El libro de las mil noches y una noche. Anonimo

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estas prendas y no sé a quién pertenecen. ¿Me lo podríais decir vosotros?" Entonces los sastres reconocieron tu hacha y tus sandalias y lo han encaminado hacia aquí. Y ahí está aguardándote en la puerta de la tienda. Sal, dale las gracias, y recoge el hacha y las sandalias". Pero al oír todo aquello me puse muy pálido y creí desmayarme de terror. Y hallándome en este trance, se abrió de pronto la tierra y apareció el persa. ¡Era el efrit! Había sometido a la joven al tormento, ¡y qué tormento! Pero ella nada había declarado, y entonces él, cogiendo el hacha y las babuchas, le dijo: "Ahora verás si no soy Georgirus, descendiente de Eblis. ¡ Vas a ver si puedo traer o no al amo de estas cosas!"

      Y había empleado en las casas de los sastres la estratagema de que he hablado.

      Se me apareció, pues, bruscamente, brotando del suelo, y sin perder un instante me cogió en brazos, se elevó conmigo por los aires, y descendió después para hundirme con él en la tierra. Yo había perdido por completo el conocimiento. Me llevó al palacio subterráneo en que había sido tan feliz, y allí vi desnuda a la joven, cuya sangre corría por su cuerpo. Mis ojos se habían llenado de lágrimas. Entonces el efrit se dirigió a ella y le dijo: "Aquí tienes a tu amante". Y la joven me miró y dijo: "No sé quién puede ser este hombre. No le he visto hasta ahora. Y replicó el efrit: "¿Cómo es eso? ¿Te presento la prueba del delito y no confiesas?" Y ella, resueltamente, insistió: "He dicho que no le conozco". Entonces dijo el efrit: "Si es verdad que no lo conoces, coge ese alfanje y córtale la cabeza". Y ella cogió el alfanje, avanzó muy decidida y se detuvo delante de mí. Y yo, pálido de terror, le pedía por señas que me perdonase, y las lágrimas corrían por mis mejillas. Y ella me hizo también una seña con los ojos, mien tras decía en alta voz: "¡Tú eres la causa de mis desgracias!" Y yo contesté a esta seña con una contracción de mis ojos, y recité estos versos de doble sentido, que el efrit no podía entender: ¡Mis ojos saben hablarte suficientemente para que la lengua sea inútil! ¡Sólo mis ojos te revelan los secretos ocultos de mi corazón! ¡Cuando te apareciste, corrieron por mi rostro dulces lágrimas, y me quedé mudo, pues mis ojos te decían lo necesario! ¡Los párpados saben expresar también los sentimientos! ¡El entendido no necesita utilizar los dedos! ¡Nuestras cejas pueden suplir a las palabras! ¡Silencio, pues! ¡Dejemos que hable el amor!

      Y entonces la joven, habiendo entendido mis súplicas, soltó el alfanje. Lo recogió el efrit, y entregándomelo, dijo señalando a la joven: "Córtale la cabeza, y quedarás en libertad; te prometo no causarte ningún daño". Y yo contesté "¡Así sea!" Y cogí el alfanje y avancé resueltamente con el brazo levantado.

      Pero ella me imploraba, haciéndome señas con los ojos, como diciendo: "¿Qué daño te hice?" Y entonces se me llenaron los ojos de lágrimas, y arrojando el alfanje, dije al efrit: "¡Oh poderoso efrit! ¡Oh héroe robusto e invencible! Si esta mujer fuese tan mala como crees, no habría dudado en salvarse a costa de mi vida. Y en cambio ya has visto que ha arrojado el alfanje. ¿Cómo he de cortarle yo la cabeza, si además no conozco a esta joven? Así me dieses a beber la copa de la mala muerte, no había de prestarme a esa villanía". Y el efrit contestó a estas palabras: "¡Basta ya! Acabo de sorprender que os amáis. He podido comprobarlo".

      Y entonces, ¡oh señora mía! cogió el alfanje y cortó una mano de la joven y después la otra mano, y luego el pie derecho y después el izquierdo. De cuatro golpes tajó las cuatro extremidades. Y yo, al ver aquello con mis propios ojos, creí que me moría.

      En ese momento la joven, guiñándose un ojo, me hizo disimuladamente una seña. Pero ¡ay de mí! el efrit la sorprendió, y dijo: "¡Oh hija de puta! Acabas de cometer adulterio con tu ojo". Y entonces de un tajo le cortó la cabeza. Después, volviéndose hacia mí, exclamó: "Sabe ¡oh tú, ser humano! que nuestra ley nos permite a los efrits matar a la esposa adúltera, y hasta lo encuentra lícito y recomendable. Sabe que yo robé a esta joven la noche de su boda, cuando aun no tenía doce años y antes de que nadie se acostara con ella. Y la traje aquí, y cada diez días venía a verla, y pasábamos juntos la noche, y copulaba con ella bajo el aspecto de un persa; pero hoy, al saber que me engañaba, la he matado. Sólo me ha engañado con un ojo, con el que te guiñó al mirarte. En cuanto a ti, como no he podido comprobar si fornicaste con ella, no te mataré; pero de todos modos, algo he de hacerte para que no te rías a mis espaldas y para humillar tu vanidad. Te permito elegir el mal que quieras que te cause".

      Entonces, ¡oh señora mía! al verme libre de la muerte, me regocijé hasta el límite del regocijo, y confiando en obtener toda su gracia, le dije: "Realmente, no sé cuál elegir de entre todos los males; pero no prefiero ninguno". Y el efrit, más irritado que nunca, golpeó con el pie en el suelo, y exclamó: "¡Te mando que elijas! A ver, ¿bajo qué forma quieres que te encante? ¿Prefieres la de un borrico? ¿La de un mulo? ¿La de un cuervo? ¿La de un perro? ¿La de un mono? Entonces yo, con la esperanza de un indulto completo y abusando de su buena disposición, le respondí:

      "¡Oh, mi señor Georgirus, descendiente del poderoso Eblis! Si me perdonas, Alah te perdonará también, pues tendrá en cuenta tu clemencia con un buen musulmán que nunca te hizo daño". Y seguí suplicando hasta el límite de la súplica, postrándome humildemente entre sus manos, y le decía: "No me condenes injustamente".

      Pero él replicó: "No hables más si no quieres morir. Es inútil que abuses de mi bondad, pues tengo que encantarte necesariamente".

      Y dicho esto me cogió, hendió la cúpula, atravesó la tierra y voló conmigo a tal altura, que el mundo me parecía una escudilla de agua. Descendió después hasta la cima de un monte, y allí me soltó; cogió luego un puñado de tierra, refunfuñó como un gruñido, pronunció en seguida unas palabras misteriosas, y arrojándome la tierra, dijo:

      "¡Sal de tu forma y toma la de un mono!" Y al momento, ¡oh señora mía! quedé convertido en mono. ¡Pero qué mono! ¡Viejo, de más de cien años y de una fealdad excesiva! Cuando me vi tan horrible, me desesperé y me puse a brincar, y brincaba, realmente. Y como aquello no me servía de remedio, rompí a llorar a causa de mis desventuras. Y el efrit se reía de un modo que daba miedo, hasta que por último desapareció.

      Y medité entonces sobre las injusticias de la suerte, habiendo aprendido a costa mía que la suerte no depende de la criatura.

      Después descendí al pie de la montaña, hasta llegar a lo más bajo de todo. Y empecé a viajar, y por las noches me subía para dormir a la copa de los árboles. Así fui caminando durante un mes, hasta encontrarme a orillas del mar. Y allí me detuve como una hora, y acabé por ver una nave, en medio del mar, que era impulsada hacia la costa por un viento favorable. Entonces me escondí detrás de unas rocas, y allí aguardé. Cuando la embarcación ancló y sus tripulantes comenzaron a desembarcar, me tranquilicé un tanto, saltando finalmente a la nave. Y uno de aquellos hombres gritó al verme:

      "¡Echad de aquí pronto a ese bicho de mal agüero!". Otro dijo: "¡Mejor sería matarlo!" Y un tercero repuso: "Sí; matémoslo con este sable". Entonces me eché a llorar, y detuve con una mano el arma, y mis lágrimas corrían abundantes.

      Y en seguida el capitán, compadeciéndose de mí, exclamó: "¡Oh mercaderes! este mono acaba de implorarme, y queda bajo mi protección. Y os prohibo echarle, pegarle u hostigarle".

      Luego hubo de dirigirme benévolas palabras, y yo las entendía todas.

      Entonces acabó por tomarme en calidad de criado, y yo hacía todas sus cosas y le servía en la nave.

      Y al cabo de cincuenta días, durante los cuales nos fue el viento propicio, arribamos a una ciudad enorme y tan llena de habitantes, que sólo Alah podría contar su número.

      Cuando llegamos, acercáronse a nuestra nave los mamalik enviados por el rey de la ciudad. Y llegaron para saludarnos y dar la bienvenida a los mercaderes, diciéndoles: "El rey nos manda que os felicitemos por vuestra feliz llegada, y nos ha entregado este rollo de pergamino para que cada uno de vosotros escriba en él una línea con su mejor letra".

      Entonces yo, que no había perdido aún mi forma de mono, les arranqué de la mano el pergamino, alejándome con mi presa. Y temerosos sin duda de que lo rompiese o lo tirase al mar, me llamaron a gritos y me amenazaron; pero les hice seña de


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