Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez

Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez


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un regalo?». Evidentemente cualquier niño hubiera aceptado. «Pero tienes que cumplir varios retos, ¿estás dispuesto?». Regalos y retos, las dos cosas más emocionantes para cualquier niño. «Entra al cuarto, ahí está», indicó.

      »Al acceder a la habitación, descubrí que estaba oscura. Sentí un poco de miedo, pero luego noté que mi abuelo estaba detrás de mí, así que tuve confianza. Pregunté por el regalo y él, amablemente, me dijo: «Tienes que buscarlo con tus manos». Las alcé y comencé a caminar a tientas, pero no encontraba nada. Fue ahí cuando él me tomó y me comentó que me guiaría; eso hizo, hasta que me llevó directo a tocar su miembro. No supe qué hacer, así que no lo solté, era tan solo un niño. Pensé que formaba parte del reto. No sabía qué estaba haciendo, por supuesto. Fue entonces que él me tocó a mí y yo no vi cómo negarme.

      La anécdota sonaba desagradable aún para Paulo, quien estaba acostumbrado a escuchar todo tipo de historias. El abuso infantil resultaba más común entre familiares pobres, así que no lo sorprendía.

      —Mi hermano, diez años mayor que yo, comenzó a gritar mi nombre en mi busca, lo que alarmó a mi abuelo. Este me dijo que no se lo contara a nadie y que luego continuaríamos con el reto, pero justo antes de que el terminara de subirse los pantalones, mi hermano entró y lo vio. La repugnancia de su rostro me hizo saber que algo no estaba bien. Claro, yo tenía seis años y él dieciséis; él comprendía que aquello no estaba bien. Aun así, no me atreví a decir nada. Yo creí que mi regalo pronto vendría.

      »Aquellos tocamientos se repitieron las siguientes dos noches antes de Navidad y, a pesar del total desagrado que me provocaban, confiaba en que después de Nochebuena obtendría mi regalo. Y así fue. Aquella Navidad recibí dos, una pequeña pistola que me había comprado mi hermano con sus ahorros y un balón de fútbol que me dio mi abuelo. Eso me hizo sentir menos remordimiento.

      El doctor Paulo observaba el lenguaje corporal de su paciente. Era importante ver más allá de las palabras.

      —Recuerdo un día en el que jugaba entre los ladrillos de la ladrillera, imaginando mil cosas, como hacen los niños. Totillo había dejado de jugar conmigo porque ahora le tocaba trabajar en la ladrillera. Para ese entonces yo tendría como siete años, y él, diecisiete. Mientras caminaba por lo alto de los ladrillos apilados, mi abuelo me miró y me pidió que bajara. Yo obedecí. Me acuerdo de que estaba bebiendo alcohol barato, como era su costumbre. Como todo niño, cometía travesuras y en esa ocasión pensé que estaba haciendo algo mal. Me regañó y me dijo que estaba muy mal que yo anduviera solo en la ladrillera. Me hizo creer que algo malo me podría pasar. Fue entonces que me ofreció algo de su alcohol. Me convenció de que beber me ayudaría a madurar y ser un hombre. No pasó mucho tiempo cuando de pronto ya me sentía borracho y él me acurrucó a su lado. Mientras eso pasaba, nuevamente comenzó a propasarse, pero estaba vez fue mucho más allá. Me bajó los pantalones y frotó su miembro sobre mí.

      Mientras narraba su historia, Santiago mantenía la mirada en el piso. La pena era evidente.

      —Mientras aquel cabrón se sobrepasaba conmigo, apareció Totillo con un enorme ladrillo y lo estrelló directo en la cabeza de aquel imbécil. No vio ni dónde le llegó, pero la mirada de odio de mi hermano era contundente. Mi abuelo lo amenazó con correrlo de su casa, pero Totillo no se amedrentó y le dijo que se lo contaría a mi papá. Yo pensé que este lo defendería, pero no fue así… Desafortunadamente, entre mi papá y mi tío le pegaron la golpiza de su vida. Pobre Totillo. Él me defendió de un violador y, a cambio, le propinaron una golpiza. Me sentí culpable. En cambio, mi padre, pinche cabrón. En vez de golpear a mi abuelo, pegaba a su propio hijo.

      Santiago guardó un silencio que transmitía más que todas las palabras.

      —Disculpe mi forma de hablar, doctor, es que me da mucho coraje recordar todo aquello.

      —Siéntete libre de expresarte como quieras.

      Santiago afirmó con la cabeza, luego bajó nuevamente su mirada para intentar regresar a sus profundos recuerdos de la infancia.

      —Discúlpeme, doctor, creo que perdí el hilo de la plática. Pues total. Los abusos se habían detenido después de aquel evento. Yo ya estaba más crecido, tendría como trece años y mis amigos del barrio y yo estábamos experimentando con el tabaco. Uno de ellos me recordó que mi abuelo fumaba y me retó a que le quitara algunos cigarros a escondidas. Entré sigiloso a su habitación, estaba dormido de borracho; eché una mirada rápida y vi que en la bolsa de su camisa se encontraba su cajetilla, así que caminé muy despacio y comencé a sacarla, esperando que no sintiera nada. Cuando por fin lo había logrado, una sonrisa se dibujó en mi rostro, pero poco me duró. De pronto noté su mano sobre mi antebrazo. Me tomó con todas sus fuerzas hasta tumbarme boca abajo sobre su cama, para luego montarse encima de mí sin dejarme escapar. Yo recuerdo intentar gritar, pero él se apresuró a poner una almohada sobre mi cabeza, que ahogó mis gritos. Sentí cómo bajó mis pantalones… y después cómo su pe…

      —Está bien, no tienes que decirlo, lo entiendo. —Paulo no le permitiría llegar a tal detalle.

      Santiago suspiró. Él no sabía hasta qué punto debía callar, solo hablaba.

      —En el momento más oportuno, mi hermano acudió al rescate. Creo que escuchó mis lamentos. Lo tomó por atrás y lo lanzó con tal fuerza que se estrelló contra la pared para luego caer inerte. Al ver que no reaccionaba, Totillo se acercó para girarlo y fue entonces que vimos sus ojos en blanco. Descubrimos que había muerto. Mi hermano lo había asesinado.

      »Totillo sabía que entre mi papá y mi tío lo enfrentarían como nunca. Lo recuerdo muy asustado. Corrió a su cuarto, tomó algunas cosas y se fue de la casa, despidiéndose vagamente de mí. Jamás lo volví a ver. Eso fue lo último que supe de mi hermano. Aquello me generó un gran coraje con mi padre y también con mi madre. Yo ya no quería vivir en aquella casa.

      »Con cada día que pasaba, nos fuimos distanciando. Fue entonces cuando conocí a Yannet en la prepa. Nos hicimos novios. Yo decía que quería casarme con ella, pero creo que era más una excusa para salir de casa de mis padres. Así que abandoné la preparatoria y me puse a buscar trabajos; ayudaba a un herrero, luego lavé carros y el último jale antes de comenzar como policía fue en una recicladora de fierros. Pero total, aún era un chavito cuando me fui a vivir con Yannet y su mamá. Y para el año siguiente ya estaba embarazada. Por esas épocas empecé a trabajar en la recicladora de metales. Ya cuando nació mi hijo, mi vida se había vuelto muy aburrida. Trabajaba nueve horas diarias y los fines de semana pasaba mi tiempo libre con Yannet y Juanito. Es el nombre de mi hijo —murmuró meditabundo.

      Paulo lo notó y rápidamente lo registró en su hoja.

      —Un día, un sujeto que venía a vender algo de fierros viejos a la recicladora sacó una pistola y amenazó a la cajera. Mientras le pedía el dinero, yo me acerqué sigiloso por atrás y lo pateé justo en la espalda baja. Ya no era más aquel niño debilucho de antes. Había crecido bastante, tenía veinte años, medía un metro ochenta y cinco. Además, eso de estar cargando fierros me había dado bastante fuerza, así que salió estampado hacia la pared, lo que hizo que soltara la pistola. Ambos saltamos hacia ella, pero yo logré aventarla lejos de ambos y con ello me bastó para echarme encima de él. Con ayuda de otros compañeros lo amarramos, hasta que llegó la Policía.

      »El dueño del negocio me dijo que jamás había visto tantos huevos en alguien. No me premió ni me dio un bono. Nada. Solo me agradeció. No tenía que hacer algo más, por supuesto. Pero, en cambio, la cajera, Lupita, me agradeció como si realmente hubiera salvado su vida. Eso me bastó para alcanzar una motivación diferente a cualquiera antes en mi vida. Sentí que podía hacer cosas útiles por alguien más. Me dio tanta satisfacción haber agarrado al malo que quería seguir agarrando delincuentes para cuidar de la gente buena. Así que decidí meterme a la Policía. Fue más o menos por aquellos tiempos que mi suegra falleció y nos heredó la casa.

      Por fin parecía que Santiago había terminado de resumir lo más relevante de su vida.

      —Estoy ahorrando para comprar una casita un poco más grande, pero


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