¿Ha enterrado la ciencia a Dios?. John C. Lennox
desde la cual se ha proyectado hasta los límites del universo, tiene una profunda dimensión teísta.
Alguien que llamó la atención sobre este punto mucho antes que Melvin Calvin fue el eminente historiador de la ciencia y matemático Sir Alfred North Whitehead. Al observar que la Europa medieval de 1500 sabía menos que Arquímedes en el siglo tercero antes de Cristo pero que, poco después, en 1700, Newton escribe su obra maestra, Principia Mathematica, Whitehead se pregunta lo obvio: ¿Cómo pudo tal explosión de conocimiento suceder en un tiempo tan relativamente corto? Y responde: «La ciencia moderna debe provenir de la insistencia medieval sobre la racionalidad de Dios (...). Mi explicación es que la fe en la posibilidad de la ciencia, anterior al desarrollo de la teoría científica moderna, es un derivado inconsciente de la teología medieval»[17]. Vale la pena traer aquí la sucinta formulación de la visión de Whitehead por parte de C. S. Lewis: «Los hombres se hicieron científicos porque esperaban ley en la naturaleza, y la esperaban porque creían en un legislador». Fue esta la convicción que llevó a Francis Bacon (1561-1626), considerado por muchos el padre de la ciencia moderna, a enseñar que Dios nos ha proporcionado dos libros, el libro de la naturaleza y la Biblia, y que, para tener una buena educación, habría que dedicar el intelecto a estudiar ambos.
Muchas de las figuras más destacadas de la ciencia no podían estar más de acuerdo. Científicos como Galileo (1564-1642), Kepler (1571-1630), Pascal (1623-62), Boyle (1627-91), Newton (1642-1727), Faraday (1791-1867), Babbage (1791-1871), Mendel (1822-84), Pasteur (1822-95), Kelvin (1824-1907) y Clerk Maxwell (1831-79) eran teístas; en concreto, la mayoría eran cristianos. Su creencia en Dios, lejos de ser un obstáculo para hacer ciencia, era a menudo su principal inspiración, y no dudaban en decirlo. El principal impulso detrás de la inquisitiva mente de Galileo, por ejemplo, era su profunda convicción interior de que el Creador que nos había «dotado de sentidos, razón e intelecto tenía la intención de no renunciar a su uso para infundirnos por otros medios el conocimiento que podemos obtener por ellos». Johannes Kepler describía así su motivación: «El objetivo principal de toda investigación del mundo exterior debería ser descubrir el orden racional que Dios ha instaurado y que se nos revela por medio del lenguaje de las matemáticas»[18]. Tal descubrimiento, en sus propias palabras, era tanto como «repensar los pensamientos de Dios después de Él».
Qué distinta fue la reacción de los chinos del siglo XVIII, tal como recoge el bioquímico británico Joseph Needham, cuando las noticias sobre los grandes avances de la ciencia en Occidente les llegó por medio de los misioneros jesuitas. Para ellos, la idea de que el universo se gobernaba por sencillas leyes que los seres humanos podían descubrir, y de hecho descubrieron, era una locura total. Su cultura simplemente no podía concebir tal noción[19].
La falta de entendimiento de lo que se trata de explicar aquí podría llevar a confusión. No se está afirmando que todos los aspectos de la religión en general y el cristianismo en particular han contribuido al surgimiento de la ciencia. Lo que se intenta decir más bien es que la doctrina de un único Dios Creador, responsable de la existencia y orden del universo, ha tenido un papel importante. No se sugiere que haya habido nunca oposición religiosa a la ciencia. De hecho, T. F. Torrance[20], comentando el análisis de Whitehead, señala que el desarrollo de la ciencia fue a menudo «seriamente obstaculizado por la iglesia cristiana, incluso cuando en su seno comenzaban a surgir las primeras ideas modernas». Como ejemplo menciona que la teología agustiniana, que dominó Europa durante 1000 años, tuvo tal poder y belleza que llevó a grandes contribuciones a las artes en la Edad Media, pero su «escatología, que perpetúa la idea de la decadencia y el colapso del mundo y de la salvación como liberación de él, dirigía la atención afuera, hacia lo supraterrenal, a la vez que su concepción sacramental del universo permitía solamente una comprensión mística de la naturaleza y su uso religioso y simbólico, adoptando y santificando una perspectiva cosmológica que había de ser reemplazada para que pudiera existir progreso científico». Torrance también añade que «lo que a menudo frenaba seriamente la búsqueda científica era una concepción inflexible de la autoridad y su relación con la comprensión y el entendimiento, que se remonta a Agustín (...) que dio lugar a amargas quejas contra la Iglesia»[21]. Galileo es un ejemplo de ello, como veremos enseguida.
Sin embargo, Torrance apoya claramente la tesis de Whitehead: «A pesar de la desafortunada y frecuente tensión entre el progreso de las teorías científicas y los hábitos de pensamiento tradicionales de la iglesia, la teología aún puede afirmar haber dado a luz a lo largo de los siglos a las creencias e impulsos básicos responsables de la ciencia empírica moderna, aunque solo sea por medio de su incansable creencia en la fiabilidad de Dios Creador y en la máxima inteligibilidad de su creación».
John Brooke, catedrático de ciencia y religión de Oxford, es menos audaz que Torrance: «En el pasado, las creencias religiosas han sido presupuesto de la empresa científica en la medida en que han suscrito a esa uniformidad (...). Una doctrina de la creación podría dar coherencia a la empresa científica en la medida en que asumiera un orden estable más allá del orden cambiante de la naturaleza (...) lo que no implica necesariamente la atrevida apuesta de que sin una teología previa la ciencia nunca habría despegado; pero sí viene a decir que las ideas particulares de sus pioneros a menudo estaban informadas por creencias teológicas y metafísicas»[22].
Más recientemente, el sucesor de John Brooke en Oxford, Peter Harrison, ha argumentado poderosamente que un factor fundamental en el ascenso de la ciencia moderna fue la actitud protestante respecto a la interpretación de los textos bíblicos, que puso fin al enfoque simbólico de la Edad Media[23].
Por supuesto que es enormemente difícil saber “lo que habría ocurrido si...”, pero seguramente no es demasiado aventurado afirmar que el desarrollo de la ciencia se habría retrasado seriamente si no hubiera existido una doctrina de la teología en particular, la de la creación, doctrina común para judaísmo, cristianismo e islam. Brooke, por otro lado, alerta acertadamente ante quien exagere esta idea, pues el hecho de que una religión haya apoyado la ciencia no demuestra que sea verdadera. Lo mismo se podría decir del ateísmo.
La doctrina de la creación no solo fue importante en el surgimiento de la ciencia por su conexión con un orden en el universo: lo fue también por otra razón que ya insinuamos en la introducción. Para que la ciencia pudiera desarrollarse, el pensamiento habría de liberarse del omnipresente método aristotélico de deducir de una serie de principios fijos cómo debe ser el universo, y adoptar una metodología que permitiera al universo hablar directamente. Ese cambio fundamental de perspectiva fue facilitado por la noción de la creación contingente, es decir, la idea de que Dios Creador podría haber creado el universo de cualquier modo que eligiera. Por lo tanto, para averiguar cómo es realmente el universo o cómo funciona, no hay otra alternativa que asomarse y examinarlo, pues no se puede deducir cómo funciona el universo por medio de razonamientos a partir de principios filosóficos a priori. Eso es precisamente lo que hicieron Galileo y, más tarde, Kepler y otros: se asomaron al universo, lo examinaron…, y revolucionaron la ciencia. Pero, como es bien sabido, Galileo tuvo problemas con la Iglesia, así que asomémonos a su historia para ver qué aprendemos de ella.
MITOS SOBRE ALGUNOS CONFLICTOS: GALILEO Y LA IGLESIA CATÓLICA, HUXLEY Y WILBERFORCE
Una de las razones principales para distinguir claramente entre la influencia de la doctrina de la creación y la de otros aspectos de la vida religiosa (o de la política religiosa) en el ascenso de la ciencia es intentar comprender mejor dos sucesos históricos paradigmáticos que han sido a menudo utilizados para mantener la impresión pública de que la ciencia ha combatido siempre a la religión, noción que a menudo se conoce como la “tesis del conflicto”. Nos referimos a dos de las más famosas confrontaciones de la historia: la primera, recién mencionada, entre Galileo y la Iglesia Católica; y la segunda, el debate entre Huxley y Wilberforce sobre el tema del famoso libro de Charles Darwin El origen de las especies. No obstante, después de una investigación detallada de dichos incidentes, como se verá, las historias reales correspondientes no sirven para apoyar la tesis del conflicto, conclusión que puede sorprender a muchos, pero que, no obstante, tiene a la historia de su parte.
Antes que nada, anotemos lo obvio: