¿Ha enterrado la ciencia a Dios?. John C. Lennox
nos han dado una visión espectacular de la naturaleza del universo que habitamos. En la escala de lo inimaginablemente grande, el telescopio Hubble transmite impresionantes imágenes de los cielos desde una órbita muy por encima de la atmósfera. En la escala de lo inimaginablemente pequeño, el microscopio de efecto túnel descubre lo increíblemente complejo de la biología molecular, plena de información macromolecular y de ínfimas fábricas de proteínas cuya complejidad y precisión hacen que incluso las tecnologías humanas más avanzadas aparezcan toscas, en comparación.
¿Es la vida humana en último término una configuración fortuita e improbable de átomos, entre otras muchas posibles? Además, ¿en qué sentido podríamos considerarnos especiales cuando habitamos un pequeño planeta que gira alrededor de una discreta estrella de la periferia de una galaxia helicoidal que contiene miles de millones de estrellas semejantes, una más de los miles de millones existentes a su vez en la inmensidad del espacio?
Más aún, dicen algunos, como ciertas propiedades básicas de nuestro universo, tal como los valores de las fuerzas fundamentales de la naturaleza y el número de dimensiones observables de espacio y tiempo, son el resultado de efectos aleatorios operantes desde el origen del universo, bien podría haber otros universos de estructuras muy diversas. ¿No podría ser el nuestro uno más de una amplia gama de universos paralelos separados e incomunicables? Así pues, ¿no resulta absurdo sugerir que los seres humanos tienen una finalidad? Su importancia en tal multiverso quedaría efectivamente reducida a cero.
Por lo tanto, no sería más que un absurdo, y un ejercicio intelectualmente pobre de nostalgia, remontarse a los primeros días de la ciencia moderna, cuando científicos tales como Bacon, Galileo, Kepler, Newton y Clerk Maxwell, por ejemplo, creían en un Dios Creador e inteligente cuya creación sería el cosmos. La ciencia ha superado ya ese pensamiento primitivo, se nos dice, arrinconando y defenestrando a Dios, para después enterrarlo con sus omnicomprensivas explicaciones. Dios no ha pasado de ser más que la sonrisa levitante del Gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas. A diferencia del gato de Schrödinger[1], Dios no es la superposición fantasmal de un ser muerto y vivo a la vez, sino que está definitivamente muerto. Además, todo el proceso de su derrocamiento indica que cualquier intento de reintroducirlo impedirá el progreso científico. Esto es naturalismo puro y duro: la visión de que la naturaleza es todo lo que hay, y que no hay trascendencia posible.
Peter Atkins, profesor de Química de la Universidad de Oxford, a la vez que reconoce el origen religioso de la ciencia, defiende vigorosamente ese punto de vista:
La ciencia, el sistema de creencias firmemente fundado en el conocimiento reproducible y compartido públicamente, surgió de la religión. Cuando la ciencia se desprendió de su crisálida para convertirse en mariposa, se hizo con el control. No hay por qué suponer que la ciencia no pueda enfrentarse a todos los aspectos de la existencia. Solamente las personas religiosas, entre las que incluyo tanto a las cargadas de prejuicios como a las mal informadas, secretamente desean que exista un oscuro rincón del universo físico que la ciencia no pueda llegar a iluminar nunca. Pero la ciencia no ha encontrado nunca tal obstáculo, y los únicos motivos para suponer que el reduccionismo fracasará son el pesimismo de algunos científicos y el miedo de las mentes religiosas[2].
Una conferencia en el Instituto Salk de Ciencias Biológicas de La Jolla, en California, trataba en 2006 del siguiente tema: “Más allá de las creencias: ciencia, religión, razón y supervivencia”. Al abordar la cuestión de si la ciencia debería tener relación alguna con la religión, el Premio Nobel Steven Weinberg declaró: «El mundo necesita despertar de la larga pesadilla de la religión... Cualquier cosa que podamos aportar nosotros, los científicos, para debilitar la influencia de la religión, debe hacerse. Y, de hecho, puede ser nuestra mayor contribución a la civilización». Como era de esperar, Richard Dawkins fue aún más lejos. «Estoy completamente harto del respeto a la religión que se nos ha inculcado tradicionalmente».
Y, sin embargo, ¿es verdaderamente cierto que habría que tachar a todas las personas religiosas de estar mal informadas y llenas de prejuicios? Al fin y al cabo, algunas de ellas son científicos que han ganado el Premio Nobel. ¿Tienen realmente puesta la esperanza en descubrir un rincón oscuro del universo que la ciencia no pueda nunca iluminar? Desde luego eso no corresponde a una descripción justa o verdadera de la mayoría de los pioneros de la ciencia quienes, como Kepler, podían afirmar que era precisamente su convicción en la existencia de un Creador la que elevó su ciencia a alturas cada vez mayores. Fueron precisamente los rincones oscuros del universo iluminados por la ciencia los que les proporcionaron a todos ellos una amplia evidencia del ingenio de Dios.
¿Y qué hay de la biosfera? ¿Es su intrincada complejidad solamente pura apariencia de diseño, tal como cree Richard Dawkins, ferviente correligionario de Peter Atkins? ¿Puede la racionalidad realmente surgir de procesos naturales sin guía alguna, procesos al azar sujetos a las limitaciones de las leyes de la naturaleza que operan sobre los materiales básicos del universo? ¿Es la solución al problema cuerpo-mente defender que la mente racional “ha surgido” de un cuerpo irracional por medio de procesos indirectos y sin sentido?
Las preguntas sobre el estado de la cuestión naturalista no desaparecen fácilmente, como demuestra el nivel de interés público que suscitan. Entonces, ¿la ciencia requiere inexorablemente del naturalismo? ¿O se podría pensar que el naturalismo es una filosofía que acapara a la ciencia, más que un presupuesto necesario para llevarla a cabo? ¿Podemos atrevernos a compararlo a un tipo de fe, semejante a la religiosa? Al menos se le podría perdonar a quien así lo crea, viendo cómo son tratados quienes se atreven a plantear dichas cuestiones. Al igual que los herejes religiosos de épocas anteriores, pueden sufrir un tipo de martirio caracterizado por la falta de ayudas oficiales a la investigación.
Aristóteles es famoso, entre otras cosas, por haber apuntado que para tener éxito hay que saber plantear las preguntas correctas. Sin embargo, hay ciertas preguntas que es arriesgado preguntar, y aún más arriesgado intentar responder. Sin embargo, correr tal riesgo es sin duda parte del espíritu y de los intereses de la ciencia. Desde una perspectiva histórica esto es indiscutible. En la Edad Media, por ejemplo, la ciencia hubo de liberarse de ciertos aspectos de la filosofía de Aristóteles para poder avanzar realmente. Aristóteles había enseñado que de la luna al más allá todo era perfección, y que, como el movimiento perfecto en su opinión era el circular, los planetas y las estrellas se movían en círculos perfectos. Bajo la luna el movimiento era lineal al existir imperfección. Esta visión dominó el pensamiento durante siglos, hasta que Galileo observó el universo a través de su telescopio y contempló los bordes irregulares de los cráteres lunares. El universo había hablado y parte de la deducción a priori del concepto de perfección de Aristóteles quedó hecha añicos.
No obstante, Galileo seguía obsesionado con los círculos de Aristóteles: «Para el mantenimiento del orden perfecto de las distintas partes del Universo, es preciso que los cuerpos celestes se desplacen sólo circularmente»[3]. Sin embargo, los círculos también caerían. Esta vez le tocó a Kepler, apoyándose en su análisis de las observaciones directas y detalladas de la órbita de Marte realizadas por su predecesor como matemático imperial en Praga, Tycho Brahe. Se atrevió a sugerir que las observaciones astronómicas eran de superior valor probatorio a los cálculos basados en el apriorismo de que el movimiento planetario había de ser necesariamente circular. El resto, como se suele decir, es historia. Así, postularía que los planetas describían un movimiento elíptico perfecto alrededor del sol como foco, visión que más adelante quedaría brillantemente resaltada por la Teoría del Cuadrado Inverso de Newton sobre la atracción gravitacional, que sintetizaría todos estos avances en uno asombrosamente breve y de elegante fórmula. Kepler había cambiado la ciencia para siempre, liberándola de una filosofía inadecuada que la tenía oprimida desde hacía siglos. Sería quizá algo presuntuoso suponer que un paso tan liberador no pueda darse de nuevo.
A esto tal vez respondan algunos científicos como Atkins y Dawkins que, desde los tiempos de Galileo, Kepler y Newton, defienden que la ciencia ha crecido exponencialmente y que no hay prueba de que la filosofía naturalista, estrechamente ligada a la ciencia hoy en día (al menos en las mentes de muchos), sea inadecuada. Es más, en su opinión, solo el naturalismo