Cómo evitar amargarse la vida. Brenda Barnaby
No hay que ponerse metas inalcanzables
La sobreadaptación es un mecanismo de defensa que está relacionado con una enorme autoexigencia y sobreesfuerzo. Nos lleva a exigirnos cada vez más y ponernos metas más altas e inalcanzables. Esta exigencia produce en nosotros un desgaste tal que trae aparejada una serie de consecuencias observables en el plano físico y psíquico: nerviosismo, depresión, agotamiento, diferentes dolencias en el cuerpo, insomnio, solo por mencionar a algunas.
No es suficiente con rendir un poco o resolver algo, nos obligamos a hacerlo todo, a responder ante toda situación (incluso cosas que nos desagradan) porque creemos profundamente que debe ser así y no de otra manera. ¿Cómo puede ser que no pueda resistir esto? ¿Cómo es posible que me ponga mal ante esto otro? No es normal que me desagrade tal cosa y que no pueda convivir con ella...
Reconocer los límites
Lucía y Javier se conocieron en el mes de mayo, y en diciembre de ese mismo año se fueron a vivir juntos. Él tenía dos hijos, ella ninguno, dado que prefería dedicar, por el momento, su tiempo a su profesión y pareja. Al principio todo le parecía encantador. La situación era una novedad para ella. Las travesuras de los chicos hacían que se desternillara de risa.Y ciertas actitudes de él, las atribuía al estrés y la flamante convivencia. Con el paso del tiempo, esas travesuras que terminaban en la rotura de un objeto o la mancha de una pared sumados a la falta de ayuda de él, le empezó a producir escozor. Javier cada vez estaba más tiempo con los chicos y menos con Lucía. Ella se repetía una y otra vez que millones de mujeres tenían estos «problemitas» y que si podía llevar adelante toda una oficina tenía que poder llevar adelante ese hogar. Cada vez necesitaba dedicarle más tiempo a la limpieza y a la organización de la casa. Pero no bajaba los brazos. Ella tenía que poder. Su salud comenzó a deteriorarse, cada vez tenía peor humor, las peleas eran el plato de cada día, pero, las peleas fueron el plato fuerte de cada día, pero insistía con ese deber.
¿Qué tengo yo? ¿Cómo no voy a poder con esto? (Fíjense cuántas veces se repite la palabra «deber», o la expresión «tener que».) El hablar con su pareja era imposible. Porque Javier consideraba que él hacía cosas para que el hogar funcionara pero que para ella no era suficiente (y podía ser cierto desde su punto de vista). Finalmente, llegó ese día, el de la decisión de no presionarse más, respetarse y reconocer sus límites. Después de todo era un ser humano que podía fallar, cansarse y fastidiarse y hasta no tener la fortaleza que otros tenían. Por otro lado, no tenía obligación de ser una supermujer, era como era, había dado lo mejor de sí misma y si eso no era suficiente, pues bien, a intentarlo por otro lado.
Finalmente, después de varias tentativas y ver que era imposible que se entendieran, por un lado, y la comprensión de que había cosas a la que ella no podía responder, por otro, decidió encarar la separación. No fue tirar todo por la borda, fue comprender, llegar a ese estado de autoconocimiento y reconocimiento suficiente como para aceptar cómo se es y hasta dónde se puede llegar, que había cosas que escapaban a su alcance y que por lo tanto las debía dejar ir. De nada servía ese esfuerzo diario y autosacrificio porque no hacía otra cosa que lastimarla y lastimar a los que tenía a su alrededor. De modo que la mejor opción fue la separación y la propia aceptación de las limitaciones. En eso consiste la madurez. En aceptarse como se es. No se trata de deshacerse de todo cada vez que algo sale mal o no nos gusta, ni de huir, sino más bien, de adquirir una claridad tal que nos haga vislumbrar qué nos hace bien o mal y hasta qué punto podemos llegar.
Límites, límites, todos los tenemos… hay que aceptarlos y aprender a vivir con ellos.
Imperativos culturales
«La cultura es algo que se aprende. (…) Los objetos materiales que crean los hombres no son, por sí mismos, cosas que los hombres aprendan. (…) Lo que aprenden son las percepciones, los conceptos, las recetas y habilidades necesarias: las cosas
que se necesitan saber con el fin de que cumplan
las normas de sus compañeros.»
Ward H. Goodenough, Cultura, lenguaje y sociedad
Veamos solo alguna de esas premisas que tanto nos condicionan:
Prohibido decir: ¡No aguanto más a mis hijos!
No eres mujer hasta que eres madre.
Si quieres conservarlo arréglate mucho y todo el tiempo.
Los hombres deben ser más fuertes que las mujeres.
Los hombres no lloran ni deben mostrarse sensibles.
Hay que tener muchos amigos, si no, es que no eres bueno o no eres amado.
Si no ganas mucho dinero eres un fracasado.
Debo tener un físico excelente.
La ropa debe ser de marca, si no parezco pobre.
Al menos debo parecer que gano mucho dinero.
Debemos tener una fuerte personalidad.
Debemos poseer un carácter fuerte.
Cuanto más sexo mejor (no importa la calidad).
Mi hijo no puede hacer las cosas de casa, mi hija, sí (a ver si el nene se me hace «rarito»).
SegúnWard Goodenough, la cultura es algo mental, a saber, son todos aquellos conocimientos que se tienen para comportarse de manera adecuada y conforme a las normas de una sociedad. La cultura abarca, entre otras cosas, costumbres, normas, modas, estilos de vida de un grupo social, en una determinada época y lugar. Esta guiará y dictará qué está bien o mal, es bello o feo, exitoso o fracasado; y, justamente, los medios de comunicación se ocupan muy bien de difundir esta ideología (al servicio del consumismo) e inculcarla en cada una de las personas que ven o escuchan sus mensajes publicitarios.
Estas «órdenes» limitan nuestras opciones, nos indican qué hacer y señalan maliciosamente a quienes quieren escapar de sus garras. Nunca fue tan flagrante y dominante el «mandamiento» cultural, que exige gozar, ser hermosos, exitosos y obedientes.
La mujer debe ser femenina, el hombre, masculino. Esto implica que la mujer debe venir al mundo con neuronas especiales para dominar la cocina, saber de productos de limpieza, querer tener hijos, tener paciencia a prueba de bala, tener unos modales y una imagen personal impecable a pesar de que deba lidiar con dos niños y un trabajo de diez horas. Debe ser portadora de un carácter lo suficientemente noble como para soportar todos los retos que le den en la oficina y además, sin perder ningún tipo de gracejo, ser bella, joven y esbelta.
El hombre, por su parte, si es masculino, no debe hacer demasiadas tareas en el hogar porque eso corresponde al reino femenino, no debe llorar si ve una película romántica, si tiene una familia que mantener no puede flaquear o deprimirse porque eso es de «débiles».Y si pierde el trabajo se siente poco menos que un inútil porque no puede mantener a sus hijos. Un verdadero hombre es el proveedor.
Yo me pregunto… ¿en qué momento del mundo se plantearon estas reglas? ¿Cuándo el ser humano se volvió tan sádico? ¿En nombre de qué pusimos estas normas que ciñen a las personas y quebranta su libertad? Millones de seres humanos toman pastillas, hacen terapia, fuman, enferman, se estresan porque no encajan con esos moldes preestablecidos. Por qué no plantearse que no DEBEMOS SER como nos enseñaron o como nos muestran ciertos estereotipos en los medios de comunicación. Por qué no podemos pensar que es posible ser de otra forma, aceptar que se puede ser feliz sin esas imposiciones. Si llegamos a comprender estos cuestionamientos podremos derribar esos muros que tanto nos oprimen.
Podemos cambiar, está comprobado
Sigo con las buenas noticias: estudios científicos (no elucubraciones o suposiciones) en el campo de la neurociencia confirman que el cerebro, además de ser un órgano altamente complejo, también es dinámico, es decir, no permanece inalterable a través del tiempo; muda, modifica sus funciones, sus conexiones.
Las experiencias y diferentes tipos de estimulación hacen