Tu cadáver en la nieve. Sandra Becerril

Tu cadáver en la nieve - Sandra Becerril


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de malas que los contagiara de lujuria.

      Todo eso regresó a mí en un flashback cuando la vi gritándonos por nuestra indecencia en Art Café. Decía que María y su marido Carlo debían regresar a su país porque contaminaban Chicago con su presencia, que las clases de arte eran cosa del diablo, que nos iba a acusar a las autoridades por actividades ilícitas y prostitución en una colonia decente. Todo aquello con una voz calmada, en murmullos, tétrica, acercándose a cada uno de nosotros. María se refugió en la cocina, tímida. Era por completo otra mujer a la que veíamos en las clases de pintura: cohibida, regañada, abrumada. Con una mirada que dolía se escondió, perdiendo la fortaleza, como si recién hubiera salido de una guerra. ¿Qué le habría pasado en la vida para huir así? Lo único que se me ocurrió pensar es que tenía sufrimientos internos y muchos secretos. Porque no te escondes por instinto, eso se aprende con el paso del tiempo. Quizá su marido no era tan pacífico.

      Sentí pena por ella, coraje por mí y La Victoriana —nunca supe cómo se llamaba, era el mejor apodo para ella—, quien continuaba diciendo a los alumnos que se irían al infierno con todo y sus cochinas pinturas, pero que, quizá, aún tenían salvación si hacían penitencia. Uno de sus hijos me miró y de inmediato ella lo vio como si la inquisición estuviera de vuelta y le fuera a dar de latigazos volviendo a su casa. No podía imaginar la situación en su departamento, con su esposo que siempre estaba de viaje, con sus hijos masturbándose con pornografía por internet —si es que tenían— y después castigándose por eso. Por fuera, siempre olía a incienso y el aroma natural de ella era a iglesia abandonada, con humedad y moho.

      Me señaló con sus ojos enormes, verdes y pelones: «Los incitas al pecado, eres una cerda maldita.» Me dio mucha risa. Comencé a carcajearme como poseída, contagiando a Benedict, a Carlo y a los alumnos. La Victoriana no sabía qué hacer. Subió un poco la voz, seguro no gritaría porque eso era muy indecente para ella. No fuera a ser que se le alborotaran las hormonas. No podía imaginar cuánto tiempo llevaba sin tener sexo. Quizá solo lo hizo para tener hijos y listo, asunto clausurado. Se sentía virgen de nuevo, solo le faltaban las lágrimas coaguladas y mirada piadosa al cielo que la recibiría con los brazos abiertos, a ella, a su hija predilecta. Recordé a mi abuelita que solía decir: «La religión debes llevarla aquí —en el corazón—, no en las rodillas».

      —Sí, lo soy. Soy una puta pecadora. —Me acerqué a ella hasta casi besarla—. El sexo es riquísimo, debería probarlo de vez en cuando. La voy a invitar a nuestras orgías a ver si así se le quita lo frígida.

      Sus ojos saltaron más de lo normal, algo iba a decir, Benedict la interrumpió:

      —No creo que Dios esté muy contento con su comportamiento. —Miró con cierta concupiscencia a La Victoriana… todos lo notamos—. ¿Ha besado a alguna mujer? ¿Ha sentido su piel? —Ben hablaba calmado, con una sensualidad increíble. Hasta yo me excité, dudaba que ella no lo hiciera. Se retorcía las manos sobre la cruz que pendía de su cuello, intentando no verlo, casi llorando. Sus dos hijos no sabían qué hacer, se miraban el uno al otro, nerviosos—. Es muy suave. —Benedict le acarició la mejilla con un dedo—. Cálida e intrigante. No debería perderse la experiencia por ninguna religión. Debería ser pecado no hacerlo. Cuando quiera le doy una demostración. Gratis. Soy experto. —Bueno, en ese punto, nadie lo dudaba. Todos se habían quedado en silencio. La Victoriana, babeando, se dio la vuelta y se fue susurrando alguna oración. Pendeja.

      Después de cinco tequilas, pasé la noche con Benedict. No hicimos el amor, solo nos sentamos a ver el crepúsculo desde el lago, platicando cosas sin sentido.

      Erik decidió aceptar otro proyecto en Canadá por lo que regresó dos días y se volvió a ir por tres meses. Dos días que la pasó con Daren y la pequeña asistente Cloe, firmando contratos, en entrevistas, cenas, etc. No tuve tiempo para contarle lo de La Victoriana, sobre las clases que estaba dando o la próxima exposición. Todo comenzaba en él y terminaba en él. Me tocó acompañarlo a una entrevista en televisión para que los fans vieran el matrimonio perfecto que teníamos, de ensueño, y después en el auto de Daren, donde este me desdeñó todo el camino para solo hablar con Erik y de las comisiones por ser su agente. Rodeada de la gente que, literalmente, lo adoraba, me sentí más sola que nunca. Quería bajarme del auto, recorrer las vías, pintar. Sin embargo estaba ahí para adornar la fama de Erik, como collar desechable del que solo se acordaba cuando me necesitaba.

      Saori estuvo con él en una entrevista, promocionando su película. Los miré detrás de cámaras, junto al apuntador que platicaba son su asistente sobre la tensión sexual que se sentía entre ellos.

      —Mira, parece que él va a explotar por tenerla junto a él.

      —Están cabrones. Yo que ellos me lanzaba al camerino a coger y volvía. Ese sudor no es por las luces precisamente, si sabes lo que digo.

      Los interrumpí:

      —Soy su esposa, idiotas. —Me di la vuelta y salí, me estaba asfixiando en el foro.

      Encendí un cigarro y llamé a Benedict para que fuéramos a tomar una cerveza por la noche que Erik ya estaría de vuelta en Canadá. De pronto necesité las estaciones del año que se intercambiaban en sus ojos. Eran un verde de verano y a veces gris como las nubes que azotaban Chicago en diciembre. Tenía todos los días en sus pupilas.

      Esa noche no pude resistir más a su nieve.

      IV

      Los gemelos de La Victoriana la encontraron muerta en su departamento los días que Erik estuvo en Canadá. Ahorcada, con sus medias negras y el rosario en sus frígidas manos, de la viga de su habitación, frente a un busto de Cristo que la observó morir con sus pupilas de vidrio, anonadado y sin poder hacer nada más que quedarse ahí, viendo el cadáver moverse con el viento de Chicago, cual péndulo.

      No reportaron la muerte de su mamá porque no sabían qué hacer con ella: el suicidio es pecado mortal y su adorada progenitora estaría tomando té con el demonio en esos momentos. Sin posibilidad de redención. ¿Dónde estaba toda su educación religiosa? Todo se contraponía para ellos, como cuando a los niños les dices: No mientas mientras ven cómo robas. Confundidos y apenados, los gemelos abrieron el colchón individual donde su madre solía dormir (no lo compartía con su esposo, qué asco), y la guardaron ahí. Su padre llegó, le inventaron que su mamá había ido a un retiro espiritual, él no se percató del olor por su rinitis aguda e incluso llegó a dormir sobre ella (el colchón era más suave que el de él) durante tres días, luego volvío a irse de viaje.

      Los que sí notamos el olor fuimos los vecinos. Karely tocó agitada la puerta de mi departamento:

      —¡Maya! Ya sé por qué es el olor asqueroso. No son las coladeras o la tubería… Es un muerto… El departamento de abajo.

      Fuimos corriendo a ver. Había policías bloqueando la entrada, vecinos curiosos tomando café en pijama, arremolinados en el ascensor y las escaleras. Los gemelos salieron esposados del departamento, llorando. Fue la primera vez que ambos me miraron tan fijo, que tuve pesadillas por semanas. Dicen que ambos violaron el cadáver antes de colocarlo en el colchón. Minutos después, los forenses salieron con una camilla donde llevaban el cadáver cubierto por una bolsa. El olor provocó el vómito de un par de chismosos. La bolsa se rompió cuando intentaron pasar por la puerta, rasgándola con la chapa. El cadáver se salió. Tenía la mano petrificada hacia Karely y hacia mí, señalándonos hasta el último jodido momento. Los forenses y policías se apresuraron a recogerla y a llevársela. La teoría general era que se había suicidado porque su marido la había dejado, engañado o cogido muy poco. Karely y yo coincidíamos en esta última.

      Me percaté que no sentía nada por la muerte de La Victoriana. Ni pesar, tristeza o curiosidad. No me importaba en lo más mínimo. Por mí, que se fuera al infierno —que en mi muy humilde opinión, sería mucho más divertido que el paraíso—, aunque me la encontrara ahí más tarde.

      Lo único que sentí, si acaso, fue un miedo terrible porque hubiera muerto justo debajo de mí, donde estaba su habitación, estaba la mía y justo donde se encontraba su cama, dormía yo también.

      La


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