Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
y gente del espectáculo en México fueran participantes de esos foros, porque eran los mismos que lo habían rechazado, criticado y destruido. En esos momentos me causaba más odio que nada. Los odiaba. A todos. Quizá a unos más que otros. A partir de ese momento, todos eran pendejos para mí hasta que demostraran lo contrario.
Recibía cientos de mensajes de amigos olvidados preguntando que cómo estaba, que, si les concedía una entrevista, ofreciendo dinero por una exclusiva, algunos anónimos insistiendo en que ellos sabían quién había matado a Erik —esos los pasaba a la policía, ninguno resultaba ser real—, incluso un director me ofreció muchos dólares por contarle la verdad sobre nuestro matrimonio para hacer un docuficción de la vida y muerte de Erik, tipo La Ley y el Orden. Hasta me ofrecieron actuar en él. No podía más con eso. Cerré mis cuentas para siempre de Facebook, twitter, Instagram y demás. Las de Erik seguían abiertas porque por más que traté, no sabía su contraseña. De vez en cuando me martirizaba entrando a su muro para leer los comentarios imbéciles de su público. Sobre todo del femenino y de sus compañeros actores. Esos eran los peores. Hasta en esos momentos querían tener la atención sobre ellos, así que eran innumerable los que se lamentaban en sus cuentas por la muerte de Erik o que exigían justicia, recordando los bellos momentos junto a él. Aunque hubiese sido de pasada, un «hola» y «adiós», o un choque de manos por casualidad. Resultaba que todos eran grandes amigos de Erik, todos sabían o inventaban anécdotas sobre él y su público les daba voz y voto en la muerte de mi marido. Todos salían ganando con un asesinato en Chicago.
Hasta entonces, aún no podía averiguar qué fue de él en sus últimos dos días. Antes de su muerte, estuvo filmando hasta el 29 de diciembre una película en el Cementerio Bachelor’s Grove. Lo recuerdo muy bien, fue antes de la pelea. Esa mañana la pasamos planeando dónde pasar el 31. Yo no quería hacer nada. En mi interior deseaba estar con Benedict y quizá tener chance de escaparme para verlo. Discutimos. Lo acompañé al set. Hacía un frío de la chingada. Me quedé en un café al lado, perdiendo el tiempo en la red. No quería separarme mucho del lugar, ni de Erik, porque con la producción, tenía la oportunidad de pasearme por el panteón e inspirarme hasta los huesos. Era un lugar encantador, literalmente. Un abandonado y pequeño cementerio en el área metropolitana, cerca de Midlothian y Oak Forest, en la Reserva Forestal de Rubio Woods. Era ideal para la película de zombis porque el cementerio solo tiene unas veinte lápidas, es el más conocido por sus historias de fantasmas.
Vi a Erik actuar a lo lejos, en su tráiler del que no quería salir. Era el único lugar, además del tráiler de producción, que tenía wifi y si te alejabas dos pasos, ya no tenías conexión. Chateaba con Benedict. Intentábamos tener sexo virtual a través de Skype, no funcionó, fue bochornoso y terminamos riéndonos. Amaba reír con él. La asistente de Erik, Cloe, entró y casi me descubre, solo para jalarme al interminable frío y contarme las leyendas. Quería que fuera con ella porque ya iban a dar el claquetazo final. No me atraía en absoluto escuchar el «It’s a wrap», no podía negarme. A Erik le gustaba que lo viera actuar, me pedía opinión si me había gustado o no y quería que fuera sincera, cuando lo era y no me había gustado se enojaba. Por eso ya solo le sonreía y le aplaudía, como todos los demás. Reconozco que esa vez lo hice en serio. Me di cuenta que, en su escena final, Erik lloraba de verdad. Me miraba fijo con las lágrimas como lluvia empapándolo. Dijo su diálogo, y agachó la cabeza. Me percaté de lo infeliz que era. Nunca me fije hasta ese día. Y la forma en que me vio, la decepción, el coraje.
Rodeado por sus compañeros y como no quise interrumpir, corrí al improvisado comedor por un café hirviendo. Cloe siguió brincando alrededor de mí. Me daba cierta gracia, con su cabello rojizo, pecas y enormes luceros cafés. Era becaria, trabajaba ahí sin que le pagaran, estoy segura que, si no hubiese sido así, ella hubiera ofrecido sus ahorros para estar cerca de Erik. Lo admiraba más que a nadie. Luego estaba su agente, que miraba a todos con superioridad. Ese bastardo de Daren que se llevaba el 20% del sueldo de Erik, que siempre le debía dinero. Veía a Erik como una caja de ahorro y préstamos sin fin. Según sabía, le debía cerca de cien mil dólares, y no tenía para cuando pagarlos. Erik se hacía de la vista gorda porque le conseguía muy buenas producciones y castings, me cagaba verlo con su gabardina y sombrero, estancado en la época gánster de Chicago, creyéndose Al Capone, nada más que este con un puro barato, sombrero prestado y ropa que Erik le había comprado.
Daren se acercó a nosotras a interrumpir el palabrerío de Cloe.
—Ay, es que fue tan emocionante ver a tu esposo actuar de esa forma, ¡cool! Se debería ganar un Oscar. Es fabuloso… Y ¡las leyendas del lugar! No hay comparación, se rifaron con esta locación. ¿Ya sabías que el cementerio tiene este nombre porque solo se enterraban hombres en él? Y que hay muchos fantasmas por aquí, ven a un caballo y a un anciano que desaparecen en el bosque o en ese estanque, allá —lo señaló— se ven coches fantasmas.
Caminamos hacia la entrada, donde estaban los tráiler. Daren prácticamente le quitó el café a Cloe y lo tiró al piso.
—Como se nota que eres latina. El hecho de tener diecisiete años, no te hace ser pendeja, ¿verdad? Ve y consíguele a la señora un café decente. —Cloe se fue casi llorando a conseguir el mentado café.
—Oye —le dije a Daren—, yo también soy latina. Y Erik. Cabrón. —Daren abrió los ojos más de normal, me barrió con la mirada y habló alzando la barba mal recortada.
—No me importa lo que pienses de mí. El que tiene talento es tu esposo. Estás aquí por él. Por mí, te deportaba. —Se dio la vuelta y se fue.
Me encantó ese camino sola hacia el tráiler. Cosa extraña, ojalá Erik hubiera podido despegarse de toda esa gente para tomar mi mano como cuando estábamos en México y caminar conmigo. Pero era uno de esos deseos que ya tenía poco y que además ya no se cumplían. Ya no caminábamos en ningún lugar porque lo reconocían, por los paparazi o porque simplemente ya no me tomaba de la mano. Como si tuviera una enfermedad o algo así. Me gustaba enredar mis dedos en los suyos y mis piernas en la cama cuando veíamos televisión, me soltaba y se ponía a jugar algo en su celular.
Entonces me di cuenta que su celular también faltaba. Lo busqué como demente por todos lados, volteé cobijas, tiré ropa al piso, libros, mochilas. Nada. Marqué varias veces a ver si lo escuchaba sonar por algún lado, vibrar o alguna señal de que estaba en casa. Sonó un par de veces hasta que me mandó a buzón y escuché la tranquilizadora y educada voz de mi esposo en mi oído: «Hola, déjame un mensaje o tu número y me comunico contigo. Gracias». Quedé en silencio, atontada, sentada en el mullido sillón donde solíamos hacer el amor cuando recién nos mudamos a Chicago. Me gustaba porque mis rodillas no se lastimaban cuando estaba sentada sobre él y podía acariciar su rosto, su barba, mirarlo y decirle —en ese tiempo— cuánto lo amaba. Él sonreía un poco, siempre fue tan serio. Con el teléfono inalámbrico en la mano marqué toda la tarde para escuchar su voz en el buzón: «Hola…», «déjame un mensaje», «Adiós». Adiós Erik. No podía con eso. Le dejé un mensaje de voz: «Amor. Si estás ahí dame una señal. Vuelve a mí. Por favor. Lo siento tanto…».
No podía pintar. Miraba mis cuadros en la pared como una exposición vacía, llena de dolor y de irrealidades: bocas abiertas en gemidos, ojos cosidos por sus amantes, niños despedazados junto a ventanas, demonios cogiendo con ángeles, manchas de plasma frente a dos bocas profanas y sensuales, lenguas enredadas en un beso eternamente terrorífico, con los rostros de los amantes asustados sin poderse separar. Me encantaba pintar miedos. Nunca creí que vivir en ellos sería infinitamente peor. El público los compraba en todas las exposiciones diciendo que eran únicos en su tipo y los colgaban detrás de sus escritorios, en sus salas, en sus habitaciones. Qué horror. Jamás debí pintarlos. Comencé a destruirlos uno a uno, usándolos como envolturas para comenzar a guardar las cosas de Erik que me atormentaban todo el puto tiempo: sus fotografías en los libreros, las armas que coleccionaba, sus muñecos de películas de acción, sus figuras de gatos, los pósters de sus películas. No soportaba ver sus cosas que sentí, me señalaban culpándome por la muerte de su dueño. Pero yo no era una asesina solo por pintar de muertes. ¿O sí?
Nunca había abierto sus cajones sin su permiso, lo hice una madrugada,