El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
Y respondieron: "¡Oh hermana! Las palabras ya nada remediarían, pues el cálamo corrió por lo que había mandado Alah".(1) Oyéndolas se conmovió de lástima mi corazón, y las llevé al hammam, poniendo a cada una un traje nuevo, y les dije:
"Hermanas mías, sois mayores que yo, y creo justo que ocupéis el lugar de mis padres. Y como la herencia que me tocó, igual que a vosotras, ha sido bendecida por Alah y se ha acrecentado considerablemente, comeréis sus frutos conmigo, nuestra vida será respetable y honrosa, y ya no nos separaremos". Y las retuve en mi casa y en mi corazón.
Y he aquí que las colmé de beneficios, y estuvieron en mi casa durante un año completo, y mis bienes eran sus bienes. Pero un día me dijeron: "Realmente, preferimos el matrimonio, y no podemos pasarnos sin él, pues se ha agotado nuestra paciencia al vernos tan solas". Yo les contesté: "¡Oh hermanas! Nada bueno podréis encontrar en el matrimonio, pues escasean los hombres honrados. ¿No probasteis el matrimonio ya? ¿Olvidáis lo que os ha proporcionado?"
Pero no me hicieron caso, y se empeñaron en casarse sin mi consentimiento. Entonces les di el dinero para las bodas y les regalé los equipos necesarios. Después se fueron con sus maridos a probar fortuna.
Pero no haría mucho que se habían ido, cuando sus esposos se burlaron de ellas, quitándoles cuanto yo les di y abandonándolas. De nuevo regresaron ambas desnudas en mi casa, y me pidieron mil perdones, diciéndome: "No nos regañes, hermana. Cierto que eres la de menos edad de las tres, pero nos aventajas a todas en razón. Te prometemos no volver a pronunciar nunca la palabra casamiento". Entonces les dije: "¡Oh hermanas mías! Que la acogida en mi casa os sea hospitalaria. A nadie quiero como a vosotras". Y les di muchos besos, y las traté con mayor generosidad que la primera vez.
Así transcurrió otro año entero, y al terminar éste, pensé fletar una nave cargada de mercancías y marcharme a comerciar a Bassra.(Bassora) Y efectivamente, dispuse un barco y lo cargué de mercancías y géneros y de cuanto pudiera necesitarse durante la travesía, y dije a mis hermanas: "¡Oh hermanas! ¿Preferís quedaros en mi casa mientras dure el viaje hasta mi regreso, o viajar conmigo?"
Y
me contestaron:
"Vía¡aremos contigo, pues no podríamos soportar tu ausencia". Entonces las llevé conmigo y partimos todas juntas.
Pero antes de zarpar había cuidado yo de dividir mi dinero en dos partes; cogí la mitad; y la otra la escondí, diciéndome: "Es posible que nos ocurra alguna desgracia en el barco, y si logramos salvar la vida, al regresar, si es que regresamos, encontraremos aquí algo útil". Y viajamos día y noche; pero por desgracia, el capitán equivocó la ruta. La corriente nos llevó hasta una mar distinta por completo (1)Equivale a "estaba escrito". a la que nos dirigíamos. Y nos impulsó un viento muy fuerte, que duró días. Entonces divisamos una ciudad en lontananza, y le preguntamos al capitán: "¿Cuál es el nombre de esa ciudad adonde vamos?" Y contestó:
"¡Por Alah que no lo sé! Nunca la he visto, pues en mi vida había entrado en este mar.
Pero, en fin, lo importante es que estamos por fortuna fuera de peligro. Ahora sólo os queda bajar a la ciudad y exponer vuestras mercancías. Y si podéis venderlas, os aconsejo que las vendáis".
Una hora después volvió a acercársenos, y nos dijo: "¡Apresuraos a desembarcar, para ver en esa población las maravillas del Altísimo! "
Entonces desembarcamos, pero apenas hubimos entrado en la ciudad, nos quedamos asombradas. Todos los habitantes estaban convertidos en estatuas de piedra negra. Y sólo ellos habían sufrido esta petrificación, pues en los zocos y en las tiendas aparecían las mercancías en su estado normal, lo mismo que las cosas de oro y de plata. Al ver aquello llegamos al límite de la admiración, y nos dijimos: "En verdad que la causa de todo esto debe ser rarísima".
Y nos separamos, para recorrer cada cual a su gusto las calles de la ciudad, y recoger por su cuenta cuanto oro, plata y telas preciosas pudiese llevar consigo.
Yo subí a la ciudadela, y vi que allí estaba el palacio del rey. Entré en el palacio por una gran puerta de oro macizo, levanté un gran cortinaje de terciopelo, y advertí que todos los muebles y objetos eran de plata y oro. Y en el patio y en los aposentos, los guardias y chambelanes estaban de pie o sentados pero petrificados en vida. Y en la última sala, llena de chambelanes, tenientes y visires, vi al rey sentado en su trono, con un traje tan suntuoso y tan rico, que desconcertaba, y aparecía rodeado de cincuenta mamalik con trajes de seda y en la mano los alfanjes desnudos. El trono estaba incrustado de perlas y pedrería, y cada perla brillaba como una estrella. Os aseguro que me faltó poco para volverme loca.
Seguí andando, no obstante, y llegué a la sala del harén, que hubo de parecerme más maravillosa todavía, pues era toda de oro, hasta las celosías de las ventanas. Las paredes estaban forradas de tapices de seda.
En las puertas y en las ventanas pendían cortinajes de raso y terciopelo. Y vi por fin, en medio de las esclavas petrificadas, a la misma reina, con un vestido sembrado de perlas deslumbrantes, enriquecida su corona por toda clase de piedras finas, ostentando collares y redecillas de oro admirablemente cincelados.
Y se hallaba también convertida en una estatua de piedra negra.
Seguí andando, y encontré abierta una puerta, cuyas hojas eran de plata virgen, y más allá una escalera de pórfido de siete peldaños, y al subir esta escalera y llegar arriba, me hallé en un salón de mármol blanco, cubierto de alfombras tejidas de oro, y en el centro, entre grandes candelabros de oro, una tarima también de oro salpicada de esmeraldas y turquesas, y sobre la tarima un lecho incrustado de perlas y pedrería, cubierto con telas preciosas. Y en el fondo de la sala advertí una gran luz, pero al acercarme me enteré de que era un brillante enorme, como un huevo de avestruz, cuyas facetas despedían tanta claridad, que bastaba su luz para alumbrar todo el aposento.
Los candelabros ardían vergonzosamente ante el esplendor de aquella maravilla, y yo pensé: "Cuando estos candelabros arden, alguien los ha encendido".
Continué andando, y hube de penetrar asombrada en otros aposentos, sin hallar a ningún ser viviente. Y tanto me absorbía esto, que me olvidé de mi persona, de mi viaje, de mi nave y de mis hermanas. Y todavía seguía maravillada, cuando la noche se echó encima. Entonces quise salir del palacio; pero no di con la salida, y acabé por llegar a la sala donde estaba el magnífico lecho y el brillante y los candelabros encendidos.
Me senté en el lecho, cubriéndome con la colcha de raso azul bordada de plata y de perlas, y cogí el Libro Noble, nuestro Corán, que estaba escrito en magníficos caracteres de oro y bermellón, e iluminado con delicadas tintas, y me puse a leer algunos versículos para santificarme, y dar gracias a Alah, y reprenderme; y cuando hube meditado en las palabras del Profeta (¡Alah le bendiga!) me tendí para conciliar el sueño, pero no pude lograrlo. Y el insomnio me tuvo despierta hasta medianoche.
En aquel momento oí una voz dulce y simpática que recitaba el Corán. Entonces me levanté y me dirigí hacia el sitio de donde provenía aquella voz. Y acabé por llegar a un aposento cuya puerta aparecía abierta. Entré con mucho cuidado, poniendo a la parte de afuera la antorcha que me había alumbrado en el camino, y vi que aquello era un oratorio. Estaba iluminado por lámparas de cristal que colgaban del techo, y en el centro había un tapiz de oraciones extendido hacia Oriente, y allí estaba sentado un hermoso joven que leía el Corán en alta voz, acompasadamente. Me sorprendió mucho, y no acertaba a comprender cómo había podido librarse de la suerte de todos los otros.
Entonces avancé un paso y le dirigí mi saludo de paz, y él, volviéndose hacia mí y mirándome fijamente, correspondió a mi saludo. Luego le dije: "¡Por la santa verdad de los versículos del Corán que recitas, te conjuro a que contestes a mi pregunta!"
Entonces, tranquilo y sonriendo con dulzura, me contestó: "Cuando expliques quién eres, responderé a tus preguntas". Le referí mi historia, que le interesó mucho, y luego le interrogué por las extraordinarias circunstancias que atravesaba la ciudad. Y él me dijo: "Espera un momento". Y cerró el Libro Noble, lo guardó en una bolsa de seda y me hizo sentar a su lado. Entonces le miré atentamente, y vi que era