Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez
que está faltando en esa historia. Pero no te preocupes, lo vamos a sacar. Poco a poco irán saliendo recuerdos que no te imaginas que existen.
La escalera
Había manejado su troca RAM negra por un camino de terracería hasta llegar a un costado de la presa. La noche anterior había bebido más alcohol de lo usual; aunado a ello, había limitado sus horas de sueño y una terrible punzada en la cabeza se encargaba de recordárselo. Sin embargo, el deber lo llamaba. Habría que ser sumamente cuidadosos en esta misión. Sobre todo en este negocio, donde los errores no se perdonaban.
—¿Por qué tienes que ser tú quien se encargue de este? —preguntó incrédulo la Roca.
Jordi le echó una mirada cargada de odio, que luego se tornó en pena ajena.
—Hay trabajos especiales, exclusivos, diría yo, donde la orden viene directamente desde arriba.
—No comprendo por qué este sujeto es tan especial.
—Y no tienes por qué. Ahora cállate y ayúdame con la maldita escalera.
No pasaban de las ocho de la mañana y el calor se hacía latente, lo suficiente como para empezar a sudar el alcohol que había ingerido la noche anterior.
La ausencia de sendero y el exceso de mezquites los demoraron varios minutos más antes de toparse con una barda de cuatro metros de alto perimetral en un fraccionamiento privado. Acomodaron la escalera y cruzaron al otro lado. Ahora tenían que seguir entre las calles. Enormes jardines adornaban las casas del residencial de ricos.
Los vecinos los veían, pero no semejaban más que otros jardineros. La única gran diferencia era que los verdaderos entraban por la puerta principal y se los obligaba a registrarse para acceder; en cambio, estos dos habían brincado la barda y, con ello, la seguridad del lugar.
Ya no le daba miedo matar. Lo había hecho tantas veces que una vez más no le movía ni una fibra sensible. Se comprendía a sí mismo como un asesino nato. Hábil y sin corazón. Se recordaba matando pequeños animalitos desde niño. Era el odio el sentimiento más persistente en su vida; mismo que lo concebía asimismo como un psicópata. Sentía un odio extraño por su hermano mayor, un odio que surgía de ningún lugar ni por ningún motivo. Simplemente quería hacerle mucho daño. Sin embargo, su primer asesinato no fue a su hermano sino a su padrastro, el mismo que lo había adoptado como hijo propio. Y de ahí, los eventos fatales y criminales repuntaron en su cotidianidad. Comprendió que la humanidad se sustentaba en la crueldad para poder persistir sobre los demás y así escalonar hacia la cima de la pirámide de la supervivencia. «En esta vida, estás tú y solo tú. Si surge la oportunidad, tu propia sombra te traicionará, así que mátala antes que ella a ti». Decía a los que luego fueron sus pupilos: «A la mierda el pudor y la doble moral. Y no te preocupes de hacer lo que quieras, que, cuando mueras, no habrá nadie esperándote para juzgarte. ¡Si existe un alma desgraciada del cuerpo de algún hombre al que yo haya asesinado, que venga y me jale las patas esta misma noche!». Jamás sucedió, así que continuó con lo que mejor sabía realizar. «Matar excita más que el sexo. Ver a alguien morir es indispensable para darte cuenta de que estás vivo».
Había pasado mucho tiempo desde entonces. Ahora estaba libre y era un profesional en su oficio.
La caminata se había prolongado menos de lo que su dolor de cabeza le hacía creer, hasta que por fin se toparon de frente con una puerta de roble rojo. Esa era la casa. Tocó el timbre. Al otro lado, se escuchaba un alegre tarareo.
Se preparó. Sacó su pistola de la manera más serena posible y al abrirse:
—Hola, Omar. Te traigo un recado.
Apuntó justo entre ceja y ceja, para luego direccionarla hacia el pecho. Le gustaba disparar ahí. La persona sufría mucho más. Una muerte más lenta, más dolorosa. Jugaba a no atinar al corazón.
Un grito fuerte sonó en el interior. —¡¿Omar?! —preguntó alarmada su esposa—. Omar, ¿qué fue eso? ¿Escuchaste? Fue como un disparo.
Pero la señora no obtuvo ninguna respuesta.
Jordi, al ver que bajaba, se adentró unos pasos en la casa, pero la Roca lo detuvo para huir de regreso por la escalera, que había dejado estratégicamente acomodada para su escape.
Omar agonizaba. Su pulmón derecho se inundaba en sangre. Le costaba respirar. Su esposa e hijas acudieron para descubrirlo moribundo sobre el piso. La señora de Olivas gritó tan fuerte que paralizó a sus pequeñas. Intentó detener la hemorragia, presionando con sus manos, pero resultó inútil. Las niñas observaban la escena desde las escaleras, atónitas, sin entender qué le pasaba a su papá.
A pesar del esfuerzo de la señora de Olivas, no bastó para detener la sangre que brotaba.
Cada vez era menos lo que Omar captaba, escuchaba más débil el llanto de esposa, veía más borrosas a sus pequeñas hijas… Seguían inmóviles, sin saber qué hacer. Sus sentidos se desvanecieron uno a uno, hasta que dejó de oír por completo. La sangre que brotaba por su boca ya no le sabía y el tacto de su esposa se borró. Solo le quedaba la tenue silueta de su mujer, hasta que una intensa luz se encargó de absorber todas las sombras alrededor, borrando todo y dejando un absurdo blanco. Constituyó la señal inequívoca de que Omar había cesado de sentir en lo absoluto.
La reportera
La sensación era similar a la de estar en un horno gigante. El sol quemaba inclemente y color de piel había pasado de blanco a trigueño en tan solo unos minutos.
La reportera y su compañero camarógrafo caminaban a toda prisa, procurando recuperar el tiempo perdido, culpa de aquel guardia insolente que les había complicado la entrada. Se sentía frustrada, pero la emoción de la noticia le generaba la adrenalina necesaria para seguir.
Algunos pensarían que no se trataba más que de uno de esos trabajos donde se pasaba a un camerino, lo retocaban con maquillaje y luego se volvía famoso a través de las cámaras; sin embargo, pocos comprendían la importancia que implicaba brindar información verídica e imparcial.
No había que reflexionar demasiado para deducir que el guardia era de aquellos cuya ignorancia les hacía creer lo primero.
—No se me permite darles acceso —dijo aquel prepotente.
—¡¿Qué?! ¿Por qué no? —preguntó Daniela indignada.
—No pueden pasar con el vehículo. Son órdenes de arriba.
Los dos jóvenes reporteros venían en un pequeño Chevy, cubierto con calcomanías del noticiero para el que trabajaban.
—Disculpe, señor, pero no hay ni un argumento por el cual no nos permita acceder al fraccionamiento, así que, si es tan amable, ¡abra la barandilla y déjenos pasar!
—Dese la vuelta, por favor —insistió el guardia, sin más interés en continuar con la discusión.
—¡No! —gritó Daniela con determinación—. Nos va a dejar pasar, señor. Lo reportaré ante su empresa, vea mi gafete. ¡Véalo! Soy reportera.
—Tranquila, Daniela —se adelantó Javi, el camarógrafo, intentando calmarla un poco—. Vayámonos y reportemos a este guardia.
—No me iré a ningún lado —sentenció Daniela—. Sé que solo busca detenernos porque, seguramente, uno de sus jefecillos políticos le dio la orden. ¡¿Pero sabe qué?! Está irrumpiendo con una labor periodística y eso es un delito de verdad grave.
Prepotente y sin voltearse, les hizo una seña para retrocediera.
—¡Agrrrr, maldito! —gruñó Daniela, mientras Javi se esforzaba por tranquilizarla—. ¿Pues sabe qué? Si el coche no pasa, nosotros sí.
Reculó a toda velocidad, estacionó en la calle perimetral del fraccionamiento y comenzó a caminar azarosa.
—Señores, devuélvanse —ordenó nuevamente el guardia.
—¡¿Qué?!