El buscador de caracolas. Óscar de los Reyes

El buscador de caracolas - Óscar de los Reyes


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en un local que desde afuera presentaba un aspecto esnob, con jóvenes que vestían trajes de lino italiano o ropas de sport cuyas marcas eran mostradas sin pudor como si de una vulgar subasta se tratara. Manuela, creo recordar que se llamaba aquel garito en cuestión, con máquinas tragaperras estratégicamente situadas abrigando los costados para aprovechar los espacios y un billar al final del local, junto a los lavabos. Sólo servían cócteles por lo que pedí un combinado mezcla de papaya y aguacate que me supo a gloria. Llevaba unas gotas de vodka que aligeró el cansancio que aún me perseguía. Saqué mi cuadernillo y tomé apuntes sin parar. Incluso me entretuve dibujando esbozos en blanco y negro de los rincones recorridos y algún retrato de sujetos singulares, exagerando sus rasgos más apreciables. Pasado el tiempo abandoné el local, envuelto en un olor a tabaco furtivo que deshacía los débiles aromas de las frutas y azúcares glaseados del local que ya no me resultaban frescos ni aromáticos. Casi a mitad de la calle, sin esperarlo, vi la fachada fortificada de un pub del que supe de su existencia al anunciarse en Internet, esa gran alcahueta de nuestros días a quien todos rendimos pleitesía. No hube reparado muy bien en su descripción, sólo recordaba el nombre, Copper, por semejarse a aquel famoso actor norteamericano y porque aparecía como un bar nudista. Mi expectación se desbordó, por no decir la morbosidad. Estaba acostumbrado a visitar playas naturistas, aunque hacerlo sobre el asfalto y en otoño me pareció divertido, al menos sería una sensación distinta de lo habitual y yo ansiaba emociones nuevas. Veinticuatro minutos permanecí allí, el tiempo exacto que tardé en desnudarme, tomar una cerveza por la que me clavaron cerca de veinte euros y comprobar que la temática era única y exclusivamente gay, tremendamente aburrido, con tipos barbudos y barrigones al lado de jóvenes fibrosos y atléticos que paseaban sus cuerpos como si de Adonis urbanos se trataran, sin el menor recato ante roces o miradas lascivas. El huidizo muchacho que abría la puerta, tras llamar previamente a un timbre, recibía a los clientes intentándose tapar con una cortina ante las miradas, a caso libidinosas, de algunos viandantes. Salí igual que entré, silencioso como un felino. Anduve unos metros hasta llegar al final. Más negros, más pijos, más policía... Tentado de seguir perdido por aquellas calles, resolví finalmente adentrarme en el suburbano. Para entonces un aguacero descargaba furiosas gotas intentando barrer, sin pedir permiso, la suciedad de aquella cloaca. El mestizaje desapareció disuelto como un azucarillo. Las zanjas se atragantaron de cristales y escombros. La lluvia siempre tan inoportuna...

      Atendí la sugerencia de Martxel, mi cada vez más desesperado editor, y con lo puesto me dirigí hacia la estación de autobuses de Méndez Álvaro para abandonar la ciudad.

      Durante algún tiempo utilicé pasajes que la editorial me proporcionaba para acudir a exposiciones y conferencias y viajé más que nunca. Así me paseé por el malecón de Murcia, me dejé atrapar por la noche portuense de Tarragona, embarqué en un crucero Sevilla-Cádiz, visité a Picasso en su museo malagueño, comí unas pochas en la toledana plaza de Zocodover, me bañé en las arenas volcánicas de Lanzarote y fantaseé junto a los mimos que sembraban las ramblas barcelonesas, antes incluso, de deleitarme en los amaneceres granadinos con sabor a azahar.

      Pensé incluso en salir del país. Con ese propósito pude hacerme con un billete para Hendaya, con motivo de acudir a un congreso de ciencias ocultas y literatura fantástica. Martxel no creyó nada de cuanto le dije, aún así, firmó un cheque autorizando mi viaje con una severa advertencia en su rostro según me contó María.

      Unos cuantos días después, me encontraba en la sala de esperas de la estación de Chamartín, embelesándome con los coloridos paneles que anunciaban las idas y venidas de los diferentes trenes. Al cabo de un rato ocupé mi plaza en un intercity, rodeado de ensortijadas señoronas que planeaban un caprichoso viaje a Valladolid, aprovechando la ausencia de sus maridos. Por fortuna, nada más arrancar la locomotora se proyectó una película, por lo que me hundí en el asiento intentando aislarme con el taponamiento que los sonoros auriculares producía en mis oídos.

      Mientras oteaba el horizonte, iba escuchando a Meryl Streep cómo, en su papel de psiquiatra, aconsejaba a Uma Thurman acerca de una relación amorosa, quedándome dormido de inmediato. El traqueteo me mecía con una placidez que mi cuerpo agradecía, aunque desperté a tiempo de contemplar a través de los cristales de mi ventanilla las inmejorables vistas que ofrecía, en lontananza, las murallas de Ávila, recubiertas por un cúmulo de pétreas nubes compitiendo en ordenada gallardía. Aquel viaje me sorprendió por inesperado. Unos kilómetros más adelante, sin apearme de mi virtual atalaya, almorzaba contemplando la catedral de Burgos. En una primera panorámica sus torres, en forma de agujas que pretendieran desinflar el cielo, parecían querer sobresalir por entre los puñados de bloques de hormigón que las ahogaban con sus bidones de cemento, para posteriormente y ya alejándonos de la ciudad, mostrarse ante el viajero firmes y soberbias.

      Tampoco me olvido de la grata impresión que me sobresaltó cuando vislumbré el castillo de la Mota, en Medina del Campo, enhiesto y castellano, ni de las cumbres nevadas ni de los verdes páramos antes de llegar a Vitoria. No sé qué me ocurrió, ni siquiera sabría explicar qué me impulsó a aquello, lo que sí puedo decir es que en cuestión de minutos deseché la idea de salir del país, cogí mi cazadora y mi bolso y me apeé del tren. Sólo, y quizás algo desorientado por mi repentina decisión, me hallaba paralizado en aquella coqueta estación alavesa.

      Vitoria, la bella Vitoria. Abandoné la estación para adentrarme en la calle Eduardo Dato, de la que días después comprendí que se trataba de una de las arterias principales de la ciudad. Me alojé en un hotel de dos estrellas del mismo nombre de la vía en la que se ubicaba, muy acogedor, aunque algo incómodo al no disponer de ascensor y demasiado ornamentado para mi gusto, aún así, me sentí muy confortado en mi soleada estancia. No me arrepentí, durante unos días disfruté paseando por el casco viejo, crucé bajo la hilera de álamos que cubre, con el espesor de sus ramas, el llamado paseo de la Senda hasta llegar a la exquisita zona residencial orlada de casonas y palacetes como el que acoge el Museo de Bellas Artes y el de la Casa de las Jaquecas.

      Durante semanas no hice otra cosa que viajar descubriendo ciudades ocultas hasta ese instante para mí. Devoraba libros de viajes, aún así, a pesar de todo siempre regresaba a Madrid. Mi intención ante cualquier viaje era volver. Siempre volvía. Aquella urbe, devoradora de hombres, me había atrapado bajo su embaucador manto sin yo darme cuenta. Me sedujo y aquello, lejos de espantarme, me complacía.

      Esa misma noche, acomodado entre los pliegues de las sábanas, decidí marcharme para encontrarme a mí mismo. Bilbao, Madrid... pensé que mi vida se estaba convirtiendo en una vertiginosa huída tal vez hacia ninguna parte. Desde luego, habría de contárselo a María, ya que necesitaría que ella me cubriera durante algún tiempo, lo justo para asentarme allí donde fuera y disipar mis dudas.

      Abandonado en estos pensamientos, dormí plácidamente arrullado por la madrugada.

      –Fue horrible. Tuvo que serlo.

      Aún no había introducido la cinta en la grabadora cuando comenzó a relatarme lo que para él fue, durante mucho tiempo, un secreto ahogado en su corazón. No dije nada, le miré con gratitud y con un gesto liviano le indiqué que todo estaba a punto. El silencio, roto sólo por un reloj de pared que marcaba los cuartos, parecía sumirlo en una profunda tristeza.

      –Y aquella radio –continuó– a la que mi madre miraba con ojos espantados, sollozando, como si se tratase del mismísimo diablo...

      Hizo una pausa. Miró hacia el techo, del que colgaba una amarillenta lámpara de araña, intentando enjugar unas lágrimas furtivas.

      –Cautivo y desarmado... Después de tantos años como han pasado, aquel puñado de palabras, que entonces no entendía, se grabaron en mi memoria para siempre. Algunas veces se las oía decir a mi madre en sueños.

      –Ha pasado mucho tiempo desde entonces –le dije intentando animarlo.

      –Sí, mucho. Pero lo recuerdo como el primer día. Cruzamos la frontera descalzos y sin haber comido


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