una asesoría laboral y financiera. Pedí un préstamo, que me dieron porque le caí bien al director de la sucursal, pues no tenía avales, y montamos unas oficinas perfectamente equipadas, con un montón de despachos, centralita telefónica y extensiones por todos lados. ¡No faltaba ni un detalle! El problema, claro, era que no teníamos ni un solo cliente. Y peor aún: que no sabíamos cómo conseguirlos.

      A los tres meses se nos había acabado el dinero y solo teníamos un cliente. Uno de los socios decidió irse y se lo llevó, así que me encontré otra vez sin un céntimo y sin clientes. Aun así, no me vine abajo. Compré su participación a coste cero al resto de socios y empecé de nuevo con mi prima Emy. Ahí también metimos como socio a nuestro primo Justo, yo vivía con él en un piso de sus padres (me dejaron vivir en él durante años sin cobrarme nada a cambio) y me apetecía compartir con él los resultados de este ilusionante proyecto.

      Aguantamos un par de años, Emy especializada en la parte económico-financiera y laboral y yo en la de recursos humanos, que me gustaba más. Mientras, un amigo y compañero de la facultad que trabajaba en la BMW me llamaba de vez en cuando: “Vente aquí, Javier, que tenemos un sitio para ti. Mira, te ofrecemos ser delegado de Castilla y León, con un buen sueldo y encima con un BMW”. Era tentador, claro, pero yo tenía una fe ciega en mi proyecto. Aquello tenía que salir adelante sí o sí.

      Creer en lo que haces y perseverar es fundamental en cualquier proyecto. La mayor parte de las personas abandona cuando tiene el éxito a la vuelta de la esquina.

       Resistir

      Como te digo, volví a empezar de cero y sin un solo cliente. Fue duro, pero insistí y confié. Es cierto que en mi familia ya había algunas personas que habían emprendido y les había ido bien, lo cual me empujaba a creer que era sobre todo una cuestión de tiempo y trabajo, pero también tenía que luchar contra varios enemigos: el miedo a que el dinero se acabara y no pudiéramos seguir, los cantos de sirena de los amigos que me insistían en que lo dejara y aceptara un trabajo más seguro, etc.

      Las cosas empezaron a funcionar cuando, al cabo de un par de años, decidí separarme de mi prima Emy, a la que le gustaba más la parte contable-fiscal, y potenciar lo que a mí realmente me apasionaba, que era la parte de recursos humanos, de las personas. Entonces, con treinta años, empecé a ofrecer servicios a empresas para gestionar sus necesidades de contratación de personal temporal. Me di cuenta de que era algo que demandaban, aunque no sabían muy bien cómo articularlo porque todavía no estaba regulado en España. Encontré un campo abierto para moverme y empecé a crecer, cada vez con más clientes y más empleados.

      Mi éxito inicial como empresario consistió, por tanto, en resistir e ir modificando las bases de mi negocio original hasta encontrar aquello que quería el mercado, mi encaje perfecto. Pude arrojar la toalla en numerosas ocasiones, y razones no me faltaron, pero mantuve la fe en el proyecto y busqué, dentro de mi área de conocimiento, cómo podía ser útil a mis potenciales clientes. No podía acreditar experiencia ni conocimientos especializados, en parte porque acababa de empezar y en parte porque era un mercado nuevo, pero tenía la firme voluntad de tirar adelante mi empresa y cierta capacidad para escuchar y entender qué necesitaban los posibles clientes.

      Así fue como Alta Gestión empezó a despegar. Durante los siguientes veinte años tuvimos un crecimiento continuo y nos convertimos en el mayor grupo español del sector de la gestión profesional de la temporalidad laboral y de los procesos externalizables dentro de las instalaciones de la propia empresa. Un sector que en cierta medida ayudamos a inventar, porque en España no existía como tal.

      Desde el principio fui consciente de que me movía en el terreno de la “alegalidad”, pues las leyes siempre surgen después, para regular una realidad existente, pero preferí pedir perdón a pedir permiso. Si hubiera esperado a que se regulara, no habría adquirido la experiencia y el volumen que me permitieron ser el líder del sector y competir con los grandes grupos multinacionales, así que creo tomé la decisión adecuada.

      Muchos grandes negocios se han hecho abriendo caminos nuevos, creando nuevos mercados que ni se sabía que existían, o sea, creando lo que se conoce como “océanos azules”. Este concepto nace de una teoría creada por W. Chan Kim y Renée Mauborgne, profesores de la escuela de negocios INSEAD, y explicada en 2005 en su libro Blue Ocean Strategy. En aquel momento, cuando empecé, yo no tenía ni idea de esta teoría, que ni siquiera se había formulado, pero de forma intuitiva busqué ampliar el mercado a través de la innovación en lugar de enzarzarme en una pelea sangrienta para “cazar” clientes con los cientos de despachos de asesoría laboral y financiera que existían en Madrid. Porque el opuesto del océano azul es el “océano rojo”, cuyo nombre hace referencia, como seguramente sabrás o habrás imaginado, a la sangre. En un océano azul no hay dentelladas, al menos al principio, hasta que la competencia se encarniza, pero en uno rojo los tiburones tienen que competir entre ellos para hacerse con los peces-clientes y alguno seguro que acaba sangrando.

      La teoría del océano azul, que yo ya aplicaba antes de conocerla simplemente por pura insistencia en querer encontrar mi sitio en el mercado, defiende que lo que las compañías necesitan para tener éxito es dejar de competir entre sí. Siempre se nos ha explicado que el éxito está en ser mejor que la competencia, y aunque efectivamente puede ser así en algunos casos, yo siempre he preferido ser “diferente”. Son estrategias distintas:

      O ganas porque eres más fuerte, más hábil o más rápido que los otros tiburones o decides que no quieres ser un tiburón y buscas tu propio espacio en el océano, tu propio “caladero”.

      Eso sí, para encontrarlo tienes que estar muy atento al mercado y tener siempre un espíritu innovador. E incluso estar dispuesto a “crearlo”, pues a menudo te encontrarás con que tus potenciales clientes ni siquiera saben que “necesitan” lo que tú les ofreces. Hay miles de ejemplos de compañías que inauguraron nuevos mercados o categorías, que descubrieron un océano azul, un espacio del mercado que aún no había sido utilizado o explotado y que, por consiguiente, suponía una oportunidad para un crecimiento muy rentable: Apple (ordenador personal, tabletas, smartphones, etc.), Swatch (relojes baratos con diseños atrevidos y tecnología suiza), Nintendo (video-consolas), Cirque du Soleil (circo artístico), Novo Nordisk (autoaplicación de insulina), WhatsApp (mensajería multimedia gratuita), y muchos otros.

      En definitiva,


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