La Inteligencia del Amor. Jorge Lomar
como consecuencia, es un sentir de inestabilidad y temor.
Este modo generalizado y socializado de pensar y sentir, lo denomino vivir en el temor.
Vemos que las formas materiales «mueren», muy a pesar de que la ciencia haya demostrado y explicado que la materia/energía no se crea ni se destruye, sino que sólo se transforma. Para empezar, recordemos que la materia y la energía es lo mismo manifestándose en frecuencias distintas. Todos los objetos que percibimos son en realidad campos magnéticos manejando grupos de energía, esencialmente luz, cuyas variables físicas están en permanente cambio. Las características especiales de nuestros sentidos hacen que «sintonicemos» de un modo particular con estos grupos ordenados de energía y los veamos como materia concreta. Sin embargo, la materia es energía en una banda concreta de frecuencias particularmente baja. Por ello, algunos científicos llaman a la materia «energía congelada».
La energía permanece, nunca muere ni se destruye. Son las formas las que desaparecen, permutan y renacen. El árbol es procesado por el hombre para llegar a convertirse en un mueble. Una vez que es inútil, es tratado como combustible, convirtiéndose en calor y ceniza. El calor regresa a la atmósfera y la ceniza a la tierra. El aire y la tierra vuelven a formar parte de un nuevo árbol.
Las formas mueren aunque la energía permanezca, y nosotros percibimos nuestro ser como una forma, no como una energía en transformación. Por tanto, bajo esta percepción somos mortales.
Convivimos con el miedo al final de la forma —a la muerte—, al identificarnos con cuerpos. Y nos pasamos toda la vida buscando mayores posibilidades de supervivencia, acumulamos bienes, dinero y recursos, manejamos la información para competir y luchar, ya que solo saldrá adelante el más fuerte, el que mejor se adapte, el que mejor compita. Buscamos los modos de proporcionar placer al cuerpo como única posibilidad de felicidad, aunque sea efímera y escasa como todo lo relacionado con lo material. Y hacemos sagrado el hecho de «trascender» mediante una familia. Nuestros hijos se convierten en nuestra máxima realización.
Aunque sea lo normal o habitual, es exactamente a esta forma de vida a la que yo llamo vivir en el miedo. No es natural vivir así, si llamamos natural a lo que corresponde a nuestra auténtica naturaleza. Tarde o temprano, nuestra intuición hace que sintamos un profundo vacío. Aquello que verdaderamente anhelamos no puede encontrarse en esta estructura mental.
NUESTROS DISFRACES
El primero de todos los disfraces que el ser humano adopta, es el de «un cuerpo». La piel es nuestro primer disfraz, y como hemos visto hoy día la mayor parte de las personas creen ser este disfraz básico.
Nuestra mente también ha desarrollado otras definiciones de nosotros mismos que se aventuran más allá de nuestra dimensión material. Aunque nos relacionamos y dirigimos con pautas materialistas, los humanos nos consideramos como algo más que materia. Decimos como mínimo «no soy solo un pedazo de carne, tengo sentimientos y pienso». Si bien se suele sostener la creencia de que tanto los pensamientos como los sentimientos surgen del cuerpo, intuitivamente son muy respetados como una cualidad superior que nos hace humanos.
Disfraces mentales
Ser arquitecto, abogado o albañil, ser padre, esposo, novio, estudiante, músico, pertenecer a una tribu urbana o étnica, a un grupo, una ideología, un equipo de futbol, una religión o comunidad, disfrutar de un mismo hobby o ser motero son algunos de los diversos ejemplos de vestiduras de origen mental. Igualmente son formas, solo que de tipo mental. Formas cambiantes que vienen y van, es decir, disfraces, máscaras, roles y papeles que tomamos y representamos en el teatro del mundo. Evidentemente, haciendo un rápido repaso a tu pasado te darás cuenta que cada una de esas formas solo ocupa cierto espacio de tiempo en tu vida. No siempre fuiste padre. Ni esposa. Tampoco fuiste madre en todo momento. Ni arquitecto. Ni socio del club de futbol. Esas formas mentales fueron cambiando con el tiempo, se redefinieron. No eran tu esencia, no eran tu identidad, sino disfraces.
Prácticamente con cada persona con la que nos relacionamos adoptamos distintos disfraces. Dentro de estos disfraces sociales, hay «microdisfraces» expresados en comportamientos relacionados con el concepto que tenemos de una persona o de un grupo con el que puntualmente interactuamos. Es un arte en el que el ser humano está especializado. Somos unos grandísimos actores.
Los disfraces son útiles para experimentar. Son herramientas para expresarnos con las que desarrollamos nuestra conciencia día tras día. Crean escenarios y situaciones que sirven de verdadero entramado vital. Se trata de formas mentales con las que nos identificamos fuertemente en momentos puntuales o durante toda la vida.
Hay ocasiones en las que una persona experimenta un disfraz como una identidad toda la vida excepto en sus últimos minutos. En otras, una situación de cambio drástico, una crisis, un accidente o una depresión facilita el abandono de un disfraz. Por lo general, los disfraces van mutando alrededor del desarrollo de tu personaje o personalidad. Esto es normal y todos pasamos por ello.
Cuando eras un bebe y empezaste a explorar este mundo que no recordabas en absoluto, te encontraste poco a poco con seres a tu alrededor. Probablemente estableciste relación con tus padres. Ellos se comunicaban contigo de mil maneras e insistían en que tenías un nombre y que eras un cuerpo. Eso no tenía mucho que ver con lo que verdaderamente eres, pero aceptaste poco a poco el modelo que se te presentaba. De hecho, no tenías alternativa. Era como si tu memoria ancestral hubiera sido borrada.
Entonces en algún momento te dijeron «eso está mal» y te mostraron cara de pocos amigos. Verdaderamente trastornado por la súbita retirada de afecto, prestaste mucha atención a aquello que estaba mal. También había cosas que fueron apreciadas por aquellos seres, y que eran recompensadas con alabanzas y gestos especiales de cariño. ¡Eras muy importante de repente! Te sentías amado. También era, por tanto, muy importante darse cuenta de lo que estaba bien.
En poco tiempo habías aceptado un modelo básico de lo que está bien y lo que está mal en ti. Tenías una idea de ti, como enseñaba Antonio Blay. Habías aceptado un yo idea. Puede que esa idea sea «yo soy torpe» o «yo soy lento» o bien «yo soy fuerte» o «yo soy bello». Según ibas creciendo, el yo idea se iba formando y desarrollando cada vez más, incorporando matices más sofisticados, enriqueciendo tu armario de disfraces mentales.
Aprendías ideas sobre ti y sobre el mundo. Ideas que contienen y cubren a otras ideas. Intercambiabas ideas al expresarte. Pronto te diste cuenta de que todo el mundo funcionaba así. La gente elabora juicios, los comparte y los intercambia. Te dijiste «Bien, ya estoy integrado y sé lo que soy». Este yo idea genera un yo ideal1, que es el grupo de deseos y objetivos vitales fundamentales que sirven para que te entretengas durante toda tu vida.
El yo ideal se desarrolla y va mutando paralelamente al constante cambio del yo idea. Permanecerás motivado exclusivamente por las diferencias entre el yo idea y el yo ideal, a no ser que profundices en la búsqueda de la verdad. A esta dedicación se la llama habitualmente autorrealización y significa hacerse real, ser quien realmente eres más allá de todas las vestiduras mentales.
Ninguno de tus disfraces es real, ninguno es tu esencia. Todos ellos vienen y van, y finalmente todos desaparecen. Eckhart Tolle2 nos recomienda visitar un cementerio mensualmente como práctica meditativa para darnos cuenta de donde acaban todos los éxitos y fracasos.
En realidad, los disfraces que hemos inventado y adoptado han configurado un mundo mental tan rico y complejo que la mayor parte de nosotros no tenemos control sobre ellos, sino que más bien son ellos, los disfraces personales, los que dirigen nuestra vida interior, como consecuencia nuestro comportamiento y finalmente nuestra relación con el mundo.
Eso que llamamos «realidad de allá afuera» es la gran obra de teatro resultante de la interacción de todos estos disfraces, percibida desde un observador que cree ser un personaje.
Los seres humanos que viven en el temor —casi todos— están presos en un cuerpo y en un sinfín de disfraces mentales sin los cuales creen no ser nada. Tanto es así que perder un disfraz es un motivo de duelo y sufrimiento, es perder «una parte de mí». Es una muerte parcial. Y esto se refleja en