Emergencia climática. Antonio Cerrillo
las evidencias del calentamiento y sus efectos sobre el planeta ya cuentan con conocimientos científicos robustos y sólidos. Y merecen más que el icono frágil de una joven que parece emular la lucha de David contra Goliat.
1.2. El bucle del falso bienestar
Las protestas de los jóvenes airados vuelven a poner de actualidad el papel del ciudadano (y también el de la clase política) a la hora de poder escalar esta enorme montaña que tenemos por delante. Hay coincidencia en que los cambios necesarios son enormes y afectan tanto al conjunto de nuestras actividades como al modelo mismo de desarrollo que ha resultado victorioso en los últimos años. Es decir, es cuestionado el libre comercio en su versión más liberal, que ha tenido más influencia en la globalización que las regulaciones introducidas para dosificar, acotar y atenuar los efectos perniciosos de una economía que no internaliza los costos ambientales, ecológicos y climáticos.
Nuestra cultura ha creado un imaginario social en el que la felicidad personal prácticamente depende de un crecimiento ilimitado del PIB. Es como si nuestras alegrías y nuestras expectativas estuvieran sujetas a una gráfica que en realidad también puede ser leída como el marcador de la sobreexplotación de los recursos del planeta.
El PIB quiere señalar la evolución de la riqueza, pero también tiene en su reverso el principal indicador del agotamiento de los recursos, visto que las actividades deseables como restaurar, regenerar, recuperar, reciclar o renaturalizar son marginales, han sido postergadas o no tienen la dimensión requerida en la economía. El resultado
es que los ciudadanos están atados a este esquema mental que busca satisfacer las necesidades de consumir bienes y servicios, pero ignoran las repercusiones de sus actos a largo plazo sobre el clima y los ecosistemas.
Por eso, buscar una solución alternativa que desacople la explotación de los recursos respecto a la prosperidad personal e individual es la gran ecuación. Y tiene que ser resuelta para que el ciudadano deje de ser el reo de un sistema que, aun siendo injusto e insolidario, crea privilegiados y pequeños paraísos (los ricos, los países desarrollados…), y en donde se interpreta que cualquier cambio en las pautas de consumo es un sacrificio o una renuncia inasumible.
Salir de este bucle no es fácil. Como salida, los ciudadanos se mueven entre seguir la filosofía del carpe diem y el riesgo de caer en una ecofatiga.
La vida para el mundo rico se ha hecho muy cómoda; y eso se concreta en un comportamiento que dilapida los recursos, visible en la aspiración de tener dos coches por familia en lugar de compartir uno solo o en hacer un uso desaforado de los vuelos baratos. Nos dejamos llevar por un confort y una comodidad trivial, banal y despilfarradora.
Los ejemplos son incontables.
Nunca como hasta ahora, el hombre había pretendido crear tan decididamente un clima a su medida, a la carta. Antes, sus actividades perseguían modificar el entorno o domesticar la naturaleza pero adaptándose lo mejor posible al clima. Ahora, da un paso más, y ha decidido crear climas artificiales, jugar con las regiones del globo y tener una meteorología con encefalograma plano en casa, en la oficina y en vacaciones. A unos 35 kilómetros de Berlín funciona un parque recreativo que permite pasar unas horas en una isla tropical. Con una temperatura media de 27 grados y una humedad de un 70%, no falta la vegetación exuberante, el sonido de los pájaros o la playa de arena blanca. Fuera del recinto hace un frío invernal prusiano, pero para mantener aislada y caliente esta burbuja de cristal se requiere un gasto energético brutal. Vivir climas exóticos también es posible mientras se esquía en Dubai, en donde funciona la primera pista cubierta de nieve. En su Snow Park, las temperaturas no bajan de 1º grado bajo cero, y en sus pistas jóvenes con turbante disfrutan del snowboard o el trineo como si estuvieran en los Alpes. Los nuevos mapas de geografía incluyen campos de golf junto al desierto californiano de Mojave y greens bien regados en los Emiratos Árabes al lado de los camellos del desierto.
Pero todo esto también pasa en España. Se aprecia en cafés italianos y en tabernas vascas, cuyas puertas están abiertas de par en par en pleno invierno mientras en su interior hace un calor de espanto; o en los grandes almacenes, que utilizan el frío en verano como anzuelo para atraer a turistas que callejean agotados en busca de un oasis donde comprar. La última imagen de este artificio son las terrazas de bares y restaurantes decoradas con un bosque de estufas de gas, hasta tal punto que pueden dejar frito al cliente –si tienes una cercana– o convertirse en un trasto inútil si te pilla en el otro extremo de la terraza. “Todo esto forma parte de la creencia de que no somos parte de la biosfera, y de que podemos ignorar el clima que nos corresponde por nuestro lugar de residencia”, dice Jordi Pigem, filósofo y ensayista.
Sin embargo, el bienestar también se puede alcanzar con bienes y servicios que mitiguen el derroche energético y que psicológicamente dan mayor satisfacción.
La tentación de cerrar los ojos y de aislarse en respuesta a este círculo vicioso es una salida de emergencia personal comprensible en un contexto en el que la precariedad laboral, la digitalización, la atomización de las relaciones y el culto al individualismo se imponen. Pero si se recupera el sentido epicúreo original que expresaba el poeta Horacio se constata que la mayor felicidad es compartir los frutos y disfrutar de los valores colectivos.
Y tampoco tiene sentido hablar de ecofatiga; al menos en España. Es como si a un pobre le pusieran delante un gran manjar y, antes de que empezara a dar cuenta de él, se lo retiraran con el argumento de que es “por su bien”, y que es “peligroso darse un atracón”. En el caso de España apenas hemos probado bocado, y ya algunos niegan el plato (y acusan de alarmistas) a quienes simplemente quieren una comida más sana y frugal.
Es cierto que no se puede declarar la emergencia climática de forma indefinida y mantenerla en el tiempo. Necesitamos un indicador para salir de ella; al menos, para dar un respiro para recuperar aliento y brío. El ciudadano tiene suficientes problemas cotidianos y arrastra demasiadas preocupaciones diarias para que se le imponga esta alarma permanente como una espada de Damocles. Necesariamente, se precisa una tarea colectiva, en la que debe desempeñar un papel preponderante el conjunto de la ciudadanía, para que esta arrastre a la clase política.
Pero, ¿qué papel puede jugar el ciudadano de a pie? Después de muchos años dedicados a la tarea de informar sobre asuntos medioambientales, he desarrollado una particular intuición para descubrir a los malos políticos, que son aquellos que, ante el problema del cambio climático o asuntos de gran envergadura, se parapetaban en el argumento de que “este es un asunto de todos”. Es una particular demostración de su inacción política o, al menos, de su falta de liderazgo. Cuando un problema es de todos, al final, no es de nadie. Es como cuando en los años sesenta las campañas contra los incendios forestales en el franquismo nos decían que “el monte es de todos” (¿desde cuándo dejaron de ser propiedad de sus dueños?).
Los mismos políticos que invocan la participación colectiva para salir entre todos de este atolladero climático son los que promovieron leyes de contrarreforma ambiental y tomaron iniciativas que condenaron a la precariedad laboral a cientos de miles personas, sin que sintieran entonces la más mínima necesidad de esgrimir el mismo argumento. ¿Es que estos otros problemas no eran también un asunto “de todos”?
Entonces, ¿quién debe actuar primero?, ¿los ciudadanos o los políticos? Muchas organizaciones y personas sostienen que deben ser los ciudadanos quienes impulsen los cambios. Que la verdadera transformación llegará desde la base. Que los buenos ejemplos de actitud cívica pueden ser la mejor respuesta.
Se parte así de la convicción de que la onda expansiva de esa actitud ejemplar se iría extendiendo, hasta provocar un efecto multiplicador, de forma que al final se generalizaría hasta que el catecismo personal se convirtiera en una guía práctica de actitudes modélicas y respetuosas con nuestro medio ambiente. Dentro de estos colectivos se ha insistido en la importancia y la fuerza de las pequeñas cosas, de los pequeños gestos. Reciclar, colocar luces de bajo consumo, moverse en transporte público o, incluso, renunciar a viajar en avión son percibidos como ejemplos de comportamiento ecológico ejemplar. Cambiarse a una compañía o cooperativa eléctrica que produzca y comercialice energía verde sería