Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez

Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez


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      De cualquier forma, este crimen quizá fuese de tipo pasional o un pleito entre vándalos. Algo más al estilo callejero. Las mafias no se preocuparían por ocultarlo en el basurero de la ciudad.

      Santiago venía llegando. Frenó entre desperdicios de comida y se acercó corriendo hasta su jefe.

      —¿Qué tenemos, comandante? —preguntó presuroso.

      —Nada aún.

      El comandante era un hombre de ceño fruncido, en ocasiones, de muchas palabras y, otras, serio como una roca, todo cargado de un carácter insoportable.

      —Échate un clavado entre la basura y deja de perder el tiempo, Santiago, que ya de por sí vienes tarde.

      Había transcurrido gran parte de la mañana hasta que, por fin, uno de los agentes hizo el llamado que todos esperaban.

      Justo ahí, sin haber realizado el menor intento de cubrirlo, se encontraba a la luz del mediodía el cadáver de un individuo, al fondo de aquel mar de inmundicia. Los policías bajaron por la pendiente. El cuerpo tenía varios golpes, sin embargo, podrían deberse al largo tramo que rodó cuesta abajo. Seguramente el asesino llegó en su coche y lo arrojó. El comandante Romero se acercó directo al rostro del occiso. Su expresión cambió. Santiago se percató.

      —¿Pasa algo?

      —Sucede que este sujeto es Humberto Gutiérrez, alias el Pochis, uno de los jefes de sicarios del Cártel de la Línea. De hecho, uno de los cuatro que existen en la ciudad.

      Nadie se atrevió a decir nada, pero todos tenían preguntas; la primera de ellas era: «¿Por qué el comandante reconoce a este individuo?».

      La agente Perea, siendo ella una de las más nuevas e inexpertas, anhelaba participar, pero la arrogancia del comandante Romero la frenó. Así que tomó la sabia decisión de dirigirse a Santiago, rezando por no verse estúpida:

      —¿Por qué debería preocuparnos la muerte de este sujeto? ¿No es acaso bueno terminar con tipos como este?

      Santiago meditó un par de segundos.

      —Lo preocupante no es el hecho del asesinato, sino la forma en la que fue asesinado. Tiene tan solo dos disparos con un arma corta. ¿Lo captas, Perea? No es una forma común de matar entre sicarios. Ellos comúnmente lanzan una lluvia de disparos con armas largas, la AK-47, el famoso Cuerno de Chivo. Además, los sicarios suelen rematar en la cabeza para evitar sorpresitas.

      —Aunado a lo que menciona Santiago —intervino de buena gana el comandante—, el hecho de que lo hayan traído a este lugar para intentar esconderlo no es una práctica común entre las mafias. Esto nos hace suponer que quien lo asesinó no pertenece a algún cártel, por lo que creo que se trata de un inexperto.

      —Eso quiere decir que el asesino es un civil —aportó la agente Perea.

      —O algún policía —continuó Santiago—. Existe un pacto de no agresión entre el Cártel de la Línea y las dependencias de Policía estatales. Pero eso no evita que pueda haber infiltrados que busquen desestabilizar.

      Un pequeño brillo apenas perceptible resplandecía en la boca del difunto. Homero Romero sacó de su gabardina un bolígrafo para indagar entre los labios resecos del muerto.

      «¿Un reloj de mano?». Aquello era extraño. «¿Por qué un reloj en la boca de un jefe de la mafia?».

      El comandante miró la muñeca izquierda del occiso. Efectivamente, tenía un tono más claro que el resto de su piel. «¿Sería el suyo?», se preguntó.

      —Quiero que guíes hasta acá a los forenses —ordenó a la agente Perea—. Que recojan el cuerpo, recuperen las balas y averigüen si el reloj le pertenecía. Santiago, tú me acompañarás al hospital a entrevistar de nuevo al anciano. Hay cosas que no me checan.

      Don Ramiro tenía ambas manos sobre su pecho. Sus párpados estaban cerrados, aun así, un par de lágrimas se le escapaban. Apretó los puños.

      Homero Romero y Santiago caminaron presurosos hacia su habitación y, al entrar, don Ramiro se resistió a abrir los ojos y se limitó a escuchar. Le dolía la cadera, pero más no poder regresar a casa con su amada Carmencita. Seguro que estaría preocupada. Ya habían pasado más de veinticuatro horas. Seguramente, ninguno de esos desgraciados policías la había informado de que, dentro de lo que cabía, se encontraba bien y de que pronto volvería para ya jamás alejarse de ella. Renunciaría a ese horrible trabajo que lo mantenía tan lejos y se quedaría con ella para cuidarla hasta que la muerte se impusiera a la vida.

      Luego de escuchar algo que solo parecían balbuceos, abrió los ojos llenos de lágrimas para percibir la silueta de dos hombres. No veía bien, le faltaban sus lentes. Reconoció la voz de uno de ellos.

      —Alcánceme los anteojos, por favor, comandante.

      —Necesitamos hacerle más preguntas, don… —Había olvidado el nombre.

      Don Ramiro se los puso y visualizó con detalle al que hablaba. Lo identificó como quien lo había entrevistado la noche anterior, pero al otro no lo recordaba. El anciano miró con peculiar detenimiento a Santiago de arriba abajo. Movió sus lentes, como intentando reconocerlo, hasta que por fin lo logró: «¡Era él! Era él, el hombre. ¿Era él? Sí, es él, es justo él».

      Lo que venía a continuación le hizo vacilar.

      —¿Le sucede algo, don Ramiro? —preguntó Santiago.

      —Comandante, por favor, pídale a su acompañante que salga de la habitación por un par de minutos.

      La petición sorprendió a Romero, pero accedió.

      —Por supuesto, don... —dijo casi con ternura, para luego cambiar su tono—: Sal ahora, Santiago, y cierra la puerta.

      Este obedeció, anhelando que aquello fuera intrascendental.

      —Dígame, don. ¿Qué sucede?

      —Ese hombre que lo acompaña... Creo que es él quien vino a dejar el cadáver la noche de ayer.

      —¿Está usted seguro, don? —enfatizó su pregunta—. Don Ramiro, ¿está usted seguro de que ese hombre que viene conmigo entró la noche de ayer a la fuerza al basurero y tiró un cadáver?

      —Dentro de todos mis achaques, le puedo decir que el rostro de aquel hombre jamás lo olvidaré. Jamás.

      —¿Estaría dispuesto a atestiguarlo?

      —Lo haré cuanto antes, comandante, pero con una única condición: que me deje ver a mi Carmencita hoy mismo.

      Después de varios minutos, el comandante Romero abandonó la habitación sin prestar atención a su acompañante. Santiago, sorprendido, lo siguió, esperando escuchar lo que le había contado el anciano, pero Homero Romero no pronunció ni una palabra.

      —¿Qué sucedió allí adentro, comandante, por qué me pidió que saliera?

      Homero Romero no se preocupó por voltearse a mirarlo, continuó caminando por el viejo hospital, rebosante de moribundos en cada pasillo. El comandante comenzó a hablar sin rodeos:

      —El don te está acusando de ser la persona que llevó el cadáver —soltó sin más.

      Aquello agitó el corazón de Santiago. «¿Qué tan preocupante puede ser? Es decir, un anciano denunciando a un policía de presunto asesinato».

      —¡Qué estupidez! —se bufó de aquella insinuación, pero luego de valorar el rostro de su jefe. Le siguió la preocupación—. Usted no cree eso. Es una locura.

      —Espero que no sea cierto, Santiago. Seré contundente: la investigación prosigue.

      Odiaba que el comandante fuera de tan pocas palabras.

      —Para tu tranquilidad, creo que el don está demasiado anciano —aclaró, tratando de aliviar la incertidumbre que vio de reojo en la expresión


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