Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez

Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez


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      Asesino de sicarios

      D93

      Adrián E. Núñez

      Asesino de sicarios

      D93

      Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

      © Adrián E. Núñez (2019)

      © Bunker Books S.L.

      Cardenal Cisneros, 39 – 2º

      15007 A Coruña

      [email protected]

      www.distrito93.com

      ISBN 978-84-17895-94-5

      Depósito legal: CO 517-2020

      Diseño de cubierta: © Distrito93/ Milita Šeštokaitė

      Fotografía de cubierta: © AdobeStock/ Fernando Cortes

      Diseño y maquetación: Distrito93

      Mi entero agradecimiento a Arantxa Hernández; fuiste la voz pasiva que se introdujo entre los personajes de esta historia.

      Total gratitud y cariño para todos los que creyeron en mí y en la crítica social que expone este título.

      Con especial agradecimiento a Elsa Rodríguez, Nelly Flores, Óscar Adonio, Martínez Aguilar y Jaime Araiza Aguilar.

      A mi abuelo Luis,

      que fue inspiración de mis primeras letras

      Prólogo

      El poderoso traqueteo del tren andando solitario se había vuelto el protagonista del momento. Tomando la debida precaución, detuvo su troca ante la inminente avanzada de la mole de hierro. Miró a su alrededor. Lo oscuro de la noche en combinación de la espesa neblina no le permitía ver el último vagón.

      Normalmente, la gente al ver lo largo del tren solían apagar su coche, pero debido a los últimos acontecimientos, el comandante le había advertido que podría estar siendo vigilado por los del cartel de la línea. Mas valía estar prevenido, así que dejó el motor encendido.

      A la espera, decidió bajarse de su troca y caminar al frente de ella para mirar a ambos lados de la bestia, como solían decirle los inmigrantes que lo trepaban sin pagar peaje.

      Uno que otro inmigrante centroamericano se asomaba para intentar dilucidar hasta donde habían llegado ya.

      Desconfiaba de aquella situación: solo, en la oscuridad de la madrugada, sabiendo de antemano que el enemigo andaba fuera, cazándolo. En el noticiero de la mañana habían evidenciado el asesinato de uno más. Lo encontraron a las afueras de la ciudad, pero lo más relevante era que, tenía un reloj en la boca. Días atrás había sido otro, también tenía un reloj dentro de su boca cuando lo encontraron. Ambos eran jefes de sicarios del cartel de la «línea».

      Aquella reporteara empezaba a insinuar que había algún tipo de vengador que hacía justicia de mano propia. Era peligroso decir eso. Pero el cartel contrario no se adjudicaba ninguno de los asesinatos, y el móvil no era el típico de un sicario. Eso lo ponía nervioso, y pese a ello, disfrutaba que aquellos desgraciados fueran asesinados.

      Andar encubierto no era necesariamente una ventaja en una ciudad donde los mismos enemigos estaban infiltrados en lo más profundo de las entrañas de cada uno de los departamentos policiacos. Pero él era consciente de aquella situación. Tenía muy presente que debía realizar su labor con total profesionalismo para intentar jamás hundirse en las arenas movedizas de la corrupción, que eran el cáncer del día al día en aquella ciudad. Sabía bien que detener ese cáncer era labor de alguien más, no estaba seguro de quién, quizás gente como el comandante Homero Romero, y aún él tenía hartas limitante. Y es que, en un mundo de lobos rabiosos, él sólo era una liebre moribunda que jugaba junto con otras liebres a ser policía. Quizá sí, se encontraba en la base de la cadena alimenticia pero, aun así, la labor de aquel minúsculo animalito tenía su función en aquel ecosistema, y la suya, era atrapar a los pequeños chicos malos, intentar más significaría embriagarse de una soberbia irreversible que lo llevaría al sufrimiento de él y sus seres queridos que culminaría con la muerte de cada uno de ellos. Estaba completamente seguro que esa y, ninguna otra, era su realidad.

      «¿Qué loco se atrevería hacer aquello? ¿Cuánto tiempo más podría durar?»

      Una sonrisita se dibujó en su rostro. Sabía que se encontraba envuelto en una institución donde se jugaba chueco y se pagaba con machete en cuello si intentara correr un poco más deprisa. Más valía seguir siendo parte del ecosistema, procurando ser lo más honesto posible y esperando que aquello no llegara a ofender a nadie porque, de ser así, poco podría costar aquel valor que parecía estar en extinción, y que fuera aquel loco que algunos comenzaban a nombrar el justiciero, quien se encargara de hacer el trabajo duro.

      PRIMERA PARTE

      La terapia

      Los limpiaparabrisas bailaban al ritmo de la lluvia, abriendo pequeños espacios que permitían a Santiago buscar con la mirada su destino. La dirección que le habían dado decía que era allí, pero el lugar no lucía exactamente como un consultorio psicológico, se trataba tan solo de una casa.

      Apagó la troca. No quería entrar como policía, así que desprendió su placa y guardó la pistola debajo del asiento; subió el cierre de su chamarra, esperando mojarse lo menos posible, y cuando estaba a punto de jalar la manija, un pequeño escalofrío recorrió todo su cuerpo. No sentía miedo, sin embargo, jamás había asistido a un sitio como ese. «Qué maldita necesidad de ir con un desconocido a contarle tu vida. Qué trabajo más aburrido escuchar problemas de otros», pensó.

      No era miedo, sino nervios; no estaba ahí por voluntad propia.

      —Te veo cada vez peor —recordó lo que le había dicho su viejo amigo de la infancia, el ahora sacerdote Rodrigo—. Acércate a Dios, él lo puede todo. Verás que pronto te sentirás mucho mejor.

      Refunfuñó. Resultaba fácil para un sacerdote aconsejar eso. ¿Cuántos no acudían a uno para confesarle sus intimidades a cambio de librarse de sus pecados semanales? De cualquier forma, las religiones no eran lo suyo. La vida misma se había encargado de que perdiera la fe.

      Una vez borrado ese molesto recuerdo, decidió bajar de su troca. Caminó en dirección al lugar, aún meditabundo. Se sentía renuente a asistir a un psiquiatra, psicólogo o como fuese que lo llamaran.

      «No creo que alguien pueda cambiar mis modos de pensar. Una pérdida de tiempo todo esto».

      Mientras cruzaba la calle, la remembranza de su esposa se presentó:

      —Si no haces algo por ti, terminarás afectándonos a nosotros también. ¡Entiéndelo! No lo hagas por ti, sino por tu hijo.

      Pero él era incapaz de reconocer la depresión en la que había caído. Ni su propio hijo resultaba motivo suficiente para buscar ayuda profesional.

      A pesar de que la lluvia lo empapaba, su caminar se había enlentecido entre reflexiones. Todavía podía regresar a su troca, arrancar e intentar resolver sus problemas por cuenta propia, sin apoyo de terapeutas o doctores, psicólogos o psiquiatras o lo que fuera el tal doctor Paulo Holguín. Sin embargo, sin darse cuenta, ya se encontraba frente a la puerta del consultorio. Volteó y un nuevo recuerdo lo invadió:

      —Escúchame muy bien, cabrón


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