Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez

Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez


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anotado el número de un psicoterapeuta que había conocido de antaño.

      —Te agendaré con el doctor Holguín. Irás a su consulta privada. No espero que me lo agradezcas. Lárgate ahora.

      No hubo manera de objetar. Y aunque algo rejego, finalmente accedió a recibir ayuda por parte de un profesional.

      No había vuelta atrás, tocó a la puerta y el doctor Paulo Holguín no tardó en presentarse.

      —Tú debes de ser Santiago Mendoza. —Denotaba gran porte—. Pasa, estás empapado.

      Se trataba de su casa. Había creado un acceso independiente en lo que antes fue el recibidor y ahora funcionaba como un espacio adecuado para atender sus consultas privadas.

      El doctor causó una gran primera impresión sobre Santiago: mesurado, alto, de cabello oscuro y con apenas algunas canas. Vestía pantalón y saco azul. Parecía alguien que solo usaba las palabras necesarias, lo que denotaba elocuencia. Un hombre estudiado, posiblemente. Su piel era clara, a diferencia de la piel morena de Santiago. Una barba cerrada crecía con elegancia. En definitiva, no semejaba alguien transparente en sus emociones, algo bastante justificado: ¿por qué tendría que serlo? Los pacientes estaban obligados a hablar, no el terapeuta.

      Después de cederle amablemente una toalla, ambos se sentaron, cada quien en un asiento individual. Se ofrecía un espacio bastante vacío. No había más que un reloj bien acomodado encima del sofá del paciente, un pequeño buró al lado del doctor y, en un intento por amenizar el lugar, una litografía colorida colgada en la pared.

      Durante la carrera de Psicología, te enseñaban sobre la importancia de iniciar con el rapport. Sin embargo, el doctor Paulo prefería aprovechar el tiempo con sus métodos y dejar de lado banalidades como el clima o las últimas noticias. Él usaba el rapport para interesarse de verdad en sus pacientes, una honesta comunión entre él, las emociones y los pensamientos de estos.

      —Platícame, Santiago —comenzó Paulo con voz muy serena—. ¿Cuál es el motivo de tu visita? Por favor, empieza por donde tú creas pertinente.

      Santiago suspiró. Lo intentaría, aun pensando que sería un total fracaso, y haría el esfuerzo.

      —Está bien, doctor. —Volvió a tomar aire, como resistiéndose—. Siento un dolor muy adentro de mí. —Se tocó el pecho, indicando el lugar donde nacía aquella pena—. No es físico. Es como si mi alma se estuviera pudriendo por dentro.

      No lograba explicarse correctamente, así que retomó su discurso:

      —Mire, doctor, le explico: soy policía ministerial, mi labor consiste en investigación delictiva, homicidios, narcomenudeo, entre otras cosas, por supuesto. Todo el tiempo estoy trabajando en casos de asesinatos, forma parte de mi chamba regular y, a pesar de ello, jamás he asesinado a alguien. —Guardó un silencio que denotaba sincero arrepentimiento—. Hasta hace poco. En específico, el diecisiete de febrero de este año, hace dos meses.

      Paulo identificó la desconfianza que su paciente emanaba para soltar lo que tanto le venía trastornando. Al fin, encontró el valor y se decidió a hablar:

      —Una camioneta tipo Suburban se acercó a un automóvil que salía de un negocio de muebles, en una casona antigua en el centro de la ciudad. En otro venía una mujer y, en el asiento de atrás, una niñita. —Hizo una pausa, era evidente que le costaba narrarlo—. La camioneta se detuvo a un costado del auto de esta mujer e inmediatamente me percaté de que se trataba de un secuestro. Comencé a gritar que se pararan. Saqué mi arma y apunté a los criminales. Mi antiguo compañero hizo lo propio. Ambos sabíamos que no era nuestra responsabilidad lidiar con ese tipo de casos. Pero no nos perdonaríamos ver algo así y no realizar nada.

      »Apuntamos hacia aquellos criminales, esperanzados de que desistieran, pues. Pero aquellos sujetos iban muy en serio. Nos dispararon. Era algo que no esperaba. Nos protegimos detrás de la troca. Uno de ellos subió a la fuerza a la mujer y a la niña a la Suburban y arrancaron a toda velocidad. Nosotros hicimos lo mismo y comenzamos la persecución. Antonio manejaba y yo disparaba a las llantas, tratando de poncharlas. Y así fue… Cuando logré atinar, la delantera se pinchó y el conductor ejecutó un giro extraño, lo que provocó que la troca diera giros con todos sus pasajeros adentro. Chocó con la barra de contención que prevenía la caída a un canal. Por desgracia, la barandilla no lo soportó y la camioneta cayó a lo profundo, dando más vueltas. Nos deslizamos por las paredes inclinadas hasta llegar al fondo, ahí la encontramos volteada con las llantas pa´ arriba. Nos interesaba la vida de madre e hija, no la de los otros sujetos. Fue Antonio el primero en asomarse.

      »En ese instante escuché un estruendo y vi a mi compañero desplomarse hacia atrás. Al parecer, con su último aliento, el conductor logró coger su arma y dispararle en el pecho. Lo tomé en mis brazos. Antonio y yo nos habíamos conocido en la Academia de Policía… Murió en mis brazos, intentando decir sus últimas palabras. —Santiago apretó sus ojos un par de segundos, luego continuó valientemente su anécdota—. Pero aún faltaban la mujer y la niña. Nada pude hacer. Tanto madre como hija habían fallecido por los múltiples golpes mientras la camioneta giraba. El otro sujeto se puso en pie para escapar, pero no me interesó seguirlo. En ese momento sentí el peso de llevarme la vida de mi mejor amigo y la de dos personas inocentes que, posiblemente, pudieron haber sido rescatadas, pero que gracias a mí… fallecieron.

      Santiago guardó un último silencio para luego concluir:

      —Ese es el dolor que sufro aquí en el pecho, doctor.

      No era necesario insistir en especificar lo mal que se sentía.

      El doctor mostraba una expresión de malestar. Aquello no resultaba fácil de asimilar. Tomó un respiro para continuar con la sesión.

      —¿En algún momento te diste la oportunidad de conocer el nombre de aquella mujer y su pequeña niña, Santiago? —preguntó Paulo.

      Le pareció una cuestión extraña. «¿De qué serviría saberlos?», reflexionó Santiago.

      —En algún momento, claro que sí, pero no los recuerdo. Honestamente, he intentado huir de esa vivencia.

      —¿De casualidad te diste el tiempo de asistir al funeral de esas dos personas, Santiago?

      Esa era otra pregunta fuera de lugar. Más le sonaba a un reproche.

      —No, doctor. No tuve la mínima intención de hacerlo.

      —Ya veo, Santiago. —Paulo se mesó la barba mientras planeaba lo que iba a decir a su paciente—. Te pregunto lo anterior porque en este tipo de casos lo primero a trabajar es el perdón. Perdonar y ser perdonado, para resultar más específico. Esa constituye la clave. Inclusive, si la terapia funciona bien, podríamos lograr que pidas perdón a los familiares cercanos tanto de tu ex compañero y amigo Antonio como a los de la mujer y de su pequeña niña, cuyos nombres no recuerdas.

      —Francamente, no sé si quiera hacer eso. —Santiago deseaba levantarse y dejar la terapia—. No debí haber venido.

      —Mantén la calma —sugirió el doctor Paulo sin moverse—. No empezaremos por ahí. Lo último será que por fin pidas perdón frente a frente.

      Se creó un largo silencio. Santiago intentó asimilar aquello. A los padres de Antonio les había dado el pésame, sin embargo, jamás les había pedido perdón. En cuanto a la mujer y la niña, supondría disculparse frente a un viudo y un padre sin su hija. Aquello le puso la piel chinita. Un escalofrío llenó su cuerpo. Jamás había pensado en aquel pobre hombre.

      —Pero antes de eso —continuó Paulo—, trabajaremos con tu persona, Santiago. Profundizaremos en tus recuerdos pasados, desde tu infancia hasta los más recientes, los que suelen guardarse profundo en el inconsciente; para ello, usaré una gran técnica que he perfeccionado con mi experiencia como psicoterapeuta. Se llama hipnosis.

      La pobreza

      Los obreros se amotinaban para checar su hora de salida. Regresaban a sus hogares, felices de salir del mundo de los olores putrefactos.


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