Asesino de sicarios. Adrián Emilio Núñez

Asesino de sicarios - Adrián Emilio Núñez


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el pulgar, tapó su fosa nasal derecha y, con la izquierda, aspiró el polvo blanco que le habían servido en una tarjeta. Un rush comenzó a surgir casi al instante, aunque lo siguió una pizca de remordimiento. Había escuchado en más de una ocasión que consumir cocaína te volvería adicto a ella en muy poco tiempo. No deseaba ser un drogadicto, ya lo había vivido con su padre durante la infancia. De hecho, sus ansias de convertirse en un afamado narcotraficante disminuían ahora que conocía a Jenrics y a su Manada. Tenía la impresión de que, si no te asesinaba otro, terminabas matándote tú mismo con las drogas y aquel estilo de vida. Una especie de suicidio a largo plazo y con intereses que se cobraban tu familia. En este caso, los principales afectados serían su madre y su hermana menor.

      Su progenitora sufría de un creciente estrés al saber que ahora se juntaba con la escoria del barrio. La pobre mujer se despertaba a las cinco de la mañana para preparar la comida para sus hijos y después ir a la maquila y trabajar diez horas, con la única esperanza de que estos tuvieran un futuro promisorio, algo que ofrecerse a ellos mismos. Aquello empezaba a dolerle a Gerardo, una madre entregada a sus hijos, y ellos, unos malagradecidos. Lo que ella más anhelaba era que poseyeran valores morales, no dinero. Se trataba de una madre estricta que la mayor parte del tiempo parecía enojada y de mal humor, pero ¿cómo no entenderla si trabajaba seis días a la semana jornadas completas por un miserable sueldo? Pobre Yolanda, jamás le quedaron horas libres para estar con sus hijos, ni siquiera para vivir su vida; había engendrado a Gerardo a los quince años y a Gisela a los dieciséis. A pesar de ser soltera y joven, sabía que los alimentos antecedían al tiempo de calidad. Al parecer, su hijo no comprendía lo que quería mostrarle con su arduo esfuerzo. Ya resultaba muy tarde, pertenecía a una mafia de la que no podría retirarse con desearlo.

      Había como cuarenta personas en la fiesta del Jenrics, la mayoría drogadas; otros cuantos practicaban sexo en las partes oscuras de la casa. Cada cuarto estaba ocupado por gente que solo buscaba sexo, drogas y aceptación.

      Gerardo sintió su celular vibrar. Le había llegado un mensaje, pero un segundo antes de poder verlo, Jenrics se apresuró y se lo arrebató.

      —¡Eah! ¿Quién es esa tal Gisela, Gerita? —se burló.

      —Es mi hermana, Jenrics —contestó. Si no le seguía el juego, no le devolvería el teléfono.

      —Preséntala, güey. A ver, saca una foto de ella.

      —Tiene dieciséis años.

      —¿Y eso qué tiene, güey? ¿Cuántas de las que andan aquí no tienen esa edad? ¿O no, vato? —dijo, buscando la aprobación del resto, que asintió tal cual fieles ovejitas—. Ya, morrillo, no se agüite, tenga su pinche celular. Lo quiero aquí de vuelta, acuérdese de que estamos festejando nuestro nuevo lote de candys.

      Después del incómodo momento, Gerardo tomó su celular y revisó el mensaje: «¿Dónde estás, hermano?». A lo que él escribió: «Voy en camino».

      Aquella era la señal con la que tiempo atrás habían quedado él y Santiago para encontrarse. Se veían a unas cuadras de la casa de Gerardo, y ya que la troca de agente ministerial que manejaba Santiago no traía ninguna imagen que pusiera al descubierto su identidad como policía; no había que preocuparse por generar sospechas.

      Gerardo la vio y subió. Los vidrios estaban polarizados y no se captaba nada dentro.

      —¿Qué has averiguado, ya sabes quién es el jefe del Jenrics? —preguntó Santiago sin detenerse a saludar.

      —Sí, mi poli. De hecho, ayer me tocó conocerlo, y créame, es posiblemente la persona más desagradable que haya conocido en mi vida.

      Gerardo comenzó a platicar sobre aquel apabullante momento, uno que le haría arrepentirse de continuar en aquel ecosistema de mafiosos:

      —Jenrics nos había pedido que fuéramos a hacer un surtido de drogas. Por eso, la party de hoy. Con cada nuevo lote de drogas o candys, como él dice, hace una party para empezar a venderla. A mí no me habían comentado con quién íbamos, ni me atreví a preguntar. Jenrics llevaba consigo una mochila llena hasta el tope de dinero. Jamás había visto tanto. Nos subimos los cinco al carro de Andrés; él manejaba, Jenrics iba de copiloto; también iban el Randy, el Pavel y yo.

      »Pasaban de las doce de la madrugada. Yo esperaba que fuera algo rápido: llegar, pagar, tomar la nueva mercancía y fuga. Pero nel. No fue así. Nos habían citado en la presa. Nos estacionamos y tuvimos que caminar en lo oscuro de la noche hasta la orilla, allá por la entrada más lejana. Cuando ya llegamos, estaban dos señores con verdadero aspecto de matones, no chingaderas como los pendejos estos que solo son cholos. Uno de ellos era el jefe. Me llamó la atención que le faltaba la oreja derecha, y en su lugar se tenía una cicatriz que me causo asco. Por si fuera poco, usaba unas horribles botas de avestruz color azul cielo. Estaba rucón, tendría más de cuarenta años, yo creo. El otro era un poco más chavo. Venían en un Ram negro. En cuanto aparecieron, se le quebró la voz al Jenrics.

      »Caminamos hasta donde estaban, a dos metros del agua de la presa. Estaban recargados en la troca. Yo solo veía y actuaba como los demás. Nadie saludó de mano a nadie. «¿Traes el dinero?», preguntó el jefe a Jenrics. Y el otro que no era el jefe abrió la maleta para verificar que todo estuviera ahí. Jenrics era más mansito que un cachorro. Hasta sentí pena por él. Luego, el mismo sujeto que había tomado la mochila con el dinero sacó un paquete de la RAM. Ni siquiera vi qué tipo de drogas traía. Recuerdo bien que el jefe estaba muy serio. Sacó un cigarro y lo prendió. Hacía preguntas muy cautelosas: «¿Cómo va el negocio en tu zona? ¿Has visto algo extraño? ¿Sospechas de alguien?». Cuando soltó aquello último, neta, no manche, poli, temblé gacho. Lo primero que pensé fue: «Ya valí verga. Me van a matar aquí mismo». Y lo peor fue el que el jefe se volteó a mirarme y luego me preguntó quién era yo. Jenrics justificó mi presencia, diciendo que había atacado a un policía y escapado. Eso tranquilizó al jefe y a mí. ¡No manche! En verdad se lo juro, poli, sentí que moría en ese momento.

      »Después de la transacción, pensé que ya nos íbamos y todo chido…, pero no hacíamos nada; supongo que Jenrics esperaba la orden. Todo estaba súper tenso y, de pronto, el jefe empezó a reír como loco y nos pidió que nos relajáramos, que éramos parte de su gente. Nos dijo que solo teníamos que ser fiel a él y no pasaría nada. Jenrics solo comentaba cosas así como: «Sí, jefe, te soy fiel solo a ti, solo a ti, lo juro, jefe». Los otros idiotas lo repetían. No podía creer que estos cholos que amenazaban a niños, viejitas y jóvenes actuaran tan cobardemente. O sea, dese cuenta de que éramos cinco contra dos. Pero total...

      »El jefe alzó la mano, haciendo una seña, y el otro güey fue a la caja de la troca y levantó a un sujeto amordazado. ¡Ay, cabrón! No lo vi venir. Cargó a un güey y lo tiró enfrente de nosotros como si fuera una simple bolsa de basura. Hasta a mí me dolió cuando cayó al suelo. El pobre se retorcía del dolor. Le vi el rostro y él me vio a mí. Se sintió bien gacho, en verdad, poli. Se volteó a mirarme, ¿sabe? Sus ojos gritaban piedad, pero ¿qué podía hacer yo? Era el más chico de ahí, el nuevo.

      »Luego el jefe se apoyó sobre el pobre vato, como si le fuera a bolear su horrible bota, y muy tranquilo se puso a fumar. Luego nos miró a cada uno de nosotros, como analizándonos. ¿Sabe cómo? Como serpiente que está a punto de saltar sobre su presa. Daba miedo aquella mirada; todos tenían la cabeza gacha como si nos estuvieran regañando. Hasta que empezó a decir: «Este cabrón de aquí», y luego puso la bota sobre su cabeza, aplastándola contra el fango. «Este culero de aquí es el distribuidor de otra de mis zonas, pero ¿qué creen?», y luego Jenrics, todo dócil, preguntó: «¿Qué, jefe?». El otro lo arremedó con voz burlona y se le acercó, olvidándose del pobre que estaba en el fango: «¡Hable con huevos, pinche jotito!», le gritó a centímetros del rostro. Jenrics era incapaz de levantar la mirada. Le siguió gritando que era un pinche débil jodido, que por eso jamás llegaría a formar parte de su equipo cercano y no sería más que un pinche burrero. Yo pensaba muchas cosas, que yo quería ser como Jenrics y ahora veía que no era sino lo más gacho de todo. Que lo chido era ser de la banda del jefe. «¡Pinche bola de cholos, culeros, no valen madre, putos!». Y ya después de gritarnos


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