Amor y otras traiciones. Fernando Martín
queda el México sin pesares?
¿Dónde quedaron tus santas verdades?
¡Patria querida! ¡Patria de valientes!
¡Patria que quiero hasta los dientes!
¡Patria con tantos pendientes!
¡Me duele todo lo que resientes!“
Tantas palabras corrían por mi cabeza al ver aquellos trazados configurados con ambas banderas al frente del inmenso recinto, célebres palabras de los congresistas, ¡tantas ganas de que estos versos condujeran los trabajos! Manos arriba y mancuernillas a lo alto, tantas arriba como estrellas… voces y gemidos… gritos y rugidos… un espectáculo circense a la vieja usanza romana, sólo que aquello no era el ágora de un Senado romano, ni mucho menos un imperio, sólo un simple territorio casi tercermundista. A lo lejos e ignorado, un pobre diablo encabronado, agitando las manos en un agresivo ademán con palabras airadas sin provocar la menor reacción en sus similares. Con diez minutos basta para sudar y quedar atónito en la cabeza de la tribuna si logra superar la mitad de ese tiempo. Hombres jóvenes y no tan jóvenes ahí postrados, simples marionetas que sólo para portar maletines son usados, mujeres con agradables curvas y con piernas labradas en cremas, muy jóvenes para ser congresistas, con tanta experiencia en una seducción que insiste. Al girar mi mirada, por todas partes, célebres representantes de las gentes importantes: medios de comunicación, energéticos, educación, sindicatos y demás, todos en una fiesta de un trienio con una gran mochada de pastel.
–¡Diputada! –grité eufórico ante su pelirroja presencia.
–¡Doctor Ortega! –contestó Martha Rojas.
–¿Conoce al joven Antonio Mendoza?
–Un placer, señor Mendoza.
–El placer es mío, diputada –contestó Mendoza.
Una mujer con fuerte personalidad, tal como un sol alrededor del cual todo giraba en aquel espectáculo. Muchos la estimaban y otros la subestimaban, asesores y secretarios constantemente se acercaban y retiraban con tal coordinación, instrucciones iban y venían mientras sus manos se agitaban constantemente marcando direcciones en los diferentes orientes del recinto.
–¿A qué debo su visita, doctor? –preguntó.
–Preferiría que pasemos a tu oficina, Martha –contesté.
Entre aquella rechifla política ocasionalmente llamado debate parlamentario zigzagueamos a los pulcros diputados mientras nos esquivaban jóvenes asistentes con prisas en sus rostros para enfilar a la zona de las oficinas de la oposición para tomar asiento en unos confortables sofás, tan rojos como los colores de su partido. ¿Qué nos dirían esos sofás si hablaran? Posiblemente tantas cosas pero, ¿para qué iniciar con un “Watergate a la mexicana”? Pero no descartaba la posibilidad de hacerlo en un cercano futuro, todo sea por la centenaria silla del águila.
–¿Gustan café, agua… quizá soda?
–Café sin azúcar, por favor –contesté.
–Sólo agua –pidió Antonio.
–Y bien, ¿en qué puedo ayudarle, doctor? –volvió a preguntar Martha.
–¿Recuerdas nuestra charla de ayer? –contesté.
–Si. –Martha contestaba al mover la pequeña cuchara deshaciendo los cubos de azúcar en su café, mientras su respuesta suspendía en el aire un tono de duda.
–Es un placer estar platicando con la próxima y primera mujer presidente de los Estados Unidos Mexicanos –agregué.
Sentí el sobresalto de impresión de Antonio junto a mí, mientras Martha dejaba la atención a su café para fijar su clara mirada en mí. La incredulidad gobernaba cada gesticulación en su rostro caucásico, mientras un mechón ondulado de cabello caía sobre su mirada… En ese silencio ni el aire acondicionado se escuchaba ya, por un momento estuve seguro de que ella se había quedado sin palabras.
–¿Bromas antes del café matutino, doctor? –contestó, mientras se embozaba una sonrisa en su rostro con la blanca taza al sorber.
–Aún te reitero que confíes en mí, Martha.
–Y de seguro me propondrás que Antonio sea mi coordinador de campaña.
–No, yo me preparo para… –dijo Antonio antes de que lo interrumpiera con una fija mirada que transmitía la instrucción de que fuera prudente ante sus planes a futuro.
–No –agregué–. La tarde de ayer un grupo importante del sector privado accedió a darte su apoyo para los próximos comicios presidenciales: recursos, contacto, ser la ungida por el establishment neoyorkino… de eso estamos hablando.
–¿Y el apoyo a tu partido?
–¿Crees que le seré “leal” a un partido que me exilió durante años? –De pronto el tono de mi voz se exaltó–. El perro no tiene que morder la mano a menos que la mano le dé razones para hacerlo, Martha.
Tras un breve suspiro, Martha depositaría la taza sobre la mesita de centro que decoraba aquella sala para descansar su cuerpo sobre el respaldo mientras unía las yemas de sus manos en plena simetría, dejando suficiente espacio entre los dedos para que una abeja zigzagueara por ahí.
–¿Cuál es el plan, doctor?
Antonio miraba expectante aquel diálogo que sólo era de dos, él dejaba la batuta de la planeación al viejo lobo de mar y, al parecer, conocía perfectamente a aquella mujer como para invertir en ella y protegerla como un jugador inexperto protege de más a su reina en el ajedrez, no emitía el más mínimo ruido pero la preocupación comenzaba a invadirlo al saber que, tarde o temprano, alguien llegaría a las oficinas. ¿Qué pensaría al ver al próximo congresista por un partido junto a un viejo militante de la oposición? Ya empezaba a tamborear los dedos en su rodilla cuando fue interrumpido por el sonar de su teléfono.
–Disculpen, debo tomar la llamada.
De un rápido movimiento se dirigiría a la puerta para dar al pasillo principal mientras contestaba.
–Hola, Melanie, ¿cómo estás?
Antonio nos dejaría a solas sin ninguna diferencia porque la charla, desde un inicio, había sido sólo entre nosotros dos.
–Martha, serás la mejor opción para el electorado, la mejor opción en seguridad, la mejor opción en finanzas, la mejor opción en política internacional, la mejor opción para la política fiscal… Superarás en todo a los demás candidatos y tendrás información de primera mano sobre tu mayor contrincante que será el candidato de nuestro partido.
–¿Y quién es ese candidato? –preguntó.
–Todavía no se define, cuando tienes al frente a un presidente tan indeciso como Domínguez es normal.
–¿Y cómo piensas convertirme en la mejor opción?
–Capacidad la tienes, tantos años de experiencia en política internacional que fue eso mismo lo que te impidió darte a conocer en nuestro país.
–¿Y crees formar y ganar la presidencia en sólo unos meses?
–¿Cómo haremos para venderte como la próxima candidata y presidenta? –le contesté mientras el sarcasmo invadía mi comentario–. Comencemos por convertirte en un símbolo… un símbolo de cambio.
–¿Un símbolo?
–Un símbolo. –Sonreí.
Un brazo sostenía el codo de su similar mientras éste raspaba la sien de Martha.
–Serás la que pondrá en marcha el cambio que tu padre planeaba para nuestro país hace unas décadas –contesté–. ¿Recuerdas todo el apoyo que generó tu padre antes de ser asesinado?
–Era una bebé, doctor.
–Él era