Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril
a 412 metros de altura con todo y sus famosos balcones de cristal que hacen que puedas caminar por el aire. Benedict pidió por ambos: martinis con piña y naranja y un par de Red Bulls.
Ya conocía la torre Hancock, había ido al mirador con Erik en nuestra época de turistas. En esa ocasión aprendí que John Hancock fue el Presidente del Segundo Congreso Continental y por lo mismo tuvo que estampar la firma en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos. En un país con tan poca historia, ese hombre tenía que ser más famoso que los chupa chups.
Benedict y yo nos sentamos muy juntos, rozando las piernas, mirando Chicago. Casi no hablamos, solo veíamos todo. Porque desde ahí, puedes sentirte Dios observando su creación. El lago era una masa oscura, tenebrosa y calmada, la ciudad con las luces encendidas y el aroma de Benedict.
Aunque hubiera podido, no nos acostamos esa noche. Ni la siguiente que lo vi. Ni el mes que continuó a ese. Fue, hasta que reventamos de ganas, que lo dejé poner todo su peso sobre el mío y cerré mis piernas alrededor de su cintura. Y así, llegamos a ser.
Llegué al departamento muy tarde, esperando la pelea. Erik aún no estaba. Me encerré en la habitación con el deseo malévolo de que durmiera pésimo en el sillón, con frío, rogando por mi amor. Casi no pude conciliar el sueño. Mi mente iba del cuerpo perfecto de Saori, a los sueños de Erik, a la voz de Benedict, a las ganas de beber lo que fuera y perderme.
Cuando abrí la puerta por la mañana para que Erik entrara y perdonarlo después de mucho rogarme, aún no había llegado.
Tardó dos días más en aparecer y mi orgullo no me permitió llamarle para saber si al menos aún respiraba. ¿Su versión? Estaba guardado en casa de Daren, llorando por mi abandono. El mío, no el de él. Y porque no comprendía cómo podía ser yo tan cruel en no comprender que a veces, solo a veces, se dan situaciones en el set como las que se dieron entre él y Saori. Para su punto final como discusión, usó la cantaleta que ya me sabía de memoria desde México: no te gusto. «¡Ya no te gusto!», decía entre llorando y gritando aún con el sabor del labial de Saori en su piel.
No tuve más que decir. Era cierto. Ese hombre con el que tenían fantasías millones de mujeres por todo el mundo y que hubiesen dado lo que fuera para estar en mi lugar, ya no me gustaba. Me había enamorado mucho de aquel Erik estudiante de teatro en México. Lo amaba sobre el escenario, sudando pasión, llorando por los personajes, siendo lo que amaba ser. No ese muñeco en que se había dejado convertir por fama. Quería ser reconocido por las calles cuando caminara en ellas, lo tenía. Quería que en México se enorgullecieran de él por ser su representante, aunque en México no le habían dado la más mínima oportunidad de trabajo, también estaba a su alcance. Resultó que sus sueños eran muy plásticos para mí. Y me moría por recuperar al Erik que ya no existía. O que jamás había existido. Para el caso era lo mismo. Y no, ya no me gustaba. Y ese día descubrí que ya no lo amaba.
No dije más del asunto de Saori y lo invité a ver una película conmigo en la cama, desnudos, solo para sentir su cuerpo junto al mío. Fue una noche muy triste para ambos. Me senté sobre él e hicimos el amor. Solo podía pensar en Benedict, y él, seguramente, en Saori. Pero estábamos juntos, no nos separaríamos. Hasta la muerte.
Erik partió a filmar una serie a Canadá por las siguientes tres semanas, en las que solo lo vi por Skype y a través de sus películas. Lo extrañé mucho. Me sentaba en nuestra cama a mirar sus actuaciones, adelantándole en las partes en donde besaba a otras mujeres. Me sentía gorda, fea, sin talento. Nada de lo que pintaba me parecía suficiente. Tal vez tenía la misma hambre de comerme el mundo que Erik y no lo sabía aún. Porque exponía por todo el mundo, vendía bien y aun así quería más y más y más. Nada me hacía sentir satisfecha.
No vi mucho a Benedict, sabía de él a diario porque todos los días me enviaba correos, platicábamos por WhatsApp o me mandaba desayunos con un mensajero con lo que él creía que me gustaba comer.
Me lo topé en Art Café, varias veces. Era una cafetería al lado de mi casa con propietarios venezolanos a los que había donado varias de mis pinturas con tal de tener café gratis, hablar español toda la tarde y dibujar a María, la hermosa esposa del dueño, Carlo. Ellos vendían a buen precio mis retratos, me daba gusto, no quería que se fueran porque eran las únicas personas con las que conversaba esos días además de que no se asustaban de lo que pintaba. No les daba «horror» como a mi mamá, amigos, o vecinos —específicamente la señora maniática que vivía en el departamento de al lado—.
Tenían una habitación en la parte trasera de la cafetería, en donde María se desnudaba para mí sobre una colchoneta en el piso. Me sentaba frente a ella con la libreta de dibujo y trazaba sus movimientos. Abría las piernas, se recostaba boca arriba, se extendía en todo su esplendor. Podía apostar que ni siquiera con su marido era tan desinhibida. Creo que le gustaba saberse observada por mí y mostrarme sus partes íntimas con toda su sensualidad. Su piel era morena y suave. Nunca la toqué, el lápiz lo hacía por mí. Era como si la punta follara con el papel, con ese sonido de pequeños y placenteros rasguños sobre el blanco de algodón. A veces, se escuchaba hasta adentro la canción que Carlo susurraba todo el tiempo: «Tengo una muñeca vestida de azul, con su camisita y su canesú. La saqué a paseo y se me constipó, la tengo en la cama con mucho dolor…»
Pronto, se extendió el lugar —los escuché decir que su socio les había regalado su parte, eran reservados para hablar de dinero— y comencé a dar clases de dibujo con María siempre como modelo. Tenía cinco estudiantes, cada uno llevaba cargando su caballete y sus materiales. Nos sentábamos alrededor de María, quien se movía cada tanto para acomodarse mejor. No había nada vulgar en ello, era su cuerpo, hermoso, moldeado con fuertes curvas que se desvanecían en sus piernas o en sus senos. Adoraba pintar desnudos. Porque la carne es honesta y no miente. No le gustaba depilarse, tenía ligeros vellos por su piel, casi transparentes con la luz de las ventanas, provocando un efecto de terciopelo cuando la mirabas con detenimiento. Sus dos embarazos habían dejado cicatrices en su abdomen por las cesáreas y estrías. Las arrugas alrededor de sus ojos cuando se reía, eran muestras de encanto y de vida. Todo era un adorno a su femineidad.
Era absolutamente bella. Como todas las mujeres.
Karely iba a veces para acompañarme, no decía ni una palabra. Se quedaba quieta en un rincón, mirando con fijeza a María. Nunca vi sus bocetos, solo su mano que se movía con lentitud como si con ello, acariciara a la modelo a la distancia.
Benedict se integró a la clase la segunda semana que Erik estaba en Canadá. No tenía nada de talento para dibujar, pero me di cuenta que lo intentó con todas sus ganas. Había comprado sus materiales en Art & Material, el lugar más caro de Chicago para adquirirlos. «Sin embargo, por lo visto, no iban con talento incluido», bromeó Ben, cuando al terminar la clase nos tomamos un café en la terraza del lugar. «Bueno… si necesitas talento, entonces te hace falta imaginación. Además llega, siempre, solo que tiene que hallarte trabajando».
Mientras estaba con él, llegó la vecina ultrareligiosaderechista del edificio, a insultar a María por mostrar su cuerpo. De alguna forma alguien le avisó de las clases y vio el pretexto perfecto para dejar suelta sobre ella toda su maldad religiosa. María salió a fumar con nosotros, la vecina la señaló gritando que era una pecadora, que no se merecía vivir en ese país libre, que insultaba a Dios nuestro señor con sus actividades lujuriosas que incitaban al pecado y a la carne. A mí, ya me había hecho dos o tres veces una escena así en los elevadores cuando se enteró qué clase de pinturas dibujaba, y la aguantaba porque a Erik le daba mucha vergüenza que me peleara con vecinos.
La señora iba dos o tres veces al día a misa, con su ropa victoriana hasta el cuello hiciera frío o calor, zapatos bajos, chongos y sin maquillaje. Vivía con sus dos hijos y su esposo, que no saludaba a nadie; tenía prohibido a sus hijos mirarme y ni pensar en decir «buenos días» si nos topábamos en el elevador. Ambos eran gemelos y tenían cerca de cuarenta años. Me comenzó a odiar el día que intentó evangelizarme en el pasillo mientras yo iba corriendo porque tenía prisa y le dije que gracias, pero no, que Dios no creía en mí y yo no tenía que creer en él. A partir de esa tarde me hizo la vida imposible. Si me la topaba en