Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
de México, solo con un apartado postal. Adentro, no había carta. También un cd muy rayado que intenté escuchar en la computadora pero no lo leyó. Algunas fotografías más, de él cuando era bebé. Pecoso, blanco, casi pelirrojo. Había cambiado al crecer. Si no hubiese estado vestido de azul en esas fotos, hubiera jurado que eran las fotografías de una niña.
Todo el día dormitaba, en el sillón, en la tina, en la cama llena de la ropa de Erik, con su olor, abrazada por él, inhalándolo para llenarme de él y no dejarlo ir. Era patético, lo sé, sin embargo, era lo único que tenía: su olor y recuerdos por todos lados. Incluso algunos que en días normales nunca había notado hasta esas noches en que él ya no volvería. Me había dejado. Estaba sola, al fin. Me había abandonado como él quería.
Seis noches después de que encontraron su cadáver, estaba en la cama, sin ropa —por la flojera de volverme a vestir— rodeada por sus cosas, mirando sin ver en la televisión The Midnight Meat Train, comencé a escuchar un dulce llanto de bebé recién nacido. Los niños que tienen solo unos días de haber visto el mundo, tienen un canto arrullador en sus gimoteos, algo hermoso que enloquece de amor a los adultos. Bajé el volumen de la televisión y agucé el oído. No sabía que alguien en el edificio hubiese tenido un bebé. Me asomé a la vía, nadie caminaría por ahí con un recién nacido en medio de ese clima. Del departamento de enfrente, se apagó una luz y cerraron rápido las cortinas, como si los hubiera descubierto en algo. Caminé a la sala, descalza y desnuda. Sentí como el delgado viento de Chicago se había filtrado por algún diminuto hueco a mi casa y ahora me acariciaba la piel erizada a su contacto. El llanto del bebé provenía del baño al otro lado del corredor, después del estudio. Debía recorrer el pasillo oscuro, con ventanas que daban solo a otros edificios al frente. Cientos y cientos de ventanas encerrando vidas en ellas. El escalofrío por el clima se volvió de miedo cuando noté que había algo en mi casa. Alguien.
Tomé una botella vacía de un mueble para usarlo como arma. El bebé seguía llorando, su canto era tan encantador que era tenebroso. Llegué al baño. Abrí la cortina donde se encontraba la tina donde me gustaba masturbarme pensando en Benedict. El llanto continuaba ahí, flotando en el agua. No había ningún bebé. Estaba dentro de mí. Era él. El bebé que había perdido por mi imprudencia de caminar tan tarde en una arteria donde me asaltaron y acuchillaron. Era ese bebé que justamente se había escurrido de entre mis piernas cuando apenas yo descubría que el verdadero amor existía y estaba dentro de mí. Se escapó antes de descubrir que tan mala madre podía llegar a ser. Mi bebé… el de Erik. Y lo supo porque comprendí que, de haber nacido, nuestro bebé hubiese llorado así. Solté la botella, se estrelló en el piso, me corté los pies y aterrada observé cómo el mosaico canadiense que Erik había mandado instalar en su lugar favorito de la casa, absorbía mi sangre con gracia y sed. Mis huellas no existían. Me aferre a la pared, mareada, con el corazón congelado, intenté aferrarme en la cortina, solo conseguí arrancarla cuando me fui hacia atrás pegándome en la cabeza con la pared. Perdí el conocimiento.
Al abrir los ojos, solo había niebla. A mi derecha, Erik hincado, mirándome. «Princesa, ¿qué pasó?»
—Erik… No sé.
Intenté levantarme, no podía. La visión de Erik se nubló. Me arrastré hasta el teléfono y marqué a Benedict.
Él me llevó al Chicago Lakeshore Hospital donde apenas recuerdo cómo me cosieron la cabeza y le explicaron que tenía una contusión cerebral por el golpe, de ahí las alucinaciones, aunque yo insistía que no, que había escuchado algo antes del golpe. Antes de la contusión. Nadie me escuchó. Benedict me tomaba la mano besándola.
—Ben… soy culpable de todo. Lo sabes, ¿verdad?
—No lo eres, cielo. Fue un accidente.
—No me refiero a esto. Me refiero a que perdí a mi bebé porque no debí haber salido, a que mataron a Erik porque tenía que estar con él, a que te metí en problemas con la policía, hasta te detuvieron dos días y…
—Fue una experiencia divertida. —Me besó la frente. Sus terribles ojos azules me miraban desde su tez nívea—. No te diré que no te sientas así. Te haré olvidar. Todo. Porque te amo.
Quería responder que yo también. Se me atoró en el corazón, me sentí mierda.
—¿No ha llamado Karely?
—No encontré tu celular, así que no lo sé. Duerme, corazón. Vamos. Aquí estaré. Juro por lo más sagrado que no me moveré de aquí —repitió en su elegante inglés británico con ese acento tan particular.
—No quiero dormir. Siento que ya no voy a despertar. Ayúdame a reconstruir los días de Erik… Seguro ahí encontró al que lo mató… ahí está la clave… Además, el asesino anda suelto. ¿Te han dicho algo más? —Me sentí somnolienta. Quizá eran los medicamentos o la pastilla que lengua con lengua Benedict había introducido sensualmente a mi boca. Dios, no podía resistirlo ni con contusión ni con nada.
—No. Te propongo esto: contrataré a un detective privado para que lo encuentre. Seguro él será más eficiente que estas autoridades americanas. —El tono despectivo no pasaba desapercibido—. Y estaremos tranquilos ambos. Ahora duerme…
Duerme… el sonido de su voz de mar, me introdujo a un lugar más allá de su sexo… a Erik. Su rostro amoratado, su cuerpo lleno de llagas que después me enteré, eran cuchilladas, a un grito interminable de dolor, que nadie habría de escuchar, confundiéndose con la tormenta. Su cadáver. Siempre me gustó que en mis manos cabían las suyas, protegiéndolas. En mi egoísmo, siempre pensé que él me protegería, yo nunca pensé en hacerlo con él. Se colocó sobre mí, sentí su peso apretándome el corazón. Me penetró con el mismo silencio en que lo hacía siempre. Su miembro dentro de mí, mis piernas abiertas. Nunca pude rodear su cintura como lo hacía con la de Benedict, siempre las debía tener más abiertas para que entrara bien. Esta vez, acaricié el rostro de Erik, intentando aprenderme su rostro de memoria para el tiempo no me lo arrebatara como lo hizo con el de mi padre. Con los días, vamos agregando o quitando detalles a los que ya no están. Quizá sus pupilas no eran tan negras o sus manos tan grandes. A lo mejor nuestros tiempos no fueron tan malos y los buenos aplastan ese recuerdo. Que además, tampoco fueron tan buenos. La memoria es algo curioso, como la religión o el sexo. Conveniente. Erik sobre mí, suspirando en mi oído. Su respiración en mi cabello, mi cuerpo apretado con el suyo. No había nada más en la habitación, solo nosotros. No sabía dónde estábamos. No me importaba. Era Erik y quería sentirlo por última vez a pesar de no haberlo querido sentir en los últimos meses. Qué estúpidos somos los seres humanos. Así como apareció con sus suspiros, así se fueron convirtiendo en gemidos y luego en gritos de terror. Abrí los ojos. Erik me miraba, aún dentro de mí, con las pupilas resbalando de sus cuencas con una lentitud pasmosa, hasta quedar colgados sobre mí y su lengua dentro de la mía, como en mis cuadros, arrancada por mi propia boca, masticándola. Erik sangrando como Cristo en su cruz, volteando la cabeza y penetrándome. No podía quitármelo de encima. Intenté gritar, su lengua atorada en mi garganta me lo impedía. Me estaba ahogando. Cuando Erik terminó, desperté en un grito, sacudida con cariño por Benedict.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными