El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
el día me desperté y me lavé, llevando al joven la palangana llena de agua perfumada para que asimismo se lavase, y preparé los alimentos y comimos juntos, hablando, jugando y riendo luego hasta la noche. Y entonces pusimos la mesa y cenamos un carnero relleno de almendras, pasas, nuez moscada, clavo y pimienta. Y bebimos agua dulce y fresca, y tomamos también sandía, melón, tortas y pastelillos tan finos y leves como una cabellera, en los cuales no se había escatimado la manteca, la miel, las almendras ni la canela. Y como la noche anterior, nos acostamos, y pude darme cuenta de cuán grande era nuestra amistad.
Y así dejamos transcurrir, tranquilos y felices, hasta el día cuadragésimo. Este último día, como tenía que venir su padre, el joven quiso darse un buen baño, y puse a calentar agua en el caldero, vertiéndole agua fría para hacerla más agradable. El joven entró en el baño, y lo lavé, y lo froté, y le di masaje, perfumándole y transportándole a la cama, donde le cubrí con la colcha, y le envolví la cabeza en un pedazo de seda bordada de plata, obsequiándole con un sorbete delicioso, y se durmió.
Al despertarse quiso comer algo, y eligiendo la sandía más hermosa y colocándola en una bandeja, y la bandeja en un tapiz, me subí a la cama para coger el cuchillo grande, que pendía de la pared sobre la cabeza del mancebo. Y he aquí que el joven, por divertirse, me hizo de pronto cosquillas en una pierna, produciéndome tal efecto, que caí encima de él sin querer y le clavé el cuchillo en el corazón. Y expiró en seguida.
Al ver aquello, ¡oh señora mía! empecé a golpearme, y a gritar, y a gemir, y me desgarré las ropas, arrojándome desesperado al suelo. Pero mi amigo muerto estaba, cumpliéndose el Destino para que no mintieran las predicciones de los astrólogos.
Alcé los ojos y las manos hacia el Altísimo, y repuse: "¡Oh señor del Universo! Si he cometido un crimen, dispuesto estoy a que me castigue tu justicia". En este momento sentíame animoso ante la muerte. Pero ¡oh señora mía! nuestros anhelos nunca se satisfacen ni para el bien ni para el mal.
Entonces, no siéndome posible soportar la estancia en aquel sitio, y además, como sabía que el joyero no tardaría en comparecer, subí la escalera y cerré la trampa, cubriéndola de tierra, como estaba antes.
Cuando me vi fuera, me dije: "Voy a observar ahora lo que ocurra; pero ocultándome, porque sino, los esclavos me matarían con la peor muerte". Y entonces me subí a un árbol copudo que estaba cerca de la trampa, y allí quedé en acecho. Una hora más tarde apareció la barca con el anciano y los esclavos. Desembarcaron todos, llegaron apresuradamente junto al árbol, y al advertir la tierra recientemente removida, atemorizáronse, quedando abatidísimo el viejo.
Los esclavos cavaron apresuradamente, y levantando la trampa, bajaron con el pobre padre. Este empezó a llamar a gritos a su hijo, sin que el muchacho respondiera, y le buscaron por todas partes, hallándolo por fin tendido en el lecho con el corazón atravesado.
Al verle, sintió el anciano que se le partía el alma, y cayó desmayado. Los esclavos, mientras tanto, se lamentaban y afligían; después subieron en hombros al joyero.
Sepultaron el cadáver del joven envuelto en un sudario, transportaron al padre dentro de la barca, con todas las riquezas y provisiones que quedaban aún, y desaparecieron en la lejanía sobre el mar.
Entonces, apenadísimo, bajé del árbol, medité en aquella desgracia, lloré mucho, y anduve desolado todo el día y toda la noche.
De repente noté que iba menguando el agua, quedando seco el espacio entre la isla y la tierra firme de enfrente. Di gracias a Alah, que quería librarme de seguir en aquel paraje maldito, y empecé a caminar por la arena invocando su santo nombre. Llegó en esto la hora de ponerse el sol. Vi de pronto aparecer muy a lo lejos como una gran hoguera, y me dirigí hacia aquel sitio, sospechando que estarían cociendo algún carnero; pero al acercarme advertí que lo que hube tomado por hoguera era un vasto palacio de cobre que se diría incendiado por el sol poniente.
Llegué hasta el límite del asombro ante aquel palacio magnífico, todo de cobre. Y estaba admirando su sólida construcción, cuando súbitamente vi salir por la puerta principal diez jóvenes de buena estatura, y cuyas caras eran una alabanza al Creador por haberlas hecho tan hermosas. Pero aquellos diez jóvenes eran todos tuertos del ojo izquierdo, y sólo no lo era un anciano alto y venerable, que hacía el número once.
Al verlos exclamé: "¡Por Alah, que es extraña coincidencia! ¿Cómo estarán juntos diez tuertos, y del ojo izquierdo precisamente?" Mientras yo me absorbía en estas reflexiones, los diez jóvenes se acercaron, y me dijeron: "¡La paz sea contigo!" Y yo les devolví el saludo de paz, y hube de referirles mi historia, desde el principio hasta el fin, que no creo necesario repetirte, ¡oh señora mía!
Al oírla, llegaron aquellos jóvenes al colmo de la admiración, y me dijeron: "¡Oh señor!
Entra en esta morada, donde serás bien acogido". Entré con ellos, y atravesamos muchas salas revestidas con telas de raso. En el centro de la última, que era la más hermosa y espaciosa de todas, había diez lechos magníficos formados con alfombra, pero sin colchón, y tan rica como las demás.
Y el anciano se sentó en ésta, y cada uno de los diez jóvenes en la suya, y me dijeron:
"¡Oh señor! Siéntate en el testero de la sala, y no nos preguntes acerca de lo que aquí veas".
A los pocos momentos se levantó el viejo, salió y volvió varias veces, llevando manjares y bebidas, de lo cual comimos y bebimos todos. Después recogió las sobras el anciano, y se sentó de nuevo. Y los jóvenes le preguntaron: "¿Cómo te sientas sin traernos lo necesario para cumplir nuestros deberes?"
Y el anciano, sin replicar palabra, se levantó y salió diez veces, trayendo cada vez sobre la cabeza una palangana cubierta con un paño de raso y en la mano un frol, que fué colocando delante de cada joven. Y a mí no me dió nada, lo cual hubo de contrariarme.
Pero cuando levantaron las telas de raso, vi que las jofainas sólo contenían ceniza, polvo de carbón y kohl. Se echaron la ceniza en la cabeza, el carbón en la cara y el kohl en el ojo derecho, y empezaron a lamentarse y a llorar, mientras decían: "¡Sufrimos lo que merecemos por nuestras culpas y nuestra desobediencia".
Y
aquella lamentación prosiguió hasta cerca del amanecer. Entonces se lavaron en nuevas palanganas que les llevó el viejo, se pusieron otros trajes, y quedaron como antes de la extraña ceremonia.
Por más que aquello, ¡oh señora mía! me asombrase con el más considerable asombro, no me atreví a preguntar nada, pues así me lo habían ordenado. Y a la noche siguiente hicieron lo mismo que la primera, y lo mismo a la tercera y a la cuarta. Entonces ya no pude callar más, y exclamé: "¡Oh mis señores! Os ruego que me digáis por qué sois todos tuertos y a qué obedece el que os echéis por la cabeza ceniza, carbón y kohl, pues, ¡por Alah! prefiero la muerte a la incertidumbre en que me habéis sumido".
Entonces ellos replicaron: "¿Sabes que lo que pides es tu perdición?" Y yo contesté: "Venga mi perdición antes que la duda". Pero ellos me dijeron: "¡Cuidado con tu ojo izquierdo!"
Y yo respondí: "No necesito el ojo izquierdo si he de seguir en esta perplejidad". Y por fin exclamaron: "¡Cúmplase tu destino! Te sucederá lo que nos sucedió; mas no te quejes, que la culpa es tuya. Y después de perdido el ojo izquierdo, no podrás venir con nosotros, porque ya somos diez y no hay sitio para el undécimo".
Dicho esto, el anciano trajo un carnero vivo. Lo degollaron, le arrancaron la piel, y después de limpiarla cuidadosamente, me dijeron: "Vamos a coserte dentro de esa piel, y te colocaremos en la azotea del palacio. El enorme buitre llamado Rokh, capaz de arrebatar un elefante, te levantará hasta las nubes, tomándote por un carnero de veras, y para devorarte te llevará a la cumbre de una montaña muy alta, inaccesible a todos los seres humanos. Entonces con este cuchillo, de que puedes armarte, rasgarás la piel de carnero, saldrás de ella, y el terrible Rokh, que no ataca a los hombres, desaparecerá de tu vista. Echa después a andar hasta que encuentres un palacio diez veces mayor que el nuestro y mil veces más suntuoso. Está revestido de chapas de oro, sus muros se cubren de pedrería, especialmente