El buscador de caracolas. Óscar de los Reyes
en torno a la salida en cada parada, sin ningún tipo de orden, en un calmoso laberinto de baúles y maletas de cartón. Era muy niño, pero lo recuerdo como si lo estuviera viendo en este mismo instante, cuando mi padre se bajaba en cualquier apeadero aún a riesgo de quedarse en él, para rellenar de agua una de aquellas botellas de gaseosa con tapón reversible que nos acompañaba en todos los viajes como un integrante más de la familia. Y ese intenso olor a queso, a naranja recién mondada... mezclado con el ligero aroma del salchichón que lo inundaba todo. Qué niñez tan sencilla y tan feliz...
Casi sin darme cuenta atravesé la plaza y pasé por la cervecería Santa Bárbara, con su aire de transición española, con las mesas de madera y el tablero de mármol, con sus camareros de camisa blanca y pajarita negra y pensé que quizá a la vuelta pasaría por allí a tomar un pincho de tortilla con un vermú. Comencé a caminar sin rumbo fijo, aunque enseguida supe que la mejor opción sería seguir adelante por Hortaleza hasta llegar a la Gran Vía, donde gratamente descubriría la Victoria Alada del edificio Metrópolis. Así lo hice. Hortaleza se mostraba ante mí como un mundo de colores, razas y sabores de lo más diverso. Una Torre de Babel contemporánea. A los pocos metros de abandonarme por ella, entré en un kebabs turco a comprar una empanada de hojaldre con carne picada y cebolla. El cocinero manejaba un largo cuchillo, cortando y macerando la carne en pequeñas lonchas que después depositaba en una barra de acero que giraba sobre sí misma. En el mostrador atendía una hermosa joven, que probablemente fuera su hija, con larga melena recogida sobre la nuca, de cara rechoncha y blancuzca que traducía al cocinero nuestras peticiones, gruñendo malhumorado cada vez que alguien pedía algo fuera del menú, provocando una amplia y amarillenta sonrisa en la muchacha.
Con el hojaldre entre mis manos, humeante, paseaba silencioso mirando perplejo el devenir de aquella calle que permanecía anclada en el pasado: de las ventanas colgaban cordeles atestados de pijamas y calzoncillos, pinzas esparcidas sobre el acerado que nadie recogía, algún gato taimado y sucio husmeando por los contenedores abarrotados de despojos, con un ir y venir de sudamericanos vociferando sobre cualquier asunto, magrebíes seguidos muy de cerca por sus veladas esposas y africanos con raftas desaliñadas y de aspecto rapero. Ya de media altura de la calle en adelante, la jauría humana tornaba de pelaje, comenzaban a verse los primeros locales con banderas del arco iris en sus escaparates o sobre los dinteles de las puertas, símbolo del poder gay que representa aquella zona que confluye en la calle Pelayo para ir a desembocar en la plaza de Chueca, sanctasanctórum del lobby homosexual madrileño. Justo al final de tan dicharachera vía, solía pararme a comprobar las últimas tendencias de una tienda de modas de temática hard sex, tan diferentes a las convencionales que había visto en Goya, Jorge Juan o incluso en Alfonso II, cuyos palacetes bordean el parque del Retiro. El dependiente, un barbilampiño que no aparentaba pasar de los veinte años, se debió acostumbrar a mi furtiva presencia y, si bien alguna vez miraba con risa descarada, con estúpida suficiencia, ahora se limitaba, huidizo, a mirarme de soslayo, creyendo percibir en él una socarrona sonrisa. Finalmente alcancé los últimos edificios y en pocos pasos más fui desbordado por el ondulante tráfico de la Gran Vía, aquella a la que a penas un puñado de nostálgicos trasnochados aún siguen llamando de José Antonio, situada en el Madrid Antiguo, con un ancho de calzada de veinticinco metros, aunque lejos quedan ahora aquellos comienzos en los que fuera pavimentada de madera. Pasear por ella era como circular por cualquier boulevard europeo, con sus anchas aceras, sus enormes carteleras de neón palpitante, sus estrenos de cine y teatro y esas enormes filas donde se espera paciente el turno frente a las taquillas para adquirir las entradas. El edificio de la Telefónica con sus catorce plantas, compite con el edificio Capitol, ya en la plaza de Callao, en coronar desde el cielo aquel reino postrado bajo sus sombras. Los limpiabotas, apostados en las esquinas, agudizan su especial encanto otorgándole un toque romántico y bohemio, convirtiéndose al anochecer en un crisol de culturas que deambulan ansiosos en busca de discotecas de moda donde devorar la noche. Según me contó un simpático vejete que se arrimó viéndome tomar notas de las placas conmemorativas de los distintos edificios, esta hermosa vía se construyó con el objetivo de comunicar el noroeste de la ciudad y el centro, además de descongestionar puntos emblemáticos como la Puerta del Sol y establecer mejores accesos entre Argüelles y el Barrio de Salamanca. Supongo que la idea original sería realmente meritoria, aunque mucho me temo que el problema del tráfico hoy en día no se desaturde ni con varias avenidas como ésta. Antes de continuar caminando me venció la vanidad, lo reconozco. Entré en una librería, con cientos y cientos de volúmenes, una gran superficie de varias plantas que se asemejaba a un supermercado del libro. No vi ninguna de mis novelas en la planta baja por lo que pregunté a una empleada, que solícita me informó que se encontraban en la planta segunda, catalogadas según la temática. Me sorprendió. No hubiera imaginado nunca que las obras pudieran llegar a ser tan variadas. Tomé el ascensor y en unos minutos mi ego se insufló como un globo calentado con éter. Allí las encontré, cada una en un estante diferente. En realidad tardé poco tiempo en regodearme con ellas, pues hasta esa fecha tan sólo había publicado dos, con desigual fortuna, si consideramos el número de ventas. No tardé en salir. Me rondaba la idea de cambiar algo, aunque aún no sabía qué. Decidí posponer mi paseo hasta el final, hasta la plaza de España, tal y como me había propuesto, por lo que me quedaría sin ver, al menos por el momento, el conjunto escultórico dedicado a Cervantes con don Quijote y Sancho Panza ubicados en sus jardines centrales y flanqueados por dos de los edificios más altos del centro: la Torre de Madrid y el edificio España, con más de cien metros de altura respectivamente. Desde luego, eran dignos paladines de tan universales personajes y equiparables, en cualquier caso, a sus ya consabidos molinos de viento convertidos en esta ocasión en gigantes de hormigón y acero, donde las lanzas se tornaban irremediablemente en modernas antenas parabólicas. La brisa matinal soplaba traidora de norte a sur avenida abajo, sin encontrar obstáculos en su avance, favorecida por aquel trazado cuadricular proyectado sobre los planos. Aquella brisa heladora parecía despejar mi mente. Miré hacia arriba hendiendo la multitud y asustado por el largo camino que debía desandar. Cansado como me encontraba no me quedó más remedio que aguantar los vapores de aire caliente que emanaban los respiradores del metro y adentrarme en aquella caverna artificiosa, inyectada de temblores subterráneos. Sin embargo, antes de entrar, el letrero de una de las travesías despertó mi curiosidad: calle Desengaño...
Tres
Putas. En ocasiones tenemos el convencimiento de que ciertos nombres de calles sólo existen gracias a las letras de las canciones o a las series de televisión que las popularizan hasta convertirlas en parte de nosotros. Desengaño es una de ellas, y su existencia, muy a mi pesar, nada tenía que ver con cualquier atisbo melancólico o poético de las series familiares o de un juglar de ciudad. Cuando avancé por ella se me heló el alma. Las luces y estrellas colgadas de las carteleras de la Gran Vía se tornaban aquí en herrumbrosas fachadas, desconchadas y agrietadas, donde aquella marabunta humana acampaba con desdén. En nada se parecía lo que mis atónitos ojos contemplaban aturdidos a la leyenda que circulaba en el argot castizo sobre esta céntrica calle: al parecer situaba una disputa entre dos caballeros principales de la ciudad, allende la noche de los tiempos, por algún agravio que su mancillado honor debiera defender a capa y a espada. Pero el duelo, sin duda por el amor de alguna dama, quedó en nada cuando vieron –dicen– pasar una sombra cubierta por un velo y seguida de un zorro. Llenos de nuevas ilusiones y olvidando su pleito, siguieron a tan enigmática figura para comprobar, desengañados y estupefactos, que no se trataba de ninguna dama de distinguida alcurnia, sino de una momia.
Ese romanticismo que impregna a las leyendas urbanas a veces no difiere demasiado de la realidad. Momias. Al menos eso me parecieron a mí. Todo un carrusel de mujeres apoyadas sobre árboles, farolas o puertas donde se pudieran sujetar. Negras y sudamericanas predominaban sobre las demás, convirtiendo a esta porción de Madrid en poco menos que en una de las sucursales de los lupanares del mundo: Mombasa en África, Bankog en Asia y Río en Sudamérica. Visto así, la globalización se había posado sobre la ruta mundial del sexo.
Deambulé entre los coches mal estacionados, ladeados sobre el acerado, aún temiendo que cualquiera de sus chulos me increpara por mirar tan descaradamente. Me llamó sobremanera la atención sus posturas desinhibidas, sus formas de levantar la pierna con el descaro de una corista, desaliñadas y envejecidas prematuramente. De un portal salió