¿Ha enterrado la ciencia a Dios?. John C. Lennox
como en la inmortalidad personal, lo que es, téngase en cuenta, mucho más específico que creer en algún tipo de ser divino. La proporción resultante de las respuestas fue la siguiente: del 70 % que respondieron, el 41,8 % dijo que sí, el 41,5 % que no, y el 16,7 % se declaró agnóstico. En 1996, la respuesta fue del 60 %, de los cuales el 39,6 % dijo que sí, el 45,5 % no, y el 14,9 %[11] se declaró agnóstico. Estas estadísticas recibieron diferentes interpretaciones en la prensa de acuerdo con el principio medio lleno/medio vacío: algunos las usaron como prueba de la supervivencia de la fe, otros de la constancia de la incredulidad. Quizás lo más sorprendente es que ha habido un cambio relativamente pequeño en la proporción de creyentes e incrédulos durante esos ochenta años de enorme crecimiento del conocimiento científico, lo que contrasta fuertemente con la percepción pública predominante.
Una encuesta similar demostró que el porcentaje de ateos es más alto en los niveles superiores de la ciencia. Larsen y Witham mostraron en 1998[12] que, de los científicos más sobresalientes de la Academia Nacional de las Ciencias de los Estados Unidos que respondieron, el 72,2 % eran ateos, el 7 % creían en Dios y el 20,8 % eran agnósticos. Desafortunadamente, no tenemos estadísticas similares de 1916 para comprobar si esas proporciones han cambiado desde entonces o no, aunque sí se sabe que más del 90 % de los fundadores de la Real Academia de Inglaterra eran teístas.
Ahora bien, cómo se interpreten esas estadísticas es un asunto complejo. Larsen, por ejemplo, también descubrió que para niveles de ingresos superiores a 150 000$ al año, la creencia en Dios desciende significativamente, tendencia no claramente limitada a los miembros de la comunidad científica.
Cualesquiera que sean las implicaciones de tales estadísticas, seguramente esas encuestas proporcionan pruebas suficientes de que Dawkins bien pueda tener razón sobre la dificultad de llevar a cabo su ominosa y totalitaria tarea de intentar erradicar la fe en Dios entre los científicos. Porque, además del casi 40 % de científicos creyentes de la encuesta general, ha habido y hay científicos muy eminentes que sí creen en Dios: en particular, Francis Collins, primer director del Proyecto del Genoma Humano, el profesor Bill Phillips, ganador del Premio Nobel de Física en 1997, Sir Brian Heap FRS (Fellow Royal Society o miembro de la Real Academia de las Ciencias), ex vicepresidente de la Real Academia de las Ciencias y Sir John Houghton FRS, antiguo director de la Oficina Meteorológica Británica, Co-Presidente del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático y director de la Iniciativa John Ray sobre el Medio Ambiente, por nombrar sólo algunos.
Por supuesto, la cuestión no se resuelve con estadísticas, por muy interesantes que sean. Ciertamente, la fe en Dios confesada incluso por eminentes científicos no parece tener efecto atemperador alguno en los estridentes tonos de Atkins, Dawkins y otros, mientras orquestan su guerra contra Dios en nombre de la ciencia. Tal vez sería más preciso decir que están convencidos, no tanto de que la ciencia esté en guerra con Dios, sino de que la guerra ya ha terminado, obteniéndose para la ciencia la victoria final. El mundo simplemente necesita ser informado de que, haciendo eco a Nietzsche, Dios está muerto y la ciencia lo ha enterrado. En esta línea, Peter Atkins escribe:
La ciencia y la religión no son reconciliables, y es hora de que la humanidad empiece a valorar el poder del hijo de sus entrañas y rechace todo intento de entendimiento mutuo. La religión ha fracasado, y sus deficiencias deben quedar expuestas. La ciencia, con su exitosa búsqueda del conocimiento universal por medio de la identificación de los componentes más pequeños de la realidad, deleite supremo del intelecto, debe ser reconocida como reina soberana[13].
Es este sin duda un lenguaje triunfalista. Pero ¿está realmente asegurado el triunfo? ¿Qué religión ha fallado y a qué nivel? Aunque la ciencia es sin duda una gozada, ¿es realmente el deleite supremo del intelecto? ¿Qué hay de la música, el arte, la literatura, el amor y la verdad? ¿no tienen nada que ver con el intelecto? Se puede escuchar el creciente coro de protestas de las humanidades.
Es más, el hecho de que haya científicos que parecen estar en guerra con Dios no es exactamente igual a que la ciencia esté en guerra con Dios. Por ejemplo, algunos músicos son ateos militantes. Pero ¿significa eso de que la música en sí misma esté en guerra con Dios? No parece. La idea es que las declaraciones de los científicos no son necesariamente declaraciones de la ciencia ni tampoco —se podría añadir— son necesariamente verdaderas, a pesar de que la ciencia tenga un prestigio tan grande que a menudo se las tome como tal. Por ejemplo, las afirmaciones de Atkins y Dawkins, con las que comenzamos, pertenecen a esa categoría. No son afirmaciones científicas sino expresiones de fe, de una creencia personal, y no esencialmente distintas (aunque claramente menos tolerantes) de muchas expresiones del tipo de fe que Dawkins pretende erradicar. Por supuesto, el hecho de que los pronunciamientos de Dawkins y Atkins recién citados sean declaraciones de fe no quiere necesariamente decir que esas declaraciones sean falsas; simplemente no deben tratarse como si constituyeran ciencia autorizada. Lo que hay que ver, primero, es a qué categoría pertenecen, y, después, si son verdaderas.
Antes de seguir adelante, sin embargo, tendríamos que equilibrar algo la contienda citando también a algunos destacados científicos creyentes en Dios. Sir John Houghton, académico de la Real Academia, escribe: «Nuestra ciencia es la ciencia de Dios, quien es responsable de toda la historia científica (...). El notable orden, y la asombrosa coherencia, fiabilidad y complejidad de la descripción científica del universo reflejan el orden, coherencia, fiabilidad y complejidad de la actividad de Dios»[14]. El ex director de Kew Gardens, Sir Ghillean Prance FRS, expresa de modo igualmente claro su fe: «Durante muchos años he creído que Dios es el gran diseñador que hay detrás de toda la naturaleza (...). Todos mis estudios científicos en este tiempo no han hecho más que confirmar mi fe. Considero a la Biblia mi fuente principal de autoridad»[15].
Evidentemente, de nuevo, las afirmaciones recién apuntadas no pertenecen a la ciencia sino al ámbito de la creencia personal. Debe señalarse, sin embargo, que contienen pistas sobre las pruebas que podrían aducirse para respaldar las creencias. Sir Ghillean Prance dice explícitamente, por ejemplo, que la ciencia misma confirma su fe. Así que, se da la curiosa situación de que, por un lado, los pensadores naturalistas nos dicen que la ciencia ha eliminado a Dios, y, por otro, los teístas apuntan que la ciencia confirma su fe en Dios. Ambas posturas corresponden a científicos altamente competentes. ¿Qué significa todo esto? Pues que es demasiado simplista suponer que la ciencia y la fe en Dios sean hostiles, y que quizá valga la pena explorar exactamente cómo es la relación entre ciencia y ateísmo, y entre ciencia y teísmo. Y en particular, si la ciencia apoya alguna de estas dos cosmovisiones diametralmente opuestas del teísmo y ateísmo.
Examinemos ahora brevemente la historia de la ciencia para arrojar luz sobre el tema.
LAS RAÍCES OLVIDADAS DE LA CIENCIA
En el corazón de toda ciencia se encuentra la convicción de que existe un orden en el universo. Sin esta profunda convicción, la ciencia no sería posible. Así que es bueno preguntarse, ¿de dónde procede tal convicción implícita? Melvin Calvin, Premio Nobel de bioquímica, no parece tener mucha duda sobre su origen: «Cuando intento buscar el origen de esa convicción, la encuentro en una noción básica descubierta hace 2000 o 3000 años, y primeramente enunciada en el mundo occidental por los antiguos hebreos, a saber, que el universo está gobernado por un solo Dios, y no es el producto de los caprichos de unos dioses que gobiernen su propia circunscripción según sus propias leyes. Esta visión monoteísta parece ser la base histórica de la ciencia moderna»[16].
Y esto es verdaderamente llamativo a la vista de lo común que es en la literatura sobre las raíces de la ciencia contemporánea acudir primero a los griegos del siglo vi a. C. para señalar después que, para que la ciencia avanzara, la cosmovisión griega hubo de vaciarse antes de su contenido politeísta original. Volveremos al tema luego. Ahora solamente señalaremos que, aunque los griegos ciertamente fueron en muchos sentidos los primeros en hacer ciencia tal como la entendemos hoy, lo que apunta Melvin Calvin es que la visión real del universo de más ayuda a la ciencia, es decir, la visión hebrea de un universo creado y mantenido por Dios, era mucho más antigua que la cosmovisión griega del mundo.
Esto es algo que, tomando prestado el lenguaje de Dawkins (quien, a su vez,