La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
Edad Media el adulterio constituía un crimen exclusivamente femenino, aunque algunos códigos legales penaban también el adulterio masculino en algunas circunstancias[84]. Ya en el Concilio de Elvira, a principios del siglo V, encontramos cánones que regulan esta conducta. Uno de ellos, titulado De foeminis quae usque ad mortem cum alienis viris adulterant, sanciona que a aquellas mujeres que hasta la hora de su muerte cometiesen adulterio con el esposo de otra no se les daría la comunión en toda la vida. Solo se podría recuperar cuando lo abandonase e hiciese una penitencia durante diez años[85]. Este es el patrón que sigue la leyenda de la condesa traidora, puesto que se trata de un pecado que comete ella y, además, lo lleva hasta sus últimos días, cuando García Fernández la mata. Lactancio, que escribió en época cercana al Concilio de Elvira, sostenía en las Divinae Institutiones, tratado en siete libros en los que se exponen los principios de la doctrina cristiana, que Dios dio la pasión a los hombres para propagar la especie. Las pasiones, según Lactancio, no pueden ser extirpadas del hombre, sino que deben ser moderadas, y es por ello que sostenía que si la virtud consistía en contener la pasión corporal, «necesariamente carecerá de virtud quien no tiene pasiones para frenar, y consecuentemente, cuando no hay vicios, no hay lugar para la virtud, como no hay lugar para la victoria cuando no hay adversario alguno» (Div. Inst. VI, 15, 6). Podemos sumar la influencia de los Penitenciales en la formación de la doctrina católica en los siglos altomedievales. No es en modo alguno casual que las ofensas sexuales representasen la categoría de comportamiento que más largamente trataban[86].
No debemos olvidar, también, que la lujuria es uno de los siete pecados capitales y el adulterio, provocado por el descontrol de la pasión sexual, rompe con uno de los diez mandamientos, que dice que no se cometerán actos impuros. Por otro lado, en los textos sagrados se evidencia un futuro negativo para los que se abandonen a la lujuria y terminen yaciendo fuera de la institución del matrimonio[87]. En el pensamiento cristiano medieval esta idea es fundamental y tiene que ver con la noción de redención y la creencia en la vida eterna. Así, en un pasaje de Corintios se pone claramente de manifiesto la idea de salvación y se equipara a los adúlteros con los idólatras, los ladrones o los estafadores: «¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? Y es que ni los fornicadores, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los maldicientes, ni los estafadores heredarán el reino de Dios» (Co 6, 9-10). La Epístola de Santiago parece una premonición de lo que le sucedería a la condesa traidora: «Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios, porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni Él tienta nadie. Sino que cada uno es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte» (Sant 1: 13-15).
Tal como ha puesto de manifiesto Simon Barton, la condesa traidora es juzgada culpable de traición porque, al socavar los cimientos de la autoridad patriarcal tradicional, estaría, en opinión de Barton, no solo mancillando su honor familiar y comunitario, sino también amenazando la propia capacidad de los reinos cristianos de permanecer independientes ante sus enemigos musulmanes[88]. La conducta de la condesa gira en torno a las ideas del adulterio y de la traición política, pero existiría otra traición todavía más inmoral, que sería la religiosa. Mediante la apostasía se renuncia a la religión católica y se niega a Dios, por lo que nos hallaríamos ante una doble traición. Lo que diferenciaría a la condesa traidora de, por ejemplo, la mora Zaida, figura que trataremos a continuación, sería, a juicio de Barton, que esta última, como representante de ese grupo de mujeres musulmanas que supuestamente se convierten al cristianismo y entregan sus cuerpos a nobles cristianos, no suscitaría los mismos recelos precisamente porque sus acciones fueron vistas «as a physical and symbolic acknowledgment of Christian military, religious, and sexual potency»[89].
Una de las más excepcionales muestras de la lujuria nos la presentó el Bosco en el célebre Jardín de las delicias. Naturalmente, no es nuestra intención realizar un análisis iconográfico exhaustivo de esta obra, pero es pertinente su mención, porque guarda una relación directa con el tema que estamos tratando. El panel central, tal vez el más conocido, representa muchas conductas pecaminosas, pero entre ellas destaca la lujuria como tema principal. Allí vemos sin lugar a dudas un mundo que ya ha sucumbido y se ha entregado al pecado, donde conviven gran número de figuras humanas, animales, plantas y frutas, cuyo simbolismo sexual es evidente. Existe una carga erótica enorme, ya que, por ejemplo, se aprecian relaciones heterosexuales, homosexuales o incluso con animales. El Bosco representó muy bien lo efímero de los placeres carnales. Conocemos que el castigo que debían esperar los pecadores lujuriosos o adúlteros era la abstinencia, la muerte o la excomunión que contemplaban la legislación canónica y conciliar o los Evangelios. Pero más allá de esas penas esperaba otra condena, mucho peor, que era el acceso, una vez muertos y al igual que en el panel derecho del tríptico del Bosco, al Infierno.
LA MORA ZAIDA
Suele suceder con personajes como Zaida que la leyenda y la ficción tienden a confundirse. Se trata de figuras sobre las que se han escrito numerosas páginas durante mucho tiempo, pero lo cierto es que, como muchas otras cuestiones que tienen como telón de fondo la Edad Media, adolecen de una parquedad de fuentes que no facilita la labor del historiador, sino que la complica enormemente. Desde los primeros cronistas que la mencionan en torno al siglo XII, el de Zaida será un tema recurrente por las implicaciones que encierra, fundamentalmente el hecho de ser una musulmana que se convierte al cristianismo y llega, siempre según diferentes versiones, a ser la esposa legítima del conquistador de Toledo.
Sería útil, pues, un breve análisis cronístico previo para establecer nítidamente la diferencia que se establece en el siglo XIII, momento a partir del cual tenemos noticia de que Zaida pasaría a convertirse en esposa de Alfonso VI. A continuación revisaremos tres historias generales, puesto que consideramos son lo suficientemente representativas como para ofrecer un panorama general de la figura de Zaida dentro de la historiografía española.
El primer cronista conocido que escribe acerca de los amores de Alfonso VI es Pelayo de Oviedo, quien nos informa sin lugar a dudas en su Chronicon Regum Legionensium de que Zaida, hija de al-Motamid Ben Abbad, rey de Sevilla, fue una de las dos concubinas de Alfonso y que tras convertirse tomó el nombre de Isabel: «Habuit etiam duas concubinas, tamen nobilissimas, priorem Xemenam Munionis, ex qua genuit Geloiram, uxorem comitis Raimundi Tolosani, patris ex ea Adefonsi Iordanis, et Tarasian, uxorem Henrici comitis, patris ex ea Urrace, Geloire et Adefonsi; posteriorem nomine Ceidam, filiam Abenabeth Regis Yspalensis, que babtizata Helisabeth fuit vocata; ex hac genuit Sancium, qui obiit in lite de Ocles»[90].
La Najerense sigue literalmente a Pelayo al reconocer que Alfonso tuvo dos concubinas, «la primera fue Jimena Muñoz (…) La segunda fue Zaida, hija de Abenabeth, rey de Sevilla, quien bautizada fue llamada Isabel, de la que engendraría a Sancho, quien murió en la batalla de Uclés en la era 1146»[91]. Esta versión se vio refrendada en el siglo XIII por Lucas de Tuy en su Chronicon mundi:
Y ouo tanbien dos nobles mancebas, [la primera, Ximena Muñoz,] de la(s) qual(es) engendró a Geloria, muger de Raymundo, conde de Tolosa, y Raymundo engendró de Geloria a Alfonso Ordoñez. Y ouo tanbien el sobredicho rey Alfonso de la dicha Ximena Muñoz vna fija que auia nombre Teresa, muger del conde Enrrique, de la qual engendró Enrrique a Orraca y Geloria y [a] Alfonso, que fue rey de Portugal. Y este rey Alfonso ouo a Sayda por muger, fija de Benabeth, rey de Seuilla, de la qual engendró a Sancho, que murio en la batalla de Vcles[92].
Rodrigo Jiménez de Rada trata de las esposas de Alfonso en dos capítulos diferentes del libro VI de su