Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez
no seré quien te cubra tus fechorías. ¿Me entiendes, Santiago? Para mí es más importante velar por la tranquilidad del grueso de mis agentes, no por la de un pinche policía. Sabes que la relativa paz que se vive se debe a la alianza que tenemos con el Cártel de la Línea. No voy a echarme encima una lucha encarnizada contra el Cártel de Pacífico.
Ambos guardaron un silencio que se extendió por largo rato, hasta que el comandante decidió romperlo:
—Por lo pronto, sigue con tus labores.
—Como usted ordene, comandante —contestó Santiago, y cada quien partió a su propia troca.
Un segundo después, Homero Romero se dio la vuelta para advertirle una cosa más:
—¡Santiago! No hagas nada por tu propia cuenta. Muchacho pendejo.
Santiago asintió. Estaba seguro de que eso pasaría a segundo plano. «El don no es más que un anciano, además, el evento sucedió durante la noche. Seguro que está decrépito. Esto pasará y nadie se acordará». O por lo menos eso anhelaba.
La redada
Cada uno de los tres había buscado por sus propios medios conseguir una cantidad considerable de dinero. Bueno, ellos creían que era mucho. Se miraron entre sí, poniendo al descubierto con sus sonrisas ansiosas que su cometido estaba casi cumplido. Su deseo por adentrarse en el mundo del narcomenudeo obedecía, más que a su razón, a la intensa necesidad de pertenecer a un grupo social, el cual ignoraban profundamente. Su razón no les dejaba entender que estaban siendo seducidos por las sirenas del mar de las drogas y el vandalismo.
Cruzando la esquina, se hallaría en un Cavalier morado. Él sería su dealer. El plan estaba claro: tomaban la mercancía, luego ellos revenderían la droga en su barrio. Así de fácil. Pero había una regla que siempre salía en todas las series y películas de narcos: jamás consumir de su propio producto. Dentro de poco se tornarían ricos.
La edad no les daba para comprender. Solo eran mocosos, chamacos imberbes que, para la sociedad, se merecían estar donde estaban; constituían esa sarna que, una vez penetrada, era difícil de quitar; su mera presencia impregnaba el medio ambiente de un olor putrefacto. La sociedad misma veía, como con visión de rayos X, un futuro siniestro lleno de enfermedades, dolor y muerte para ellos y, al mismo tiempo, lograba distinguir con aquellos súper poderes un pasado de un padre golpeador, una madre prostituta o, como mínimo, un abuso infantil. Eso significaban aquellos jóvenes, sin saberlo, ante los ojos de una élite social que juzgaba hasta el más mínimo error, pero que difícilmente apreciaba lo bueno que podían conceder. Pero, al final, todos terminaban formando parte de la misma fauna bacteriana.
A varios metros de ahí, dos unidades policíacas, posicionadas estratégicamente, observaban desde lo lejos la acción de los tres jóvenes. El objetivo de la misión: detener al vendedor y a los compradores de la droga; sencillo, tratándose solo de mocosos, menores de edad que, sin ellos imaginarlo, serían juzgados como narcomenudistas, con poca posibilidad de amnistía. A saber cuántos años tendrían que pasar tras las rejas gracias a su aventurita. Pero habrían adquirido su fama de ser los malos del barrio, aquellos de los que otros dirían: «Ese güey estuvo en el bote. Cuidado con ese cabrón». De esos estaban llenas las cárceles y no de los que merecían encontrarse ahí: los verdaderos mafiosos, que portaban traje y todos los ciudadanos sabían quiénes eran; pero nadie se atrevía a hacer algo al respecto. Esos jamás tocarían la cárcel. Por si fuera poco, había que atrapar únicamente a los del cártel contrario.
Uno de los agentes captó un Cavalier morado estacionando una cuadra más atrás de donde estaban los tres adolescentes. No se movía, el conductor solo miraba atento. Pretendía no ser observado por nadie. Pero no era listo ni muy cuidadoso. Se trataba de una misión simple, pero siempre había que tener mucho cuidado, ya que solían enviar cebos y entonces se iniciaba una balacera. Aquello mantenía una tensión latente, como de costumbre.
—¡Ey! ¿Santiago? —la agente Perea, con su imprudencia continua, abrió la boca en un momento de concentración indispensable—. ¿Ya escuchaste lo que andan diciendo varios en la fiscalía?
Santiago apretó con fuerza sus binoculares, como creyendo no haber oído aquello. Sintió un pequeño escalofrío. ¿Sería acaso lo que él imaginaba? ¿Se habría corrido ya la voz de que el anciano lo acusaba del asesinato de un jefe de sicarios?
—No. No me ha llegado ningún chisme.
—Pensé que ya lo sabías. —Su compañera dio rodeos antes de soltarlo.
Santiago disimuló, haciendo su trabajo con naturalidad. Temía que el asunto estuviera saliendo a la luz.
—Pues comentan —por fin comenzó la agente Perea— que el ingeniero Ramírez (¿sabes cuál, no? El de balística. ¿Ves que lo despidieron?) estaba teniendo intimidades con Teresita, la secretaria.
—No veo cuál es el problema, agente Perea.
—¡Ah! Pues dicen las malas lenguas que era la amante del fiscal general. Y, pues, eso le prendió muchísimo, así que prefirió despedirlo. ¿Puedes creerlo? Ese es el motivo por el cual aún no tenemos a alguien en el departamento de balística.
De una, soltó el aire que había retenido en los pulmones al descubrir que el chisme no estaba relacionado con él.
—No lo sabía, Perea —confesó con mucha más tranquilidad—. Ahora resulta que el cabrón del fiscal tiene derechos de exclusividad sobre las secretarias.
En ese momento, Santiago notó que, al otro lado, los tres jóvenes se volteaban hacia ambos lados de la calle, preparados para la acción. Pronto agarrarían su mercancía. Sería más fácil de lo que habían pensado, así que se permitió regresar a sus pensamientos. «¿Por qué habría que atrapar a los mocosos y no a los de alto perfil?».
El Cavalier morado avanzó lento y los tres chicos caminaron hasta él. El sujeto que estaba dentro del coche bajó la ventana hasta la mitad. Dos camionetas de la Policía observaban en detalle la acción. Esperaron hasta que se ejecutara la transacción. El dealer sacó un paquete del tamaño de una caja de zapatos. Santiago, que estaba al mando de aquella mediocre misión, dio la señal por radio:
—¡Ahora! ¡A ellos! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!
Las dos unidades rodearon en un parpadeo el Cavalier y a los jóvenes compradores. Inmediatamente, bajaron de las trocas y apuntaron sus pistolas al vehículo. El conductor puso las manos sobre el volante. Los otros tres chicos las levantaron, dejando caer las drogas. Pero cuál fue la sorpresa que uno de ellos emprendió una carrera a toda velocidad. Santiago salió tras él. El mocoso era rápido. Santiago, ni tan joven ni tan ágil; además, resultaba mayor la urgencia del joven de escapar que la de Santiago de capturarlo.
Sabía que podía lograrlo. Huiría y luego lo contaría. Eso sí que le daría fama. Sonrió. Pero no le duró mucho porque resbaló y, mientras intentaba levantarse, Santiago lo tomó por la espalda para tumbarlo y esposarlo.
—¡Ey! ¡Déjame! No he hecho nada.
—Cállate.
—Ya verás, tengo conocidos que te harán pagar.
—¡Que te calles!
—Yo no hice nada —se lamentó.
Santiago lo agarró con ambas manos de la playera para acercarlo a su rostro y decirle:
—Vuelves a hablar y te parto la cara. ¿Entendiste?
En respuesta, el joven afirmó al tiempo que apretaba fuerte los labios.
Caminaron de vuelta a las unidades policíacas, pero entonces Santiago tuvo la atinada idea de preguntarse los motivos. Algo debía de estar de tras de estos mocosos.
—¿Quién te ha mandado a comprar la droga?
Abrió ampliamente los ojos y conservó apretando sus labios en señal de que no le estaba permitido decir ni una sola palabra.
—Está bien. Puedes contestar