Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez
de luz en el cielo y había que aprovecharlos. Era mediados de mayo y, a pesar de ello, el intenso calor hacía pensar en el verano, lo que resaltaba el olor a putrefacto.
El relleno sanitario ocupaba varios kilómetros cuadrados; ahí terminaba toda la basura de la ciudad. Montañas de desperdicios y pudrición. Una sinfonía de los vapores más apestosos inimaginables. Un cadáver sería fácil de ocultar allí. Definitivamente, nadie distinguiría la peste a carne muerta. Todo un festín para las ratas, buitres y los perros que habitaban allí.
El hedor era insoportable casi para cualquiera, excepto para don Ramiro y su manada de canes. Quizá ya se había acostumbrado o perdido el olfato.
Había cerrado la entrada principal y se disponía a relajarse dentro de la pequeña caseta. El reloj de la antigua radio que había traído de su casa marcaba las siete de la tarde con dos minutos. Escucharla era lo único que lo entretenía durante su jornada laboral, que duraba hasta el día siguiente.
Ya que el basurero se encontraba algo alejado de la ciudad, apenas se alcanzaba a sintonizar esa estación de música antigua, en el 808 a. m. «Música para viejitos», le había dicho un chamaco imberbe que acompañaba a su padre a deshacerse de algunos muebles, en una ocasión que le había tocado el turno de la mañana. Pero don Ramiro era noble y, con una pequeña sonrisita, hizo entrever más las arrugas de su rostro. Él seguiría disfrutando de la que consideraba la mejor jamás tocada.
Se disponía a cenar, así que sacó la bolsa de papel donde su mujer le había empacado su cena. Tenía hambre. Siempre tenía hambre. Nunca había mucho que comer. Trabajaba por el mínimo y no le daban ningún tipo de prestaciones como seguro, pensiones y mucho menos vacaciones. Ni pensarlo. Básicamente se esforzaba por migajas. No se le ofrecían muchas opciones, la edad no le permitía encontrar otro trabajo; además, su pequeña casa de láminas y madera quedaba a menos de un kilómetro de allí, así que aquel puesto resultaba lo mejor para un anciano en su condición.
El pobre no era capaz de reconocer con el olfato lo que su señora le había preparado de cena, así que abrió la bolsita para distinguir con sus propios ojos un bolillo partido a la mitad, con una embarradita de frijoles; justo cuando estaba a punto de tocar su boca, la luz de un vehículo deslumbró su rostro. Don Ramiro miró la hora: eran casi las nueve de la noche.
Un carro algo viejo, pero elegante se aproximó. La puerta de malla ciclónica evitaba el acceso de cualquier vehículo, a menos que don Ramiro decidiera abrirla; pero él sabía bien que, si lo hacía, podía perder la única fuente de ingresos que él y su mujer tenían para vivir.
No se arriesgaría, y menos ahora que su mujer se hallaba enferma de algo raro que él no lograba comprender, pero que consistía en que las cosas más simples como cambiarse o comer carecían de sentido para ella. Era una enfermedad progresiva, según le había dicho el médico. De hecho, en una ocasión, en vez de encontrar un pan con frijoles en su bolsa de cena, se había topado con el jabón del baño; en la segunda, aún menos comestible, había servido algunos cubiertos sucios y, en la última, se trataba de uno de sus zapatos. El médico le había diagnosticado Alzheimer, que era frecuente en personas de edad avanzada. No existía cura. Eso le habían comentado, pero don Ramiro trabajaba con ansias para ahorrar y visitar a otro doctor que no les sugiriera, simplemente, resignarse.
El vehículo se detuvo a solo centímetros de la reja de malla ciclónica. La silueta de dos hombres se logró distinguir en el interior. Don Ramiro estaba acostumbrado a la gente necia. Sabía bien que debía ignorarlos y dejar que se marcharan, haciéndoles creer que nadie los había visto.
La mano del conductor se asomó para mostrar lo que parecían varios billetes de quinientos pesos. Don Ramiro jamás había estudiado ni tenido a nadie que lo ayudara; sus hijos lo habían abandonado. Siempre pensó que guardaría miles de historias que contar a aquellos nietos que jamás llegó a ver, pero hubiera estado encantado de que lo visitaran de vez en cuando. Aun con la falta de educación y las desilusiones que la vida le daba una y otra vez, don Ramiro se aferraba fuerte a sus valores morales. Así que, ante todo, era honesto.
Regresó su mirada hacia el pan con frijoles y, de pronto, comprendió que quizá ya no le quedaban muchos años de vida, que su esposa enfermaba cada vez más y que, seguramente, el dinero que aquel extraño sostenía era más de lo que él ganaría en meses. Y al final, de cualquier forma, nadie se enteraría. De hecho, él sabía que los otros guardias aceptaban sobornos con frecuencia.
Solo de pensarlo, se llenaba de remordimiento.
«Quizá no haya una próxima vez para ayudar a mi Carmencita».
Así que, con este pensamiento invadiéndole el cuerpo y ahogándolo de adrenalina, tomó su anillar de llaves y, con un torpe caminar, se dispuso a encontrar la indicada para abrir el candado. Luego deslizó hacia un costado la reja de tres metros de alto. De pronto, se detuvo. Tanto dinero y la hora presagiaban algo en lo que él jamás querría estar involucrado, sin importar la cantidad. La edad lo empezaba a sobrepasar. Se volvía lento para pensar, igual que su esposa.
El coche comenzó a avanzar y, cuando don Ramiro quiso arrepentirse, ya era demasiado tarde. El extraño aceleró y terminó por empujar la malla que fungía como puerta. El pobre anciano apenas atinó a poner las manos sobre el piso para no caer de golpe sobre sus viejas caderas, pero era demasiado débil; no resultaron suficiente para soportar la caída. Escuchó el ¡crack! de su hueso al romperse, aunque el temor que lo invadía no le permitió sentir todo el dolor que sufriría minutos después.
El extraño bajó del vehículo y se acercó al viejo, aún sobre el piso.
—No hagas nada, por favor —le dijo con total calma—. Toma el dinero, regresa a tu caseta y harás todo lo que yo te pida.
El extraño le acomodó el fajo de billetes en la bolsa de la camisa, mientras don Ramiro lo miraba estupefacto.
Acto seguido, el sujeto subió a su coche y siguió el camino de terracería rumbo a las profundidades del relleno sanitario. Más adelante había muchos senderos donde depositar basura. Don Ramiro los conocía todos a la perfección, pero el lugar era grandísimo; tardarían meses en encontrar un cuerpo putrefacto. Intentó pensar en algo. Hablar con él quizás. No, alguien como él jamás entendería. Podría llamar a la Policía, pero era una opción arriesgada; sabía que, en caso de que aquel hombre sin escrúpulos se diera cuenta, lo mataría y lo enterraría ahí mismo.
—Lejos de mi Carmencita —dijo en voz alta.
La acusación
Una lechuga podrida rodó hasta las botas del comandante Homero Romero. Movía y rompía bolsas de basura en un intento por encontrar alguna pista. El comandante tenía buena intuición. El resto de los policías hacían lo mismo. El anciano les había dicho que podía estar por esa área. El olor a putrefacto era penetrante, pero Romero ni siquiera se inmutaba. Buscó entre los bolsillos de su gabardina hasta localizar un cigarro. Dio una larga calada que no solo contenía nicotina, sino también partículas de putrefacción que flotaban en el aire. Seguramente el abrigo café que acostumbraba a portar se impregnaría de aquel asqueroso hedor, pero ¿qué chingados?; además, desde hacía tiempo ya tenía grabado el aroma a muerte.
Su visión debía ser bastante aguda, ya que el olfato no le resultaría útil para rastrear el cadáver. Aunque ¿quién había dicho que se hallaría en un estado de descomposición avanzada? Posiblemente, el supuesto asesino lo dejó allí vivo, pero inconsciente, en espera de que las ratas y los buitres terminaran con él.
El comandante intuía algo: «Este no es un crimen de narcos. No. Ellos son más escandalosos, les gusta que la gente se dé cuenta de sus atrocidades; ellos cuelgan los cadáveres en puentes o lanzan las cabezas a las casas de los familiares con el afán de hacer notar su venganza o para intimidar. De esa forma, vislumbran en los periódicos amarillistas de escasa calidad y nula credibilidad como El Centavero. Maldito periódico».
—¡Si alguien ve al pendejo ese de El Centavero —gritó a los policías que buscaban entre las montañas de basura—, retáchenmelo a la chingada!
—Comandante,