Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez

Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez


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      —Ya todos sabemos, Santiago. Ya sabemos que eres una rata infiltrada y que eres tú quien asesinó al Pochis para crear conflicto entre nosotros y ellos.

      —¿Quién te dijo tal estupidez? No tienes motivos de sospechar eso —luego se dirigió a todos los testigos, que no hacían más que mirar—. ¡Ninguno de ustedes tiene un solo motivo para sospechar eso! ¡¿Queda claro?!

      Pero su conducta agresiva causó más sospechas.

      —Más vale que te cuides, Santiago, porque te estamos vigilando. Nosotros no queremos una guerra.

      Varios agentes lo observaban amenazantes.

      La furia le hizo querer regresar hacia el agente Amparan y golpearlo, pero eso sí le ocasionaría un conflicto. Se contuvo e hirvió de coraje.

      —Vamos, Santiago —dijo la agente Perea—. No todos creemos eso. Tranquilo.

      —¿Tú sabías de esto?

      —No importa, yo no lo creo —contestó, poniendo una mano consoladora sobre el hombro de Santiago.

      Se la quitó de encima para continuar su camino. Se trataba solo del principio.

      No tardó mucho para que el rumor corriera dentro de la fiscalía. Ahora sus mismos compañeros pensaban que él era un infiltrado del cártel contrario que buscaba causar rupturas en la alianza entre policías y el Cártel de la Línea. Lo peor estaba por venir; seguramente esta también se encontraría al tanto y no se detendría a preguntar si era verdad o no.

      Alegría en la mañana

      El aceite brincaba al contacto con el pedazo de tocino que Omar puso con cautela sobre la sartén. En el piso de arriba, su esposa alistaba a las niñas para ir a la escuela. Se trataba de una mañana soleada. La luz entraba por las amplias ventanas de la cocina, donde Omar solía pasar su tiempo libre. Era un gran aficionado de cocinar. Sus utensilios resultaban productos caros, principalmente traídos de Estados Unidos; además, contaba con un enorme horno donde acostumbraba a preparar los pavos de Navidad, y claro, no podía faltar un amplio refrigerador con acabados de madera para que combinara con la pared.

      No se mostraba ostentoso, pero le empezaba a ir cada vez mejor en su despacho de contaduría, así que se permitía lujos antes impensables. Viajaba más. Recientemente había ido a Dubái con su esposa y las niñas. A ellas no les había gustado tanto, hubieran preferido Disney World, los Estudios Universales o cualquier cosa; en fin, aún niñas. Pero su padre ganaba mucho y sentía que se volvería viejo antes de poder gastarlo todo, así que no escatimaba.

      Vivía en una casa que supondría menos dinero del que en realidad tenía, en una colonia residencial, con entrada restringida y seguridad las veinticuatro horas. Lo valía. Además, con su creciente economía, si en algo no había que ahorrar era en seguridad y pensar en las chiquillas; para ellas el mejor colegio, la mejor ropa, clases de música, danza, lo que fuera, pero sin dejar de lado su seguridad personal, así que había que traerlas con muchísimo cuidado. Quizá seguridad privada, aunque Omar se resistía a contratar guardaespaldas; eso resultaba demasiado llamativo.

      Por otra parte, su esposa no se preocupaba, era ingenua y disfrutaba de los frutos que él cosechaba. Además, siempre había vivido bien. No alcanzaba a ver la diferencia entre la riqueza de su marido o la de su padre, para ella se trataba de una vida normal.

      Había dejado la sartén a un lado y ahora preparaba los jugos de naranja que tanto gustaban a sus hijas.

      Cuando se encontraba en la cocina, usaba el mandil que sus pequeñas le habían regalado el Día del Padre, el cual tenía una inscripción que decía: «El mejor chef del mundo».

      Tarareaba lo que suponía que era una canción conocida, pero realmente no atinaba a recordarla. No importaba, él se sentía feliz haciendo el desayuno a sus hijas y a su amada esposa. Había ya acomodado los platos, servido los huevos con tocino y los jugos de naranja. Pero faltaba algo.

      —¡Ah, sí! —dijo en voz alta ante su entusiasmo.

      Abrió la enorme puerta principal de una bella madera de roble rojo, miró hacia el cielo y tomó una enorme bocanada. Se aproximó a su amplio jardín frontal para cortar una rosa. Podía sentir el sol ardiente en la cabeza, que se veía cada vez con menos cabello. A pesar de ser de mañana, hacía bastante calor. Eligió la más fresca y la llevó al centro de la mesa para que sus hijas y esposa se sentaran a desayunar. Todos en familia.

      —¡Princesas! —gritó, asomándose por las escaleras—. ¡El desayuno está listo y no querrán que se enfríe!

      Aunque con ese calor difícilmente sucedería.

      —¡Bajamos en un momento! —le regresó el llamado su esposa.

      Las niñas podían llegar a ser bastante juguetonas, lo que hacía que se demoraran más de lo previsto.

      —Muy bien, quiero ver a mis niñas más hermosas que ayer. —Y ambas nenas rieron al escuchar el halago de su cariñoso padre.

      —No tardamos, cariño —le contestó su esposa a la distancia.

      Continuó colocando los platos y los cubiertos, cuando de pronto alguien presionó el timbre de la casa. Omar se quitó el mandil y se puso sus lentes. No había parado de tararear aquella canción que le alegraba la mañana. Al abrir la puerta, lo primero que vio fue el cañón de un revólver, apuntándole a cinco centímetros de su entrecejo.

      —Hola, Omar. Te traigo un recado.

      Ladrillos

      El silencio de ambos hacía que el tictac del reloj encima de la cabeza de Santiago fuera el protagonista. Igual que la sesión pasada, se resistía a hablar. El doctor Paulo se reclinó sobre su sillón. Con ello daba a entender que se pondría cómodo hasta que Santiago se expresara.

      —¿Sobre mi infancia, dice? —se animó por fin—. Umm… No recuerdo mucho de mi niñez.

      El gesto de Paulo lo invitó a continuar. A estas alturas no importaba qué, con tal de que abriera sus labios y comenzara a soltar sonidos.

      —Creo que era un niño más alegre de lo que soy ahora de adulto. Vivía en una casa más o menos grande, al lado de las ladrilleras. Mi padre trabajaba ahí, al igual que mi abuelo, quien fue de los primeros en mudarse a la colonia desde que fundaron la ladrillera. Seguramente, mi padre me predecía el mismo futuro. Por fortuna jamás terminé ahí. En cambio, mi hermano Totillo sí trabajó en aquel lugar. Él era el mayor. Solo fuimos él y yo. Mi madre ya no pudo tener más hijos.

      »En la casa vivíamos mis padres, el borracho de mi tío, mi abuelo, mi hermano y, por supuesto, yo, el menor. Mi abuela había fallecido tiempo atrás y lo cierto es que era lo mejor. Ella había sufrido mucho, no solo por su enfermedad, sino por el trato que le daba mi abuelo. Un anciano peculiar, no sé bien qué opinar al respecto. Pero volviendo a mi niñez, creo que jamás fui un niño mimado. Para aquel entonces, a pesar de que yo fuera un chamaco, mis padres ya eran algo mayores. Decían que era un milagro. Supongo que fui el pilón.

      —Regrésate un poco. Platícame de tu abuelo. ¿Cómo era la relación que llevabas con él?

      Santiago se detuvo a pensar algunos segundos.

      —Sí, bueno, supongo que era un abuelo como cualquier otro. Quizás no éramos muy cercanos.

      —¿Qué distinguía la relación que tenías con tu abuelo comparada con el resto de tu familia?

      —Pues mi hermano y mi madre eran con los que tenía mayor conexión. Mi padre era estricto, una relación de respeto, diría yo. En cambio, mi tío se la pasaba borracho o drogado, sepa yo. Y, pues, mi abuelo… Quiero pensar que él había sufrido un pasado tortuoso.

      El gesto del doctor Paulo no le dio tiempo para distraerse en otras cosas, sabía que quería conocer por qué decía lo anterior.

      —Nosotros no festejábamos la Navidad como las familias normales. Éramos muy humildes. No


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