La urgencia de ser santos. José Rivera Ramírez

La urgencia de ser santos - José Rivera Ramírez


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nuestra justicia no es de otra manera, que la supera, ni siquiera se puede entrar en el reino de los cielos, no sólo que no se llega a la perfección. Ahora, está bastante claro que todo nos llama no sólo a un modo de ser distinto, la santidad, sino que nos lleva a la perfección, puesto que nos dice que seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto. Y luego, todo ello se presenta en una lucha contra Satanás. Jesucristo empieza con las tentaciones, en las que aparece directamente el diablo, y sigue expulsando demonios, y no sólo haciéndolo él, sino dando potestad a los apóstoles para que expulsen demonios también.

      Llamados a ser santos ya

      Nosotros estamos llamados a ser santos, pero estamos llamados a ser santos ya, de una manera inmediata. Porque estamos llamados como los apóstoles, pero, como los apóstoles después de la ascensión, estamos enviados ya, estamos en esa situación. El decir “sígueme” es situar la llamada a la santidad como apóstoles de Cristo. No vendría mal recordar la historia de esta llamada. Recordar la llamada a la santidad como ministros de Cristo, como sacerdotes, quiere decir, tener en cuenta, por ejemplo, lo de san Pablo: que nos ha elegido desde toda la eternidad, antes de la constitución del mundo; que estamos llamados de la manera más real en la generación del Verbo –y esto es antes de la constitución del mundo– y después de la constitución del mundo. En la generación del Verbo, en la concepción de Cristo, en el nacimiento de Cristo, en el bautismo de Cristo, en la muerte y resurrección de Cristo y luego en nuestra concepción, en nuestro bautismo, en nuestra confirmación y en el sacramento del orden.

      No estaría mal que recordarais la historia de la llamada: meditar, contemplar un poco cómo llama a los apóstoles, no sólo en san Mateo, sino en los demás evangelistas, cómo los elige. Pensar en nuestra semejanza o identificación, por una parte, con los apóstoles en general, por otra parte, con la historia de san Pedro y ojalá acabemos así... (No como papas, pues tendría que haber una mortandad papal muy grande para que llegáramos todos a papas y un gasto muy grande con tantos cónclaves..., claro que así los periodistas dirían menos suciedades una temporada). También la historia de Judas. En la lista de los apóstoles aparece Judas diciendo “que fue el que lo traicionó”; pensad que podían haber puesto nuestro nombre porque en la historia de nuestra vida ha habido ya muchas traiciones y –vamos– al pie de la letra. ¿Que no hemos entregado a Cristo materialmente? Entre otras cosas, porque no hemos tenido ocasión, si no ya lo hubiéramos visto. Pero el pecado, en resumidas cuentas, más o menos es ese. Y si no hemos hecho nunca un pecado mortal será porque Dios no lo ha permitido.

      La historia de mi llamada

      Después id recordando la historia de la llamada. No para hacer una meditación de pecados, sino para hacer una historia del amor de Dios. Viendo la elección de Dios, desde toda la eternidad, en primer lugar, para que naciéramos, pues se mueren muchos fetos sin culpa de nadie, muchísimos niños que no llegan a colmo. Después, desde el uso de razón, ir viendo un poco la historia del amor de Jesucristo y pensar que el amor de Jesucristo os ha ido manteniendo y desarrollando precisamente porque os llamaba para ser apóstoles. Y aunque no lleguéis a ser obispos..., el simple hecho de ser presbítero es una participación eminente en esta misión, de modo que podemos aplicarnos tranquilamente la llamada de Jesucristo “ven y sígueme”. Y ver un poco lo que hay de respuesta nuestra –no lo que hay de no respuesta, eso vendría después– porque la respuesta nuestra es consecuencia absoluta a la llamada, es la gracia eficaz sin más explicaciones. La llamada de Jesucristo es de tal fuerza que nos ha ido desarrollando en su seguimiento. Con todos los defectos que sean, pero de hecho lo estamos siguiendo.

      ¿Y yo me doy mucha cuenta de esta elección? ¿Soy consciente siempre? ¿me siento siempre elegido? ¿Me siento llamado a ser santo siendo sacerdote? ¿siendo ministro de Jesucristo? Recoged las escenas en las que Cristo habla especialmente a los apóstoles (“a vosotros se os ha dado a conocer los misterios del reino”, pero se han dado a conocer para que los prediquéis...). Esta experiencia de consagrados, que no la tenemos más que nosotros; objetivamente no hay un momento de más intimidad con Jesucristo que cuando decimos “esto es mi cuerpo”. La eficacia de la consagración será convertir el pan y el vino en Cristo, pero eso se hace para algo, por consiguiente, la eficacia de la Eucaristía es también convertirnos a nosotros; no está fuera del sacramento; otra cosa es que eso pueda fallar porque nosotros no [tenemos las disposiciones necesarias]... sin que el sacramento deje sustancialmente de ser válido. Hace poco leía una carta pastoral de Martini a sus curas y les decía esto: cuando consagréis tened en cuenta que estamos consagrando también el cuerpo místico futuro; simplemente que todos los sacramentos son signos de tres realidades: de lo pasado, de lo presente y de lo futuro. Lo pasado es todo el sacrificio de Jesucristo, lo presente es el cuerpo de Cristo en cuanto que se sacrifica y está sacrificado y lo futuro es el cuerpo místico: toda la resurrección de la carne depende de la Misa.

      Llamada a la intimidad con Cristo y a dar fruto

      Démonos cuenta de la intimidad a la que nos llama Jesucristo. Muy principalmente que la llamada de Cristo es una llamada a su intimidad, a seguirle. Pero podemos hacer una cosa que Cristo mismo admite que puede pasar: habla de que el que conculque los mandamientos más pequeños será el más pequeño en el reino de los cielos; parece que entrará en el reino de los cielos también, pero será el menor. Será el menor también en fruto; es decir, que nuestra fructuosidad está en proporción a nuestra santificación personal y que en el sacramento del orden se nos confiere el Espíritu Santo no sólo para que produzca un carácter sacramental, que nos capacita para hacer ciertas cosas, sino la gracia, es decir, la certeza de la actividad santificante del Espíritu Santo en nosotros, en este nuevo modo de ser ministerial, para que podamos hacerlo bien, por tanto, para que podamos hacerlo fructuosamente.

      Y aquí, además de la gratitud y la complacencia, pensad que nuestra santificación, la nuestra ya precisamente, se hace en la tierra en una intimidad con Jesucristo que ciertamente es mayor que la de los demás. Tenemos las experiencias más altas del amor de Jesucristo, porque donde se hace más presente, según el magisterio, Cristo sacerdote, con su actividad redentora, es en la actividad litúrgica y somos nosotros los que la tenemos que realizar, casi en su totalidad, y también los que hacemos que los demás la puedan hacer (nosotros somos los que consagramos, los que absolvemos), y en fin todos los sacramentos que administramos, menos el del orden –si es que no nos delega algún obispo...–. Esta intimidad es una cosa psicológica, personal, estamos llamados a tener esta intimidad interior; si no la tenemos, sencillamente no damos fruto. Darnos cuenta, pues, de nuestra responsabilidad, de esta necesidad de santidad.

      Santidad y discernimiento

      He estado releyendo la vida del beato Ezequiel Moreno, obispo de Pasto, agustino, en Colombia, lo canonizarán, pues resulta muy ejemplar. No voy a meterme con él, pero hay una cosa que se ve en la vida de los santos y son ciertas equivocaciones, cierto influjo –digamos– mundano, que no hay que achacar a culpa, sino que Dios no les iluminaría bastante; quiero decir que [Ezequiel Moreno] tiene una actitud tremendamente integrista en sentido político, porque esa fue la formación que le dieron y no veía más. [Quiero indicar con esto] la capacidad de discernimiento que hemos que tener –los apegos nos dice san Juan de la Cruz que oscurecen, oscurecen para discernir–; nosotros en cada caso no podemos hacer más que según lo que vemos. Entonces tenemos la impresión –y lo malo es que es verdad– de que obramos con buena voluntad, pero eso no quiere decir que obremos bien; eso quiere decir que no haremos daño positivo, el Espíritu Santo no permitirá que hagamos algo positivamente mal, pero el Espíritu Santo sí que permite que el santo no vea más allá. No le ilumina, sencillamente. Estamos en un misterio. Y entra el temor de que, como todavía no hemos llegado a la santidad –estamos todavía bastante bien de salud...–, tengamos que llegar a ella recibiendo mucho perdón de Dios de las oscuridades que tenemos ahora. Pero mientras tanto podemos hacer multitud de disparates; y son tanto más peligrosos cuanto que no caemos en la cuenta de que los hacemos. Hay tanto más riesgo de que caigamos en ese peligro cuanto el ambiente está con un confusionismo impresionante. No voy a poner ejemplos porque no hace falta. ¡La falta de discernimiento que hay¡ Personas que no parecen de especial mala voluntad ¿cómo pueden no ver en la Iglesia el signo de Jesucristo?

      Un polaco, a quien acaban de dar el premio nobel, no tiene mala voluntad


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