El libro de las mil noches y una noche. Anonimo

El libro de las mil noches y una noche - Anonimo


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todos que ese individuo es un ladrón!"

      En aquel momento volví en mí del desmayo en que me encontraba, y oí que la gente decía: "¡No puede ser! Este joven tiene sobrada distinción para dedicarse al robo". Y todos discutían si yo habría o no robado, y cada vez era mayor la disputa. Hube de verme al fin arrastrado por la muchedumbre, y quizá habría podido escapar de aquel jinete, que no quería soltarme, cuando, por decreto del Destino, acertaron a pasar por allí el walí y su guardia, que atravesando la puerta de Zauilat, se aproximaron al grupo en que nos encontrábamos. Y el walí preguntó: "¿Qué es lo que pasa?" Y contestó el jinete: "¡Por Alah! ¡Oh Emir! He aquí a un ladrón. Llevaba yo un bolsillo azul con veinte dinares de oro, y entre las apreturas ha encontrado manera de quitármelo". Y el walí preguntó al jinete:

      "¿Tienes algún testigo?" Y el jinete contestó:

      "No tengo ninguno". Entonces el walí llamó al mokadem, jefe de policía, y le dijo:

      "Apodérate de ese hombre y regístralo". Y el mokadem me echó mano, porque ya no me protegía Alah, y me despojó de toda la ropa, acabando por encontrar el bolsillo, que era efectivamente de seda azul. El walí lo cogió y contó el dinero, resultando que contenía exactamente los veinte dinares de oro, según el jinete había afirmado.

      Entonces el walí llamó a sus guardias, y les dijo: "Traed acá a ese hombre". Y me pusieron en sus manos, y me dijo: "Es necesario declarar la verdad. Dime si confiesas haber robado este bolsillo". Y yo, avergonzado, bajé la cabeza y reflexioné un momento diciendo entre mí: "Si digo que no he sido yo no me creerán, pues acaban de encontrarme el bolsillo encima, y si digo que lo he robado, me pierdo". Pero acabé por decidirme, y contesté: "Sí, lo he robado".

      Al oírme quedó sorprendido el walí, y llamó a los testigos, para que oyesen mis palabras, mandándome que las repitiese ante ellos. Y ocurrió todo aquello en la Bab Zauilat.

      El walí mandó entonces al portaalfanje que me cortase la mano, según la ley contra los ladrones.

      Y

      el portaalfanje me cortó inmediatamente la mano derecha. Y el jinete se compadeció de mí e intercedió con el walí para que no me cortasen la otra mano. Y el walí le concedió esa gracia y se alejó. Y la gente me tuvo lástima, y me dieron un vaso de vino para infundirme alientos, pues había perdido mucha sangre, y me hallaba muy débil. En cuanto al jinete, se acercó a mí, me alargó el bolsillo y me lo puso en la mano, diciendo: "Eres un joven bien educado, y no se hizo para ti el oficio de ladrón". Y dicho esto se alejó, después de haberme obligado a aceptar el bolsillo. Y yo me marché también, envolviéndome el brazo con un pañuelo y tapándolo con la manga del ropón. Y me había quedado muy pálido y muy triste a consecuencia de lo ocurrido.

      Sin darme cuenta me fui hacia la casa de mi amiga. Y al llegar, me tendí extenuado en el lecho. Pero ella, al ver mi palidez y mi decaimiento, me dijo: "¿Qué te pasa? ¿Cómo estás tan pálido?" Y yo contesté: "Me duele mucho la cabeza; no me encuentro bien".

      Entonces, muy entristecida, me dijo: "¡Oh dueño mío! ¡no me abrases el corazón!

      Levanta un poco la cabeza hacia mí, te lo ruego, ¡ojo de mi vida! y dime lo que te ha ocurrido. Porque adivino en tu rostro muchas cosas". Pero yo dije: "¡Por favor! Ahórrame la pena de contestarte".

      Ella, echándose a llorar, replicó: "¡Ya veo que te cansaste de mí, pues no estás conmigo como de costumbre!" ¡Y derramó abundantes lágrimas mezcladas con suspiros, y de cuando en cuando interrumpía sus lamentos para dirigirme preguntas, que quedaban sin respuesta, y así estuvimos hasta la noche. Entonces nos trajeron de comer, y nos presentaron los manjares como solían. Pero yo guardé muy bien de aceptar, pues me habría avergonzado coger los alimentos con la mano izquierda, y temía que me preguntase el motivo de ello. Y por lo tanto exclamé: "No tengo ningún apetito ahora". Y ella dijo: "Ya ves como tenía razón.

      Entérame de lo que te ha pasado, y por qué estás tan afligido y con luto en el alma y en el corazón".

      Entonces acabé por decirle: "Te lo contaré todo, pero poco a poco, por partes. Y ella, alargándome una copa de vino, repuso:

      "¡Vamos, hijo mío! Déjate de pensamientos tristes. Con esto se cura la melancolía. Bebe este vino, y confíame la causa de tus penas".

      Y yo le dije: "Si te empeñas, dame tú misma de beber con tu mano". Y ella acercó la copa a mis labios, inclinándola con suavidad, y me dió de beber. Después la llenó de nuevo, y me la acercó otra vez. Hice un esfuerzo, tendí la mano izquierda y cogí la copa. Pero no pude contener las lágrimas y rompí a llorar…

      Y cuando ella me vió llorar, tampoco pudo contenerse, me cogió la cabeza con ambas manos, y dijo: "¡Oh, por favor! ¡Dime el motivo de tu llanto! ¡Me estás abrasando el corazón! Dime también por qué tomaste la copa con la mano izquierda". Y yo le contesté: "Tengo un tumor en la derecha". Y ella replicó: "Enséñamelo; lo sanaremos, y te aliviarás". Y yo respondí: "No es el momento oportuno para tal operación. No insistas, porque estoy resuelto a no sacar la mano".

      Vacié por completo la copa, y seguí bebiendo cada vez que ella me la ofrecía, hasta que me poseyó la embriaguez, madre del olvido. Y tendiéndome en el mismo sitio en que me hallaba, me dormí.

      Al día siguiente, cuando me desperté, vi que me había preparado el almuerzo: cuatro pollos cocinados, caldo de gallina y vino abundante. De todo me ofreció, y comí y bebí, y después quise despedirme y marcharme. Pero ella me dijo: "¿Adónde piensas ir?" Y yo contesté: "A cualquier sitio en que pueda distraerme y olvidar las penas que me oprimen el corazón". Y ella me dijo:

      "¡Oh, no te vayas! ¡Quédate un poco más!" Y yo me senté, y ella me dirigió una intensa mirada, y me dijo: "Ojo de mi vida, ¿qué locura te aqueja? Por mi amor te has arruinado. Además, adivino que tengo también la culpa de que hayas perdido la mano derecha. Tu sueño me ha hecho descubrir tu desgracia. Pero ¡por Alah! jamás me separaré de ti. Y quiero casarme contigo legalmente".

      Y mandó llamar a los testigos, y les dijo:

      "Sed testigos de mi casamiento con este joven. Vais a redactar el contrato de matrimonio, haciendo constar que me ha entregado la dote".

      Los testigos redactaron nuestro contrato de matrimonio. Y ella les dijo: "Sed testigos asimismo de que todas las riquezas que me pertenecen, y que están en esa arca que veis, así como cuanto poseo, es desde ahora propiedad de este joven". Y los testigos lo hicieron constar, y levantaron un acta de su declaración, así como de que yo aceptaba, y se fueron después de haber cobrado sus honorarios.

      Entonces la joven me cogió de la mano, y me llevó frente a un armario, lo abrió y me enseñó un gran cajón, que abrió también, y me dijo: "Mira lo que hay en esa caja". Y al examinarla, vi que estaba llena de pañuelos, cada uno de los cuales formaba un paquetito.

      Y me dijo: "Todo esto son los bienes que durante el transcurso del tiempo fui aceptando de ti. Cada vez que me dabas un pañuelo con cincuenta dinares de oro, tenía yo buen cuidado de guardarlo muy oculto en esa caja. Ahora recobra lo tuyo. Alah te lo tenía reservado y lo había escrito en tu Destino. Hoy te protege Alah, y me eligió para realizar lo que él había escrito. Pero por causa mía perdiste la mano derecha, y no puedo corresponder como es debido a tu amor ni a tu adhesión a mi persona, pues no bastaría aunque para ello sacrificase mi alma". Y añadió: "Toma posesión de tus bienes". Y yo mandé fabricar una nueva caja, en la cual metí uno por uno los paquetes que iba sacando del armario de la joven.

      Me levanté entonces y la estreché en mis brazos. Y siguió diciéndome las palabras más gratas y lamentando lo poco que podía hacer por mí en comparación de lo que yo había hecho por ella. Después, queriendo colmar cuanto había hecho, se levantó e inscribió a mi nombre todas las alhajas y ropas de lujo que poseía, así como sus valores, terrenos y fincas, certificándolo con su sello y ante testigos.

      Y aquella noche, a pesar de los transportes de amor a que nos entregamos, se durmió muy entristecida por la desgracia que me había ocurrido por su causa.

      Y desde aquel momento


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