Amor y otras traiciones. Fernando Martín
seres mojigatos ante la menor provocación… era cuestión de minutos para que la noticia de aquella desastrosa reunión fuera del dominio público y los noticieros nocturnos saborearan sus niveles de audiencia con notas que, ni mandadas hacer, llenarían tanto el ojo de sus televidentes.
–¡Al Hotel Marriott, por favor! –ordenaba el doctor a su chófer.
De un suspiro de cansancio, el doctor realizaría una última llamada antes que la batería de su teléfono se terminara.
–Quetzal, ya está hecho –dijo a la voz tras la llamada.
De un gran sobresalto despertó Antonio. El galopar de su respiración sólo era superado por la transpiración en su frente. Su mirada fría y enraizada en el techo que, tras la luz de la calle que traspasaba las cortinas, denotaba las figuras que se formaban por las sombras de los objetos del cuarto en su camino. Boca arriba, su mirada perdida que nada interrumpía mientras lo miraba directamente… a sólo unos centímetros de él, mientras mi mano jugaba en el vello de su pecho… mientras me encontraba tan lejos de su mente en aquellos instantes.
–¿Una pesadilla? – le susurré.
Él se levantaría para sentarse en la orilla de su cama, mientras sus manos pasaban de rozar ambos lados de la barbilla para juntarse frente a su boca en señal de perdón, ¿el remordimiento lo consumía hasta en sus sueños? De rodillas sobre la cama, recargaría mis pechos sobre su espalda mientras lo abrazaba sobre los hombros sólo para sentir su cuerpo agitado. Mis labios se deslizaban sobre su hombro con rumbo a su atención, intentando compadecerle y ayudarle en sus penas.
–¿Qué hora es? –de pronto me preguntó sin que su mirada cambiara del rumbo perdido en el que tantos minutos había pasado.
–Tres con treinta de la madrugada.
El suave sonido de los escasos autos que pasaban por la avenida, el casi nulo sonar de las ambulancias nocturnas, el sonido del reloj en la pared que, por momentos, callaba todo lo demás y mi cuerpo suspendido sobre el suyo en consolación.
–Te traeré un vaso con agua.
Bajé por las escaleras rumbo al servidor de agua, la taza del café matutino de Antonio ya me esperaba sobre la mesa y, con una técnica magistral, corté el agua fría con un poco de agua humeante. Girando para tomar el pasillo rumbo a los escalones admiré la fotografía enmarcada sobre el mueble de bienvenida, en verdad ella es bella como la realeza, con la figura de su rostro tallado a mano por un benévolo dios y su cabello oscuro que caía lisamente sobre su espalda y hombros, su tez blanca, todo acompañado de una perfecta sonrisa y su mirada jovial. Por detrás de ella, envolviendo su cintura, Antonio la sujetaba con tanto amor que la perfección y simetría de aquella pareja era envidiable, tan refinados y felices, ¿cómo competir contra ella? Subí al cuarto sólo para encontrar a Antonio colgando drásticamente su celular ante la sorpresa de verme volver y, sin entender, le extendía aquella taza.
–¿Todo bien? –pregunté en tono sarcástico
–Todo bien… gracias.
El rostro de Antonio se iluminaba mientras escribía en su celular; sólo un corredor de bolsa trabajaría a tales horas de la madrugada, pero cuando estaba tanto en juego y había tantas estrategias sobre la mesa llevándose a cabo, el dormir se convertía en la última opción.
Cuando el sol se asomaba por el oriente, con café en mano Antonio salió de casa, dirigiéndose raramente a pie con rumbo desconocido para doblar en la primera esquina y perderse, dejándome tendida sobre un mar de sábanas, pensativa ante aquella madrugada, y él, cada día, un más hermético compañero.
–¿Habrá perdido la confianza en mí? –dije en voz baja.
De pronto aquel silencio que amenizaba mi intranquilidad era sofocado por el sonar del teléfono de casa que, inquieto sobre el buró, no daba espacio a silencio alguno… alborotando la tranquilidad del cuarto.
–Casa de la familia Mendoza de la Torre –contesté.
–¿Elizabeth? –sonó la grave voz de un hombre tras el aparato–. ¡Elizabeth tienes que detener a Antonio antes de que cometa algo de lo cual se pueda llegar a arrepentir!
–No soy Elizabeth –respondí.
–¿Con quién hablo? –comentó aquella voz mientras cambiaba su tono, ya penoso.
–Melanie –respondí después de vacilar por un momento.
Un momento de silencio aumentó mi intriga hasta que un chasquido tras el teléfono paró en seco mi inquietud. Permanecí por unos instantes fijando mi mirada tras las cortinas de la ventana, mirando aquella esquina mientras mi mente perdida en aquella voz intentaba comprender qué pasaba en aquel momento, impotente por no saber a dónde dirigirme si traspasaba la puerta. Aquella calle parecía un mundo ya desconocido para mí y las dudas me atormentaban.
–¿A dónde habrás ido, Antonio? ¿Estará todo bien?
Cogí mi saco y arranqué a la sede del Partido, acercándome a la esquina para doblar en ella y toparme con la magnitud de aquella capital, en cualquier parte de la inmensidad transcurrían las vidas de aquellas personas que creaban la incertidumbre en la sociedad, en el Partido, en Antonio y en mí.
Un taxi tardaría en pasar, el destino se resistía a que fuera tras él, no importaba al mirar la actitud beligerante del conductor que esquivaba autos y semáforos con total frenesí, como si su salario de un mes dependiera de mí y la llegada puntual a aquel edificio alto por la Delegación Cuauhtémoc, símbolo del eterno poder y perdurabilidad de las instituciones, como si se encontrase entre columnas al entrar. Salí disparada del auto para girar hacia la entrada y mirar el tumulto reunido ahí. Con tanta expectación y asombro aquellos rostros reunidos fijaban su mirada en la silueta de un hombre que salía en ese instante por la puerta principal mientras otros cuerpos robustos y oscuros lo circunferían, pero no en protección sino en total resguardo, mientras las cámaras no dejaban de acosarlo y el descontrol por la noticia perduraba hasta la banqueta, todo un éxodo para aquella figura. Taciturno, emprendía su ingreso al vehículo de la Fiscalía. Mientras la multitud se dispersaba alrededor del contingente, pasaban junto a mí dos individuos de chaleco rojo que murmuraban entre sí cómo aquel hombre era arrestado por intento de homicidio
–¿Intento de homicidio? – murmuré–. ¿Acaso he escuchado bien?
Mientras tenía a mis espaldas la entrada principal el contingente arrancaría para perderse en la próxima esquina contigua al edificio. Tras de mí, otro contingente de personas recorría la puerta resguardando a un hombre con silueta familiar mientras lo trasladaban al estacionamiento más próximo, percatándome de que se trataba del presidente del partido. Fueron aquellos segundos en que mi mirada se cruzaba con la suya los que me transmitían su miedo, era un completo niño escondido bajo su cama en aquel momento, y el ataque de pánico lo consumía internamente de una forma que nadie a su alrededor se percataba.
–¡Pobre hombre! –exclamé.
El vehículo arrancaba para perderse en la misma esquina, mientras el murmullo tomaba vuelo.
–¿Qué sucedió? –pregunté al primer despistado.
–Un sujeto intentó asesinar al Presidente de Partido –respondió aquel hombre. Mis oídos no daban crédito a lo que escuchaban
–Ese hombre que iba detenido entró al auditorio, encontrando al Presidente cerca de la escalinata, se abalanzó sobre él con una navaja para ser empujado centímetros antes por el Secretario de Organización ahí presente –agregó.
Aquel militante regresaba con resignación rumbo a la entrada del edificio, el frente de cristal de la entrada ironizaba con las prácticas políticas de sus ocupantes y no dejaba nada a la imaginación de los transeúntes sobre su interior, cuando lo vi girar hacía el elevador… ahí estaba él, aquel instante mi tiempo se detenía para ver cómo lentamente giraba su mirada un segundo para regalarme una sonrisa y desaparecer tras el cerrar de las puertas del elevador.
Capítulo 3