Dublineses. Джеймс Джойс
lo sé.
Como él estaba en el vestíbulo no pude ir al salón exterior y tumbarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y fui andando lentamente hacia el colegio. El aire cortaba sin piedad y el corazón ya me recelaba.
Cuando llegué a casa a cenar mi tío aún no había llegado. Todavía era temprano. Me senté mirando el reloj un rato, y cuando su tictac empezó a molestarme, salí de la habitación. Subí la escalera y accedí a la parte alta de la casa. Las altas estancias, vacías, frías, desoladas, me redimieron, y fui cantando de habitación en habitación. Desde la ventana de la calle vi a mis compañeros jugando abajo en la calle. Sus gritos me llegaban debilitados e indefinidos y, apoyando la frente en el frío cristal, miré hacia la oscura casa en la que ella vivía. Puede que me estuviera allí una hora, no viendo nada salvo la figura vestida de marrón proyectada por mi fantasía, a la que la farola alumbraba discretamente el curvilíneo cuello, la mano sobre la verja y el orillo bajo el vestido.
Cuando volví a bajar encontré a la señora Mercer sentada frente al fuego. Era una vieja charlatana, viuda de un prestamista, que recogía sellos de correos para algún piadoso propósito. Tuve que soportar el cotilleo del té. La merienda se prolongó más de una hora y mi tío aún no llegaba. La señora Mercer se levantó para marcharse: sentía no poder esperar más, pero eran las ocho pasadas y no le gustaba salir tarde, pues el aire de la noche le hacía mal. Cuando se marchó me puse a andar de un lado al otro de la habitación apretando los puños. Mi tía dijo:
—Me temo que vas a tener que anular tu bazar por esta noche del Señor.
A las nueve escuché la llave de mi tío en la puerta del vestíbulo. Le escuché hablar consigo mismo y escuché tambalearse el aparador cuando recibió el peso de su abrigo. Sabía interpretar esos signos. Cuando estaba a mitad de la cena le pedí que me diera el dinero para ir al bazar. Se había olvidado.
—La gente ya está en la cama, dormida y bien dormida –dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo con énfasis:
—¿No puedes darle el dinero y dejarle que vaya? Bastante le has retrasado ya.
Mi tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que creía en el viejo refrán: Sólo trabajo, sin juego, soso el niño sale luego. Me preguntó dónde iba y cuando se lo dije por segunda vez me preguntó si conocía El adiós del árabe a su corcel[13]. Cuando salí de la cocina estaba a punto de recitarle a mi tía las primeras líneas del poema.
Sujetaba el florín[14] con fuerza en la mano cuando bajaba por Buckingham Street hacia la estación. Ver las calles brillantes del gas y repletas de gente de compras me recordó el propósito de mi salida. Me senté en un vagón de tercera clase de un tren desierto[15]. Tras un retraso intolerable el tren salió lentamente de la estación. Avanzó con parsimonia entre casas ruinosas y sobre el centelleante río. En la estación de Westland Row un montón de gente se apiñó a las puertas del vagón; pero los mozos los hicieron retroceder diciendo que era un tren especial para el bazar. Continué solo en el despoblado vagón. A los pocos minutos el tren se situó junto a una improvisada plataforma de madera. Salí a la calle y en la esfera iluminada de un reloj vi que eran las diez menos diez. Frente a mí había un gran edificio en el que estaba desplegado el mágico nombre.
No pude encontrar ninguna de las entradas de seis peniques, y temiendo que cerraran el bazar, pasé rápidamente por un torno dándole un chelín a un hombre de aspecto cansado. Me encontré en una gran sala rodeada por una galería a mitad de la altura del techo. Casi todos los puestos estaban cerrados y la mayor parte de la sala estaba a oscuras. En el silencio reconocí el que inunda una iglesia después de los servicios. Fui tímidamente hasta el centro de la feria. Unas pocas personas se agrupaban cerca de los puestos que aún estaban abiertos. Ante una cortina sobre la que habían escrito Café Chantant[16] con lámparas de colores, dos hombres contaban dinero en una bandeja. Escuché el caer de las monedas.
Recordando con dificultad para qué había venido me dirigí a uno de los puestos y examiné vasos de porcelana y floridos juegos de té[17]. En la puerta del puesto había una chica hablando y riendo con dos jóvenes. Me fijé en su acento inglés[18] y escuché vagamente su conversación.
—¡Yo nunca dije eso!
—¡Sí lo dijiste!
—¡No señor!
—A que sí lo dijo.
—Sí. Yo se lo oí.
—Vaya... ¡menudo embustero!
Al verme, la joven se acercó y me preguntó si deseaba comprar algo. Su tono de voz no animaba; parecía haberse dirigido a mí por sentido del deber. Yo miré humildemente a los grandes jarrones que estaban plantados como guardias orientales a ambos lados de la oscura entrada al puesto, y murmuré:
—No, gracias.
La joven cambió la posición de uno de los jarrones y volvió con los dos jóvenes. Volvieron a hablar del mismo tema. En un par de ocasiones la joven echó una ojeada hacia mí por encima del hombro. Aunque sabía que quedarme allí era inútil, permanecí ante su puesto, por hacer que mi interés en su mercancía pareciera más auténtico. Entonces me di la vuelta lentamente y fui andando hasta el centro del bazar. En el bolsillo dejaba caer los dos peniques sobre la moneda de seis peniques[19]. Escuché una voz que desde un extremo de la galería avisaba de que se había apagado la luz. La parte alta de la sala estaba ahora completamente a oscuras.
Mirando arriba a la oscuridad me vi como una criatura a la que la vanidad manipulaba y ridiculizaba; y me ardieron los ojos de ira y angustia.
[1] Christian Brothers’ School. Una escuela exclusivamente para varones católicos situada efectivamente en North Richmond Street, al noreste de Dublín, en un barrio modesto pero no pobre. Los Hermanos Cristianos eran una hermandad católica laica constituida para difundir la enseñanza específicamente católica en la época en la que esta estaba prohibida en Irlanda. Véase nota 4 de «El día de la hiedra en la sala del comité».
[2] imperturbables rostros marrones. El sentido de esta frase se comprende comparándola con la descripción que Joyce hace de unas casas similares en Stephen Hero: «de esas casa de ladrillo marrón que parecen la auténtica encarnación de la parálisis irlandesa».
[3] El abad de Walter Scott, El devoto comulgante y Las memorias de Vidocq. Tres obras de muy distinto carácter y publicación bastante anterior al momento en que se desarrolla la historia. La primera (1820) es una de las novelas históricas del autor, centrada en la figura de la reina María de Escocia (1542-1587). La segunda (1813) es un oscuro texto devoto de un religioso franciscano llamado Pacificus Baker, que llevaba como subtítulo: O meditaciones y aspiraciones pías para los tres días anteriores y los tres días posteriores a recibir las santa eucaristía. La tercera (1828) es una conocida obra novelesca publicada como unas memorias por François Vidocq, un detective francés que previamente tuvo una larga carrera como delincuente. En estas memorias se presenta como maestro de disfraces y de la escapada, tanto a un lado como al otro de la ley. Como detective fue acusado de fabricar crímenes en su propio beneficio.
[4] la oxidada bomba de bicicleta del anterior inquilino. La sugerente imagen de la bomba de bicicleta abandonada