El buscador de caracolas. Óscar de los Reyes

El buscador de caracolas - Óscar de los Reyes


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nada y chocando con el quicio de la puerta en el que se encontraba una dominicana con medias de color malva que contestó al golpe con una extensa serie de imprecaciones desatadas. Dentro de un vehículo con matrícula argelina esperaba, pacientemente, uno de aquellos proxenetas que velaban sus miradas con gafas negras, escondiendo su rugoso rostro de pálido limón de las miradas de la gente. Sujetos rechonchos, sudorosos o con papada de badajo amorfo merodeaban por las aceras comprobando la mercancía, sin decidirse por nada en concreto. A mi paso, una de aquellas prostitutas trató con dificultad de sonreír, a lo que respondí con una mueca teatral de desinterés que no debió captar, ya que por unos segundos vi resplandecer sus vidriosos ojos, convencida de atraer a un nuevo cliente.

      La luz azafranada del sol, indolente, parecía cubrir con irreal maquillaje las marchitadas mejillas de aquellas desgraciadas sin lograr conseguirlo. Un heroinómano, acurrucado en el vano de una puerta, se preparaba para inyectarse un caballo mortal con el que cabalgar hacia el infinito, como aquellos jinetes del Apocalipsis. No pude evitar recordar el tema que popularizara Antonio Flores hablando de Madrid, de sus fugitivos, de dejarse la vida en los rincones, de princesas, psiquiatras y ambulancias, de jeringuilla en el lavabo... En nada se parecían estas almas errantes a las hetarias, las antiguas prostitutas de la Grecia clásica, mujeres con acceso a la cultura, al saber y que eran apreciadas y consideradas socialmente.

      Con el tiempo también anduve, cauto y precavido, merodeando por la Casa de Campo, Ballesta y aledaños, repleta de la misma miseria humana. Contrariamente a cuanto sucedía en otras zonas, me sorprendió ver que la calle Montera despertaba al alba tomada por la policía, probablemente por su proximidad con Sol, donde se encuentra la Presidencia de la Comunidad de Madrid. Llama la atención que durante el día pueda llegar a haber mayor número de policías que de putas, aunque por la noche el efecto sea el contrario. Sin duda, muchas de ellas ahuyentadas por la policía o por la falta de clientes matinales, se mezclarán con las decenas de extranjeros que aguardan colas interminables en la calle Luisa Fernanda, a las puertas de la delegación del Ministerio de Trabajo, en un intento baldío de regularizar su situación.

      En muchas de estas calles, se confunden los tenderetes multicolores de sábanas y toallas, con las pancartas que denuncian el ejercicio de tan vieja profesión. No pude aguantar más. Salí cabizbajo. Desengaño quedó tras de mí sin ánimos de mirar atrás, no deseando mantener por más tiempo en la retina aquellas petrificadas estatuas de carne, amasijo de sinsabores.

      Horas después me recluía en el apartamento frente a unas amotinadas hojas en blanco con la intención de atravesarlas con mi pluma, como lo hiciera san Jorge con el dragón. Ese puñado de folios en blanco suponían una larga travesía, un viaje probablemente sin retorno, fascinante y seductor por desconocido.

      Observé a través de los cristales cómo una fina llovizna invadía el horizonte. Me aferré a la vieja taza de infusiones. Ardía. Un poleo humeante regado con miel me aletargaba sin yo hacer nada por impedirlo. No quise volar. Exhausto, me quedé dormido.

      Mantón de Manila, pañuelo de cabeza, falda de percal, botines de tacón, claveles en el pelo, un organillo... no sé muy bien qué es lo que esperaba encontrar al adentrarme por la plaza de la Paja, a través de la puerta del Moro. Cuando me levanté esta mañana desayuné con calma intentando organizar mentalmente las ideas. Exploraría aquel vasto territorio del Madrid castizo, en el antiguo barrio medieval, formado por angostas callejuelas, muchas con pronunciadas cuestas en las que en ocasiones las casas albergan antiguas corralas que formaban parte del barrio árabe.

      Me dije a mí mismo que en aquellos barrios castizos, de chotis y de verbenas, que forman La Latina y Lavapiés, aflorarían cientos de historias que contar, tan sólo debía permanecer atento, observar el más insignificante de los detalles, ser minucioso y cauto, como un depredador acechando sigiloso a su presa.

      Decidido, anduve merodeando por tan populoso barrio, admirando el estilo mudéjar de la iglesia de San Pedro y recorriendo el recinto de la basílica de San Francisco El Grande mientras observaba divertido a unos alborotados niños que se amontonaban alrededor de un repartidor de horchatas. Ansiaba imbuirme del ambiente dicharachero de sus calles y plazuelas, de sus gestos, de su vocabulario tan peculiar... anotándolo todo detalladamente. Mezcla de razas y nacionalidades, al lado de un locutorio árabe convivía una tienda china de regalos, en frente una panadería regentada por peruanos y pocos pasos más allá un grupo de ecuatorianos almorzaban en el solar de un edificio recién derruido. Este amasijo étnico daba lugar a que cohabitasen en el mismo edificio, en sus parques, en sus calles... musulmanas con enormes velos escondiendo sus rostros junto a desenfadadas sudamericanas mostrando con desparpajo sus orondas caderas y sus ombligos claveteados por piercings, en un crisol de culturas sorprendente por irrepetible. Deambulé durante horas recorriendo la calle del Almendro, entreteniéndome en el mercado de la plaza de la Cebada o paseando por delante de famosos restaurantes y cuevas madrileñas, hasta que dejando atrás la calle de Cuchilleros llegué al Rastro, en la Ribera de Curtidores. Era el día propicio, domingo, para escudriñar la multitud congregada, abigarrada y chabacana en algunos casos, curiosa y ausente en otras. Un cierto aire melancólico me embargó cuando contemplé a los pintores y caricaturistas desgranando su arte, rememorando mis paseos por las calles parisinas, con sus fuentes y terrazas cuajadas de turistas, con aquellos pintores atrapando el tiempo con sus acuarelas. Y por encima de todos los parroquianos, con mirada perdida y desafiante, se alzaba el monumento a Eloy Gonzalo, el popular Cascorro, héroe de la guerra de Cuba, con su fusil máuser al hombro, paso firme y decidido, desafiando al viento y mostrándose más enérgico que cualquiera de los que bajo sus pies pasábamos, ajenos a su figura.

      Iba tomando nota de todo cuanto veía, olía o tocaba, dispuesto a atrapar esa idea que motivara mis sentidos. Tuve hambre. El apetito se despertaba más feroz que la mente. Decidí seguir caminando hacia el este. Me habían comentado de una taberna de exquisitas tapas en la plaza de Jesús, junto al metro de Sevilla y muy cerca de la plaza de Neptuno. Anduve perdido durante un rato hasta que finalmente conseguí hallarla, aunque fue muy difícil poder adentrarme en aquel mar de canapés de boquerones en vinagre, jamón de pato o raciones de anchoas. La Taberna de la Dolores sorprende a los visitantes antes de entrar, por el inconfundible mosaico de su centenaria fachada. Ya en el interior pude hacerme con un pequeño hueco en un rincón de su larga barra de mármol, revestida en parte de madera. Una caña de cerveza aligeró mi cuerpo, sofocado tras la caminata.

      Desperté cansino tras la siesta. Las cañas ingeridas horas antes actuaron como un improvisado narcótico. Bostecé. Miré hacia abajo y pude diferenciar al vendedor de cupones en la esquina del café Berlín, inmutable, con su gabardina ocre y su pintoresco sombrero color perla. La brisa, que arreciaba a estas horas de la tarde, volteaba sobre su pecho los boletos cosidos con imperdibles. Me desperecé lentamente camino del baño. Al desnudarme frente al espejo observé un atisbo de blandengues lorzas por lo que juzgué llegado el momento de aplicarme con mis ejercicios vespertinos, aunque como en tantas otras veces, dejé la idea para mejor ocasión.

      Minutos después, tras una suculenta merienda, salí escaleras abajo con ánimo de quemar calorías y seguir pateando Madrid en busca de mis personajes. Me encaminé por la calle Fuencarral hasta llegar a San Vicente Ferrer, una vía larga y estrecha con ligera pendiente cuesta abajo, en pleno barrio de Malasaña. En el metro Tribunal, justo al lado de un vetusto edificio que sirvió de sede al Tribunal de Cuentas, vagabundeaba entre la multitud de inmigrantes y las decenas de jóvenes con litronas que circulaban en todas las direcciones. Resultaba contradictoria la sospecha de miseria, más propia de los arrabales, con el despampanante edificio de apartamentos de cinco estrellas que hacía esquina en aquel cruce. Me adentré por San Vicente sin que me sorprendiese nada de lo que veía: más inmigrantes, suciedad en las aceras, agrietadas paredes, ropas tendidas, pestilencia... si bien debo mencionar que transitaban muchos policías por la zona, llamándome poderosamente la atención el que patrullasen en grupos de siete u ocho agentes, cuanto menos, lo que daba una idea de la peligrosidad del lugar. No hacía mucho había leído en un periódico que en la plaza del Dos de Mayo, adyacente a ésta, hubo violentos disturbios protagonizados por jóvenes acampados con el botellón, mezclándose en plena algarabía con


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