El buscador de caracolas. Óscar de los Reyes

El buscador de caracolas - Óscar de los Reyes


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como a trastes viejos en las cunetas. Nadie se paraba a socorrer a nadie, apenas si tenían fuerzas para mantenerse en pie.

      Andábamos asidos a las enaguas de mi madre, asustados y cansados, el hambre nos hacía llorar de dolor y tan sólo su angustiada habilidad, que de vez en cuando nos proporcionaba algunas bellotas y raíces comestibles, mitigaba nuestro desconsuelo.

      Siempre habíamos sido muy pobres. Mis hermanos y yo ayudábamos en todo cuanto podíamos: recogiendo leña, acarreando cubos de agua, rebuscando aceitunas por los olivares, mendigando de acá para allá... claro, que los demás no estaban mucho mejor. Mi padre, un honrado jornalero, se mataba a trabajar en los campos hasta llegar con las manos abiertas de llagas que mi madre enjuagaba con vinagre para desinfectarlas. El pobre hombre reprimía el intenso dolor para que sus hijos no se asustasen. Y con las manos vendadas volvía al día siguiente en busca de un jornal con el que proporcionarnos algo de comer.

      –Tuvo que ser muy duro –interrumpí.

      –Ya lo creo, demasiado, tantos sacrificios para nada, para que muchos murieran de cualquier calentura fruto de la hambruna y de las calamitosas condiciones de vida. Terrible, fue terrible.

      Y mientras mi padre se iba dejando la vida bajo el sol y la lluvia de cualquier dehesa, mi madre restregaba sus laceradas rodillas por los suelos de cualquier casa, cuando la avisaban para fregar, a cambio de unas míseras cucharadas de aceite o de azúcar. Esa era toda su paga.

      Dormíamos, mis hermanos y yo, en jergones de lana roída, que con el paso de los días mi padre iba mezclando con paja sustraída, por supuesto sin ser visto –sonrió–, de las fincas en las que le empleaban por temporadas. Esas eran las mejores épocas, cuando lo llamaban para la esquila o la siega, ya que de vez en cuando y con la habilidad que otorga el instinto de supervivencia, nos traía envuelto cuidadosamente en su desgastada gorra de pana, algún huevo fresco que encontraba entre los juncos, donde anidaban patos silvestres y alguna que otra gallina clueca. Además, de camino a casa, cuando el sol desaparecía por el horizonte y la noche tragaba a hombres y animales por igual, intentaba recordar la ubicación de plantas cuyos frutos constituían una importante base para nuestra alimentación, cardos y espárragos e incluso caracoles era lo más habitual. Con todo ello mi madre preparaba sopas con las que poder comer caliente durante varios días. Al menos conseguíamos matar el hambre. Del mismo modo, recuerdo cómo sazonaba estos brebajes con una pizca de sal y de aceite, que había guardado como si de un verdadero tesoro se tratase. Y sin duda que lo era: nuestras propias vidas dependían en mucho de aquellos minúsculos frascos. Esas pocas cucharadas con las que le pagaban a modo de único jornal, suponían un botín al que mi madre no estaba dispuesta a renunciar por muy doloridas que tuviera sus articulaciones a fuerza de fregar restregando el trapo sobre la piedra. Nunca supe de dónde sacaba tiempo incluso para cocer pucheros de café con los que agradecer a los vecinos los cuidados que nos prestaban en su forzada ausencia. Un café amargo y pastoso, preparado con el polvo molido de las bellotas que conseguíamos atrapar saltándonos las alambradas, cuyas espinas se cobraban con creces nuestro atrevimiento.

      –Sin lugar a dudas toda una aventura –acerté a decir, en un respiro que se tomó para saborear un oporto con el que me agasajó para la ocasión.

      –Desde luego, ¿cómo cambia la vida, verdad? –me preguntó mientras bamboleaba al trasluz su copa.

      –Afortunadamente para mejor –le contesté con una amplia sonrisa.

      –Afortunadamente... –susurró melancólico.

      La tarde tocaba a su fin, la luz crepuscular brillaba sobre las frondosas copas de los árboles de las Siete Colinas. Una áurea especial parecía embrujar a Lisboa en aquel atardecer.

      Entretanto, me acomodaba en un sillón de ancha espalda, al mismo tiempo que Marcial permanecía sentado sobre una desvencijada silla de eneas que crujía al menor movimiento. Nunca se casó ni tuvo hijos, aunque aquel octogenario hombre, de amable rostro y pelo plateado era cariñosamente cuidado por Nuna, una de sus sobrinas, quien años atrás se había trasladado a la ciudad para cuidarlo. Su aspecto, más joven en apariencia, resultaba saludable. Ojos negros, de mirada penetrante, sobresalían en un rostro redondeado y sonrojado, donde sólo unas pocas arrugas reflejaban el paso del tiempo. Con una chaqueta de color chocolate y un chaleco granate a juego con los zapatos, aparentaba un elegante toque de distinción muy alejado de la desdeñada imagen relatada.

      –¿Sabes qué es lo que más me impresionó de aquella época?

      No le dije nada, esperando una respuesta que no llegaba.

      –No, ni me lo imagino –respondí para mantener el hilo de la conversación.

      –Los ataúdes de madera que a diario desfilaban por las calles del pueblo, de manera inmisericorde, cada día a la misma hora.

      –Qué visión más macabra para un niño.

      –Unos ataúdes de maderas sencillas... sin inscripciones, sin tallas, sin nada. Nada. Hasta en eso nos diferenciábamos.

      Los pobres, sólo podíamos tener acceso a esos ataúdes entregados por el Auxilio Social, cuyas enmohecidas bisagras chirriaban inconsolables. Recuerdo también la imagen de un joven sacerdote, cuyos pasos se perdían entre los pliegues de su sotana, bendiciendo a los presentes con un sudado breviario entre sus blancas manos.

      –¿Te gusta el bacalao? –nos interrumpió Nuna con un castellano más fluido si cabe que el mío propio.

      –Por supuesto, aquí es poco menos que un plato nacional, ¿verdad?

      No me contestó. Se limitó a sonreírme mientras perdía su rastro por el pasillo. Detuve la grabadora. Marcial se había asomado a la terraza y se entretenía quitando unos hierbajos de sus macetas de morados geranios.

      –Entremos, aquí hace frío –dijo en tono condescendiente. Volvamos.

      Asentí con la cabeza. Tan sólo llevaba puesto una camisa a juego con la rebeca que, meses antes, alguien me había regalado por mi cumpleaños.

      –¿Qué te estaba contando? –me preguntó despistado.

      Miré el cuadernillo y buceé entre mis notas. Fingiendo interés le hablé de su pueblo y del joven cura que administraba la justicia divina. Hasta ese instante, su relato, aunque pudiera resultar interesante desde un punto de vista antropológico, no significaba nada nuevo. Cualquier persona de su época podría contarme el mismo rosario de calamidades que él me narraba, aún así opté por no decirle nada, sabía muy bien que en ocasiones las mejores historias hay que dejarlas fluir. Encendí la grabadora, por fortuna disponía de varias cintas vírgenes y de un puñado de pilas recargables en mi mochila. Acerté. Valdría la pena esperar.

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