El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
el suplicio del mundo futuro es más terrible todavía y más duradero".
Entonces mi tío se echó a llorar, y yo lloré con él. Y después exclamó: "¡Desde ahora serás mi hijo en vez de ese otro!"
Pero yo me puse a meditar durante una hora sobre los hechos de este mundo y en otras cosas: en la muerte de mi padre por orden del visir, en su trono usurpado, en mi ojo hundido, ¡que todos veis! y en todas estas cosas tan extraordinarias que le habían ocurrido a mi primo, y no pude menos de llorar otra vez.
Luego salimos de la tumba, echamos la losa, la cubrimos con tierra, y dejándolo todo como estaba antes, volvimos a palacio.
Apenas llegamos oímos sonar instrumentos de guerra, trompetas y tambores, y vimos que corrían los guerreros.
Y toda la ciudad se llenó de ruidos, del estrépito y del polvo que levantaban los cascos de los caballos. Nuestro espíritu se hallaba en una gran perplejidad, no acertando la causa de todo aquello. Pero por fin mi tío acabó por preguntar la razón de estas cosas, y le dijeron: "Tu hermano ha sido muerto por el visir, que se ha apresurado a reunir sus tropas y a venir súbitamente al asalto de la ciudad. Y los habitantes han visto que no podían ofrecer resistencia, y han rendido la ciudad a discreción".
Al oír todo aquello, me dije:
"¡Seguramente me matará si caigo en sus manos!" Y de nuevo se amontonaron en mi alma las penas y las zozobras, y empecé a recordar las desgracias ocurridas a mi padre y a mi madre. Y no sabía qué hacer, pues si me veían los soldados estaba perdido. Y no hallé otro recurso que afeitarme la barba. Así es que me afeité la barba, me disfracé como pude, y me escapé de la ciudad. Y me dirigí hacia esta ciudad de Bagdad, donde esperaba llegar sin contratiempo y encontrar alguien que me guiase al palacio del Emir de los Creyentes, Harún AlRaschid, el califa del Amo del Universo, a quien quería contar mi historia y mis aventuras.
Llegué a Bagdad esta misma noche, y como no sabía dónde ir, me quedé muy preplejo. Pero de pronto me encontré cara a cara con este saaluk, y le deseé la paz y le dije: "Soy extranjero". Y él me contestó: "Yo también lo soy". Y estábamos hablando, cuando vimos acercarse a este tercer saaluk, que nos deseó la paz y nos dijo: "Soy extranjero". Y le contestamos: "También lo somos nosotros". Y anduvimos juntos hasta que nos sorprendieron las tinieblas. Entonces el Destino nos guió felizmente a esta casa, cerca de vosotras, señoras mías.
Tal es la causa de que me veáis afeitado y tenga un ojo hueco.
Cuando hubo acabado de hablar, le dijo la mayor de las tres doncellas: "Está bien; acaríciate la cabeza(1) y vete".
Pero el primer saaluk contestó: "No me iré hasta que haya oído los relatos de los demás".
Y todos estaban maravillados de aquella historia tan prodigiosa, y el califa dijo al visir:
"En mi vida he oído aventura semejante a la de este saaluk".
Entonces el primer saaluk fué a sentarse en el suelo, con las piernas cruzadas, y el otro dió un paso, besó la tierra entre las manos de la joven, y refirió lo que sigue:
HISTORIA DEL SEGUNDO SAALUK
La verdad es, ¡oh señora mía! que yo no nací tuerto. Pero la historia que voy a contarte es tan asombrosa, que si se escribiese con la aguja en el ángulo interior del ojo, serviría de lección a quien fuese capaz de instruirse.
Aquí donde me ves, soy rey, hijo de un rey. También sabrás que no soy ningún ignorante. He leído el Corán, las siete narraciones, los libros capitales, los libros esenciales de los maestros de la ciencia. Y aprendí también la ciencia de los astros y las palabras de los poetas. Y de tal modo me entregué al estudio de todas las ciencias, que pude superar a todos los vivientes de mi siglo.
Además, mi nombre sobresalió entre todos los escritores. Mi fama se extendió por el mundo, y todos los reyes supieron mi valía.
Fué entonces cuando oyó hablar de ella el rey de la India, y mandó un (1) Es decir: haz el ademán de saludar, llevándote la mano a la cabeza. Es una de las maneras de saludar a la oriental. mensaje a mi padre rogándole que me enviara a su corte, y acompañó a este mensaje espléndidos regalos, dignos de un rey. Mi padre consintió, hizo preparar seis naves llenas de todas las cosas, y partí con mi servidumbre.
Nuestra travesía duró todo un mes. Al llegar a tierra desembarcamos los caballos y los camellos, y cargamos diez de éstos con los presentes destinados al rey de la India.
Pero apenas nos habíamos puesto en marcha, se levantó una nube de polvo, que cubría todas las regiones del cielo y de la tierra, y así duró una hora. Se disipó después, y salieron de ella hasta sesenta jinetes que parecían leones enfurecidos. Eran árabes del desierto, salteadores de caravanas, y cuando intentamos huir, corrieron a rienda suelta detrás de nosotros y no tardaron en darnos alcance. Entonces, haciéndoles señas con las manos, les dijimos: "No nos hagáis daño, pues somos una embajada que lleva estos presentes al poderoso rey de la India". Y contestaron ellos: "No estamos en sus dominios ni dependemos de ese rey". Y en seguida mataron a varios de mis servidores, mientras que huíamos los demás. Yo había recibido una herida enorme, pero, afortunadamente, los árabes sólo se cuidaron de apoderarse de las riquezas que llevaban los camellos.
No sabía yo dónde estaba ni qué había de hacer, pues me afligía pensar que poco antes era muy poderoso y ahora me veía en la pobreza y en la miseria. Seguí huyendo, hasta encontrarme en la cima de una montaña, donde había una gruta, y allí al fin pude descansar y pasar la noche.
A la mañana siguiente salí de la gruta, proseguí mi camino, y así llegué a una ciudad espléndida, de clima tan maravilloso, que el invierno nunca la visitó y la primavera la cubría constantemente con sus rosas. Me alegré mucho al entrar en aquella ciudad, donde encontraría, seguramente, descanso a mis fatigas y sosiego a mis inquietudes.
No sabía a quién dirigirme, pero al pasar junto a la tienda de un sastre que estaba allí cosiendo, le deseé la paz, y el buen hombre, después de devolverme el saludo, me abrazó, me invitó cordialmente a sentarme, y lleno de bondad me interrogó acerca de los motivos que me habían alejado de mi país. Le referí entonces cuanto me había ocurrido, desde el principio hasta el fin, y el sastre me compadeció mucho y me dijo: "¡Oh tierno joven! no cuentes eso a nadie: Teme al rey de esta ciudad, que es el mayor enemigo de los tuyos, y quiere vengarse de tu padre desde hace muchos años".
Después me dió de comer y beber, y comimos y bebimos en la mejor compañía. Y pasamos parte de la noche conversando, y luego me cedió un rincón de la tienda para que pudiese dormir, y me trajo un colchón y una manta, y cuanto podía necesitar.
Así permanecí en su tienda tres días, y transcurridos que fueron, me preguntó:
"¿Sabes algún oficio para ganarte la vida?" Y yo contesté: "¡Ya lo creo! Soy un gran jurisconsulto, un maestro reconocido en ciencias, y además sé leer y contar". Pero él replicó: "Hijo mío, nada de eso es oficio. Es decir, no digo que no sea oficio (pues me vió muy afligido), pero no encontrarás parroquianos en nuestra ciudad. Aquí nadie sabe estudiar, ni leer, ni escribir, ni contar.
No saben más que ganarse la vida". Entonces me puse muy triste y comencé a lamentarme: "¡Por Alah! Sólo sé hacer lo que acabo de decirte". Y él me dijo: "¡Vamos, hijo mío, no hay que afligirse de ese modo! Coge una cuerda y un hacha y trabaja de leñador, hasta que Alah te depare mejor suerte. Pero, sobre todo, oculta tu verdadera condición, pues te matarían". Y fué a comprarme el hacha y la cuerda, y me mandó con los leñadores, después de recomendarme a ellos.
Marché entonces con los leñadores, y terminado mi trabajo, me eché al hombro una carga de leña, la llevé a la ciudad y la vendí por medio dinar. Compré con unos pocos cuartos mi comida, guardé cuidadosamente el resto de las monedas, y durante un año seguí trabajando de este modo. Todos los días iba a la tienda del sastre, donde descansaba unas horas sentado en el suelo con las piernas cruzadas.
Un día, al salir al campo con mi hacha, llegué hasta un