Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez
el destino. El parquin era grande. Cuando por fin llegaron, un montón de policías ya se encontraban marcando un perímetro. Otras cadenas televisoras estaban ahí con sus respectivos vehículos.
—¡¿Qué?! ¡Malditos! ¡¿Por qué ellos sí traen los suyos?! —gritó Daniela.
—Son noticieros comprados —dijo Javi.
—Pues, aun así, nosotros haremos lo nuestro. No nos dejaremos apabullar por estos desgraciados.
Daniela se posicionó de forma tal que se podía ver la residencia de Omar. Una gran mancha roja se captaba en la entrada principal. La esposa de Omar y las niñas ya no estaban ahí.
—Nos hallamos en el fraccionamiento Puerta de Hierro. La casa atrás de mí es la de Omar Olivas González a quien, presuntamente, intentaron asesinar con un disparo a quemarropa, a temprana hora de la mañana. Su esposa y sus dos hijas al parecer se encuentran bien. Su agresor, como era de esperar, no fue capturado.
Daniela tomó algo de aire. A diferencia del resto de los reporteros, ella buscaba ante todo informar lo que consideraba justo para la ciudadanía. Sabía que se trataba de una responsabilidad e inclusive un deber hablar con veracidad. Además, tenía la firme creencia de que los medios de comunicación jugaban un papel fundamental en el accionar social. Ellos disponían del poder de influir sobre la gente a tal grado que cambiaban sus decisiones sociales y políticas. Era cuestión de perspectiva, pero Daniela estaba dispuesta a contribuir a quitarles la venda de los ojos para mostrarles el Gobierno corrupto que subyacía en todo el Estado. Esa labor merecía responsabilidad y era la única que la cumplía al pie de la letra. Ella y un reducido equipo de trabajo de siete personas rentaban un espacio televisivo para transmitir lo que para Daniela constituía lo más importante: la verdad.
—Afortunadamente, a pesar de que el disparo fue muy cercano al pulmón izquierdo, Omar sigue con vida en condiciones críticas.
Daniela se limpió el sudor de la frente que el intenso calor le generaba, pero nada la detuvo para continuar con su reportaje.
—Las preguntas que todos nos hacemos: ¿quién es Omar Olivas? ¿Por qué alguien querría asesinar a quien pertenece a una familia ejemplar? Pues bien, según nuestra investigación periodística, Omar Olivas tenía un pequeño despacho de contadores con apenas unos cuantos clientes. Vivía en una colonia humilde al sur de la ciudad. Casi de la noche a la mañana se volvió un contador adinerado, cambió de residencia y empezó a viajar por el mundo. ¿Cómo sucedió esto? Omar entabló relación con un famoso empresario de esta ciudad capital, el señor Ernesto Baeza, conocido por tener, entre sus varios negocios, un gigantesco despacho financiero. Este maneja las cuentas de los personajes más acaudalados del Estado, entre los que destacan el mismísimo gobernador y todo su gabinete.
Daniela hizo una pequeña pausa para dejar que su auditorio meditara aquella situación. Se apartó el cabello y continuó:
—¿Les suena sospechoso? A mí también.
Tomó aire. Ella sería la única en comentar lo anterior. Ni Televisa, ni TV Azteca, ni ninguna otra cadena diría algo similar. A lo mucho, se referirían al hecho como un atentado de faldas, un posible intento de robo o secuestro. Algo burdo y tonto. Lo típico. La gente ya hasta se lo creía. Luego, la Policía agarraría a cualquier chivo expiatorio y lo declararían culpable. Ese resultaba el modus operandi de la fiscalía. Lo sabía bien porque su padre había sido encarcelado de esa manera.
Sin esperar más que una cena tranquila, una decena de policías irrumpió en la casa de Daniela, en su ciudad de origen en la frontera con Estados Unidos. Ella contaba apenas diecinueve años. Estaban sus dos hermanas mayores, su hermanito, su madre, su padre y su cuñado. Tocaron la puerta. El menor se dirigió a abrir. Un grupo de agentes ministeriales entraron, quitándose de encima al joven. Allanaron su hogar hasta lo profundo del comedor, donde se encontraban todos. Preguntaron por el señor Agustín. Él, valiente, intentó calmar la situación, pero los agentes le golpearon directo en el estómago. Estaba algo viejo. El recuerdo de aquel suceso imborrable se hizo presente en Daniela.
«Pobre mi viejito. Mi cuñado intentó defenderlo, pero arremetieron contra él alrededor de seis agentes. No sé bien, estaba asustada. Todos lo estábamos. No entendíamos qué pasaba, mi padre era un hombre de bien, siempre lo había sido. Nos crio con valores. Tenía una pequeña empresa de renta de tractores, que iba en crecimiento. Era un hombre noble y querido por su familia, vecinos y trabajadores.
»A la mañana siguiente, cuando por fin nos permitieron verlo, me destrozó el alma observar que lo habían rapado y quitado su ropa por unos trapos grises y viejos, que quizás habían pasado por varios presos. Me partió el corazón. Nos dijo que lo acusaban de asesinato. Supuestamente una mujer de edad avanzada lo había reconocido. Ya lo habían juzgado. No le dieron oportunidad de elegir un abogado. Él, ingenuo, accedió al que le fue impuesto. Tenía una sentencia de veinte años, con posibilidad de perdón de diez. Mi pobre padre contaba sesenta y cuatro años. Viviría los últimos en la cárcel por un crimen que él jamás cometió.
»Me puse a investigar. No permitiría que eso le pasara. Contacté a un licenciado, el cual me derivó con su hijo, que acababa de graduarse como abogado y conocía mejor las nuevas leyes penales. Yo, que en ese momento estudiaba Ciencias de la Comunicación, me encargaba de difundir las viles mentiras que el sistema judicial había inventado en contra de mi padre. Lamentablemente, este falleció a los dos años por problemas cardíacos. Pudo mejorar si hubiera estado libre. Jamás le permitieron salir. Mi pérdida fue dolorosa, pero gané algo: me comprometí con el amor del hombre que me ayudó a capa y espada a defender a mi padre, el cual es ahora mi esposo y colega en esta lucha por la verdad; y segundo, el coraje para afrontar un Gobierno corrupto que busca tenernos bajo las sombras del terror».
—Los dejo con un interrogante: ¿por qué alguien mandaría asesinar a un empleado de uno de los hombres más poderosos de la ciudad? Y sí, me refiero a don Ernesto Baeza. —Tomó una bocanada grande y finalizó su reportaje—. Esta fue Daniela, informando la verdad.
La fiesta
Persistía algo similar a una neblina que no era otra cosa más que el humo de marihuana y tabaco, pero no se trataba de la única droga que rondaba el lugar. Cada quien tenía sus preferencias, aunque realmente no existían muchas opciones, porque al final había que consumir de todo. Si querías pertenecer a la Manada, debías probar de todo. Era, por así decirlo, el tique de entrada. A diferencia de la típica música que acostumbraban a escuchar los fanáticos del narcotráfico, entre la Manada se oía rap o hip-hop, en realidad, distintos ritmos hablando de la misma mierda. Las letras reverenciaban al que traía una pistola y mataba al del bando contrario.
El lugar era una casa vieja con unos cuantos sillones rotos, ladrillos y botes que ejercían la función de sillas. Los vecinos llevaban mucho tiempo sin quejarse. Reconocían que Jenrics dominaba el barrio y nada podía hacerse, ni siquiera contactar a la Policía. Cuando eso llegó a suceder, tiempo atrás, se ponían de acuerdo con la patrulla, le daban un poco de dinero, no más de doscientos pesos, y terminaba yéndose feliz.
En ocasiones, las fiestas duraban hasta al amanecer con la música a todo volumen. Cuando no, eran los gritos de alguna pelea entre los miembros de la Manada o de un ingenuo que se atrevía a provocar conflicto. Entre tantas drogas, las tundas se volvían algo cotidiano. Todos los fines de semana había una fiesta. Siempre surgía una buena excusa para festejar algo. Muchas veces ni siquiera se necesitaba una. Ese era su estilo de vida, drogas y fiesta. ¿Había algo más? Claro que no. Eso era vida. Aunque esa noche sí existía un motivo: cada mes, Jenrics se reunía con su jefe, quien le entregaba el surtido de drogas para el siguiente, lo que significaba dinero.
—¿Le vas a chingar o qué pedo, cabrón? —amenazó Jenrics al nuevo integrante de la Manada, Gera el Escapista. Se había ganado aquel apodo—. Pásese una línea, pinche puto, y aprovéchela porque las primeras son gratis, pero luego usted tendrá que hacerse de las suyas con su propia lana.
Se trataba de un negocio redondo. Tenía sus achichincles, a los cuales manipulaba a voluntad y, al mismo tiempo, eran sus clientes. Gera había ingresado a la