El Marqués de Bradomín: Coloquios Románticos. Ramón del Valle-Inclán
discretas, hacia el palacio la dueña y la Madre Cruces. Van comentando en voz baja, y de tiempo en tiempo se detienen en el sendero de mirtos, para arrancar una brizna de yerba ó enderezar un rosal que se deshoja al paso. Los mendigos que esperan sentados en la escalinata se incorporan lentamente y tienen una salutación de salmodia al verlas llegar. Doña Malvina, con movimientos de cabeza, esos movimientos graves y pausados de las dueñas gobernadoras, les recomienda paciencia, paciencia, paciencia.
LA DAMA
¿Vió usted á mis hijas, señor Abad?
EL ABAD
Usted no sabe que yo tengo una hermana monja en el Convento de la Enseñanza. Precisamente al entrar en el locutorio lo primero que descubrí tras de las rejas fué á las dos pequeñas. No sabía que se educasen allí. Su padre estaba visitándolas. ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán! Le hallé muy viejo, y sobre todo desmemoriado. No creía que hubiese quedado tan mal de este último ataque. Hemos hablado de usted.
LA DAMA
¿Sabía la aparición del Marqués?
EL ABAD
Si lo sabía, nada me ha dicho, y yo nada he podido colegir. Si algo me hubiese dicho, le habría contestado, como era mi deber, que el señor Marqués de Bradomín es un leal defensor del Rey, y que sólo ha venido aquí por la causa de la Religión y de la Patria.
LA DAMA
Señor Abad, cree usted que haya venido por eso?
EL ABAD
Yo, ciertamente.
LA DAMA
Pero usted no ignora...
EL ABAD
No, no ignoro.
LA DAMA
Y usted, qué me aconseja?
EL ABAD
Es tan grave el caso...
LA DAMA
Sólo le veré para suplicarle que vuelva á su destierro, lejos, muy lejos de mí.
EL ABAD
¿Y tiene usted derecho para hacerlo? Si, como yo creo, le trae el interés supremo de una causa santa...
LA DAMA
¿Otra guerra?
EL ABAD
Sí, otra guerra. Eso que algunos juzgan imposible, eso que hasta á los mismos Gobiernos liberales hace sonreir, y que, á despecho de la incredulidad de unos y de las burlas de otros, será.
LA DAMA
Y yo, qué debo hacer?
EL ABAD
Rezar. Prescindir de cualquier interés mundano. Busque usted ejemplo en la vida de los santos. María Egipciaca, mirando al piadoso objeto llegar á Jerusalén, no teniendo al pasar un río moneda que dar al barquero, le ofreció el don de su cuerpo. ¡Quieto, Carabel! ¡Quieto, Capitán!
LA DAMA
¡Qué gran consuelo me da usted, señor Abad!
EL ABAD
¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán!
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