Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez
se quedó como pensando, como si quisiera hacernos escarmentar, hasta que le dijo al otro que venía con él: «Roca, bajas los blocks». Pero deje usted, poli, lo que pasó después.
»Nos pidió que le amarráramos los blocks a sus manos y pies. Los otros obedecieron, pero yo me quise hacer el pendejo. Luego el jefe me miró directo y me dijo: «Tú, el nuevo, átale uno al cuello». Se lo juro, poli, temblaba. El pobre vato me observaba a los ojos, pidiendo piedad. No lo conocía, ni él a mí, pero si no lo hacía, ¿quién sabe qué pasaría? Así que lo realicé, intentando no verle el rostro, pero luego el jefe me tomó de los cabellos y me puso la cara frente a la de él. Sentía el sudor del güey y él el mío, seguramente. Cerré los ojos, pero el jefe me gritó que los abriera. No me quedaba más que obedecer. Era él o era yo, poli. «¡Amárrale el puto block y mírale a los ojos!». Pero no acabó ahí.
»Nos hicieron cargarlo hasta la pared de la presa y, mientras reía como un loco demente, nos obligó a lanzarlo a lo más profundo de la presa… Salían burbujas; casi se escuchaban los gritos en cada una que se reventaba al llegar a la superficie. ¿Se imagina? Estar amarrado mientras te hundes en una presa en la noche, con el agua completamente helada. Fue una experiencia horrible. La peor que he tenido en mi vida.
Debió de haber resultado traumático para cualquiera, pero sobre todo para alguien que jamás había visto morir a una persona. La mirada del joven ya no era la misma de antes, la de aquel emprendedor con ilusiones y sueños. Semejaba, honestamente, arrepentido. «¿Adónde lo he metido?», pensó Santiago, pero luego recordó que el mocoso ya estaba en aquel camino.
—¿Sabes cómo se llama el jefe?
—¿Cómo olvidarlo? Jordi. Lo sé porque el otro, la Roca, lo mencionó varias veces. Jenrics siempre se refería a él como «el jefe».
Los jefes de zona eran lo máximo a lo que se podía aspirar a encarcelar. No había facultad para enjuiciar a alguien superior, ya que seguían las verdaderas cabezas: gobernantes, políticos o empresarios. La estrategia común de estos señores poderosos consistía en reuniones paulatinas para elegir por sector a un jefe de zona, luego este administraba el área sin meterse con la de sus colegas. En una ciudad como esta, había cuatro. Se encargaban de la parte oeste, la más rica y poderosa, donde vivían la mayoría de los políticos. Cada jefe de zona se administraba como mejor le pareciera.
Jordi hacía lo mismo. Agarraba a un malandro, le daba algo de poder en su barrio y este otro buscaba sus propios achichincles, lo que era Gerardo. Además, cada jefe de zona tenía un equipo de matones o sicarios que limpiaban mafias rivales y policías molestos, así como extorsionaban negocios o asesinaban a la persona que se le solicitara. La mayor ganancia para ellos era monetaria, pero la verdadera iba para los que estaban arriba; ellos poseían el control completo de la ciudad.
—¿Oye, poli? —Gera solicitó permiso para hablar.
—¿Qué sucede?
—Quisiera salir de esto, pero ahora sé que, si lo intento, me van a buscar, y sepa qué me hagan.
Había una clara decepción en el rostro del joven. Estaba arrepentido de haberse convertido en cómplice de un asesinato.
—¿Qué tiene que pasar para que todo esto se termine? —preguntó, buscando un rayito de esperanza.
Santiago meditó. Resultaría muy difícil que pudiera abandonar aquel embrollo justo ahora. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que rehiciera su vida?
—Lo que tiene que suceder es que tus jefes, Jordi y Jenrics, terminen muertos o en la cárcel y entonces tú rehagas tu vida, estudiando o trabajando honestamente.
Gerardo miró a Santiago. Intentó planear cómo colaborar para conseguirlo.
—Entonces, ¿si yo te ayudo a matar a Jordi, esto se acabará para mí?
Santiago no estaba seguro, pero constituía una posibilidad. El problema consistía en que Jordi era intocable. No se podía asesinar a un jefe de la mafia a menos, claro, que formes parte de la contraria o, en su defecto, seas el loco que se atrevió a matar al otro jefe de zona encontrado en el relleno sanitario. Pero eso resultaba, básicamente, impensable.
—Buscaré la forma de sacarte de esto, pero por lo pronto quiero que intentes ser el mejor hijo y hermano. ¿Queda claro, chico?
—Gracias, poli. Solo dígame una cosa. ¿Qué hace falta para que usted esté más cerca de matar al Jordi?
No había nada que Gerardo pudiera realizar para que Santiago se atreviera a tal cosa, por más que lo deseara.
—Nada, hijo. Lo siento.
Gerardo no quedó convencido. Algo se le ocurriría, si no, él mismo se cargaría al maldito de Jenrics y, de ser necesario, hasta al mismísimo Jordi.
El espía
Yolanda había trabajado toda la semana y estaba exhausta. Solo le quedaban los domingos para dedicarse a las labores del hogar; aprovechaba para lavar ropa, trastes, barrer, trapeaba, y claro, esperaba como mínimo que sus hijos la apoyaran, ya que hasta ese día la casa era un completo desastre.
Se encontraba preocupada. ¿Qué pasaría con sus hijos si ella ya no estuviera? Eran jóvenes y, a esa edad, irresponsables, pero aquella irresponsabilidad los podía meter en lugares peligrosos. Yolanda sentía particular preocupación por su hijo mayor, Gerardo. Se trataba de un buen chico, pero últimamente había estado involucrado con personas poco sensatas, para ser más precisos, con ese del que todas las vecinas del barrio se quejaban. Un malandro que reclutaba jóvenes en busca de adrenalina, los más vulnerables de todos.
Aunque había que reconocer que Gerardo había cambiado su actitud, ahora ayudaba más en la casa, a su madre y también a su hermana. Buscaba que ambas estuvieran alejadas del círculo donde él rondaba, no porque no quisiera ser molestado, sino porque sabía que podría resultar peligroso para cualquiera de las dos. Aun así, Yolanda rezaba todas las noches por que sus dos hijos se alejaran del camino del mal y que algún día encontraran un trabajo mucho mejor que el que ella tenía: obrera en la maquila.
Gerardo había despertado temprano para ir a comprar al mercado, como se lo había solicitado su joven madre. Mientras tanto, su hija Gisela la ayudaba a limpiar la casa, vieja, con paredes de adobe y tuberías que merecían ser cambiadas cuanto antes. Resultaba un buen día. Su hijo actuaba de forma muy positiva. Preveía cosas buenas para él. Inclusive había mencionado su creciente anhelo de entrar a la prepa. Su sueño era terminarla mientras conseguía trabajo en algún restaurante como mesero y abrir un lavadero de carros. Él soñaba con que llegarían cien coches diarios a su autolavado y que por cada uno cobraría cien pesos, así que no tardaría en volverse rico. Y todo sin la necesidad de convertirse en un mafioso. Solo había que ser emprendedor.
Después de la comida familiar, evento poco frecuente, Gisela se arregló para salir con su novio, casi diez años mayor que ella. Aunque su madre se negaba rotundamente a esa relación, en el fondo sabía que no había nada que pudiera hacer al respecto. Gerardo se reunió con algunos de sus nuevos amigos. Yolanda rezaba por ellos.
Lo típico era ir a la casa de Jenrics, ahí se juntaban todos, siempre con las puertas abiertas a quien buscara algo de drogas. Empezaron a liar un churro de marihuana. El plan del día consistía en ver qué pasaba, lo que implicaba en gran medida obedecer a Jenrics y, mientras tanto, había que permanecer ahí, sin hacer gran cosa más que drogarse.
Los rumores decían que Pavel acababa de comprar una motocicleta y justo venía para presumir. No era una gran moto, algo así como un intento, con un motor chico. Pero los ahí presentes la observaban como creyendo saber del arte del motociclismo. Se referían a ella como si tuviera uno de gran cilindraje, que hacía un ruido excepcional. Pero el suyo era muy débil y el estruendo se debía más bien al esfuerzo que realizaba.
Gerardo sabía manejar bien las motos, su tío le había enseñado. Pobre tío. ¿Qué le habría pasado? No lo había visto desde que lo metieron en la cárcel en Estados Unidos, cuando fue descubierto intentando cruzar treinta kilos de marihuana. Solo le