El libro de las mil noches y una noche. Anonimo
la abuela de Agib respondió: "Escucho y obedezco". Y en el mismo instante fué a disponer todas las cosas necesarias, y los víveres, y toda su servidumbre, no tardando en hallarse dispuesta.
Entonces el visir Chamseddin fué a despedirse del sultán de Bassra. Y el sultán le entregó muchos regalos para él y para el sultán de Egipto. Después Chamseddin, las dos damas y Agib emprendieron la marcha acompañados de todo su séquito.
Y
no se detuvieron hasta llegar nuevamente a Damasco. Hicieron alto en la plaza de Kânun, armaron las tiendas, y el visir dijo: "Ahora nos detendremos en Damasco toda una semana, para tener tiempo de comprar regalos como se los merece el sultán de Egipto".
Y mientras el visir recibía a los ricos mercaderes que habían acudido para ofrecerles sus géneros, Agib dijo al eunuco:
"Baba Said, tengo ganas de distraerme un rato. Vámonos al zoco para saber qué novedades hay y qué le ocurrió a aquel pastelero cuyos dulces nos comimos, y teniendo que agradecerle su hospitalidad le pagamos partiéndole la cabeza de una pedrada. Realmente, le volvimos mal por bien". Y el eunuco respondió: "Escucho y obedezco".
Entonces Agib y el eunuco abandonaron el campamento, porque Agib obraba con un ciego impulso, como movido por un cariño filial inconsciente. Llegados a la ciudad, anduvieron por todos los zocos hasta que encontraron la pastelería. Y era la hora en que los creyentes marchaban a la mezquita de los BaníOmmiah para la oración del asr.
Y precisamente en dicho momento estaba Hassan Badreddin en su tienda, ocupado en confeccionar el mismo plato delicioso de la otra vez: granos de granada con almendras, azúcar y perfumes en su punto. Y entonces Agib pudo observar al pastelero, y ver en su frente la cicatriz de la pedrada con que le había herido. Y se le enterneció más el corazón: "¡Oh pastelero, la paz sea contigo!
El interés que me inspiras hace venir a saber de ti. ¿No me recuerdas?" Y apenas lo vió Hassan se le conmovieron las entrañas, le palpitó el corazón desordenadamente, abatió la cabeza hacia el suelo, y su lengua, pegada al paladar, le impedía decir palabra. Por fin hubo de levantar la vista hacia el muchacho, y sumisa y humildemente recitó estas estrofas: ¡Pensé reconvenir a mi amante, pero en cuanto lo vi lo olvidé todo, pude dominar mi lengua ni mis ojos! ¡He callado y bajé los ojos ante su apostura imponente y altiva, y quise disimular lo que sentía pero no lo pude conseguir! ¡He aquí cómo después de haber escrito pliegos y pliegos de reconvenciones, al hallarle ante mi me fue imposible leer ni una palabra!
Luego añadió: "¡Oh mis señores! ¿,Queréis entrar sólo por condescendencia y probar este plato? Porque, ¡por Alah! apenas te he visto, ¡oh lindo muchacho! mi corazón se ha inclinado hacia tu persona, como la otra vez.
Y me arrepiento de haber cometido la locura de seguirte". Y Agib contestó: "¡Por Alah, que eres un amigo peligroso! Por unos dulces que nos diste, estuvo en poco que nos comprometieras. Pero ahora no entraré, ni comeré nada en tu casa, como no jures que no saldrás detrás de nosotros como la otra vez. Y sabe que de otra manera nunca volveremos aquí, porque vamos a pasar toda la semana en Damasco, a fin de que mi abuelo pueda comprar regalos para el sultán". Entonces Badreddin exclamó: "¡Lo juro ante vosotros!" Y en seguida Agib y el eunuco entraron en la tienda, y Badreddin les ofreció en seguida una terrina de granos de granada, su deliciosa especialidad. Y Agib le dijo: "Ven, y come con nosotros. Y así puede que Alah conceda el éxito a nuestras pesquisas". Y Hassan se sintió muy feliz al sentarse frente a ellos. Pero no dejaba ni un instante de contemplar a Agib.
Y lo miraba de un modo tan extraño y persistente que Agib, cohibido, le dijo: "¡Por Alah! ¡Qué enamorado tan pesado y tan molesto eres! Ya te lo dije la otra vez. No me mires de esa manera, pues parece que quisieras devorar mi cara con tus ojos". Y a sus frases respondió Badreddin con estas estrofas: ¡En lo más profundo de mi corazón hay para ti un secreto que no puedo revelar, un pensamiento íntimo y oculto que nunca traduciré en palabras! ¡Oh tú, que humillas a la brillante luna, orgullosa de su bellezap ¡oh tú, rostro radiante, que avergüenzas a la mañana y a la resplandeciente aurora! ¡Te he consagrado un culto mudo; te dediqué, ¡oh vaso selecto! un signo mortal y unos votos que de continuo se acrecientan y embellecen! ¡Y ahora ardo y me derrito por completo! ¡Tu rostro es mi paraíso! ¡Estoy seguro de morir de esta sed abrasadora! ¡Y sin embargo, tus labios podrían apagarla y refrescarme con su miel!
Terminadas estas estrofas, recitó otras no menos admirables, pero en otro sentido, dirigidas al eunuco. Y así estuvo diciendo versos durante una hora, tan pronto dedicados a Agib como al esclavo. Y luego que sus huéspedes se hubieron saciado, Hassan se levantó a fin de traerles lo indispensable para que se lavasen. Y al efecto les presentó un hermoso jarro de cobre muy limpio; les echó agua perfumada en las manos y se las limpió después con una hermosa toalla de seda que le pendía de la cintura. Y en seguida les roció con agua de rosas, sirviéndose de un aspersorio de plata que guardaba cuidadosamente en el estante más alto de su tienda, sacándolo nada más que en las ocasiones solemnes.
No contento aún, salió un instante para volver en seguida, trayendo en la mano dos alcarrazas llenas de sorbete de agua de rosas, y les ofreció una a cada uno, diciendo:
"Aceptadlo y coronad así vuestra condescendencia". Entonces Agib cogió una alcarraza y bebió, y luego se la entregó al eunuco, que bebió y se la entregó otra vez a Agib, que bebió y se la volvió a entregar al esclavo, y así sucesivamente, hasta que llenaron bien el vientre y se vieron hartos como nunca lo habían estado en su vida. Y por último, dieron las gracias al pastelero, y se retiraron muy de prisa para llegar al campamento antes de que se pusiese el sol.
Y llegados a las tiendas, Agib se apresuró a besar la mano de su abuela y a su madre Sett ElHosn. Y la abuela le dió otro beso, acordándose de su hijo Badreddin, y hubo de suspirar y llorar mucho. Y después recitó estas dos estrofas: ,!Si no tuviese la esperanza de que los objetos separados han de reunirse algún día, nada habría aguardado yo desde que te fuiste! ¡Pero hice el juramento de que no entraría en mi corazón más amor que el tuyo! ¡Y Alah, mi señor, que conoce todos los secretos puede atestiguar que lo he cumplido!
Después le dijo a Agib: "Hijo mío, ¿por dónde estuviste?" Y él contestó: "Por los zocos de Damasco". Y ella dijo: "Ya debes temer mucho apetito". Y se levantó y le trajo una terrina llena del famoso dulce de granada, deliciosa especialidad en que era muy diestra, y cuyas primeras nociones había dado a su hijo Badreddin siendo él muy niño.
Y ordenó al eunúco: "Puedes comer con tu amo Agib". Y el eunuco, haciendo muecas, se decía: "¡Por Alah! ¡Maldito el apetito que tengo! ¡No podré comer ni un bocado!" Pero fué a sentarse junto a su señor.
Y Agib, que se había sentado también, se encontraba con el estómago lleno de cuanto había comido y bebido en la pastelería. Sin embargo, tomó un poco de aquel dulce, pero no pudo tragarlo por lo harto que estaba.
Además le pareció muy poco azucarado. Y en realidad no era así ni mucho menos. Porque la culpa era de él, pues no podía estar más ahito de lo que estaba. Así es que haciendo un gesto de repugnancia, dijo a su abuela:
"¡Oh abuela! Este dulce no está bien hecho. Y la abuela, despechada, exclamó: "¿Cómo te atreves a decir que no están bien hechos mis dulces? ¿Ignoras que no hay en el mundo quien me iguale en el arte de la repostería y la confitería, como no sea tu padre Hassan Badreddin, y eso porque yo le enseñé?" Pero Agib repuso: "¡Por Alah, abuela, que a este plato le falta algo de azúcar! No se lo digas a mi madre, ni a mi abuelo"; pero sabe que acabamos de comer en el zoco, donde nos ha obsequiado un pastelero, ofreciéndonos este mismo plato. ¡Ah…! ¡sólo su perfume ensanchaba el corazón! Y su sabor delicioso habría despertado el apetito de un enfermo. Y realmente, este plato preparado por ti no se le puede comparar ni con mucho, abuela mía".
Y la abuela enfurecida al oír estas palabras, lanzó una terrible mirada al eunuco Said y le dijo…
En este momento de su narración,
Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Entonces su hermana, la joven Doniazada, le dijo: "¡Oh hermana mía! ¡Cuán dulces y agradables