Muerte en el crepúsculo. Marcos David González Fernández
Para que dieran con su paradero y los sentenciaran a cadena perpetua en un agujero del demonio en alguna de las prisiones del país. No obstante, su intención no solo era impedir que siguiera cometiendo crímenes, sino que no lo agarraran en el acto.
También conocía su móvil, al menos remotamente. Algo le había contado alguna vez sobre lo que le hicieron hacía mucho tiempo, pero no había entrado en demasiados detalles. Incluso él lo comprendía, por eso sentía que su trabajo no era denunciarlo con el Departamento de Policía, sino hacerle desistir sin que el asesino fuera privado su libertad. No lo quería encerrado. Era lo último que quería, pero ahora las cosas se estaban desquiciando y este asesino se perfilaba a perder el control de la situación. Había pasado del plan a la ejecución de forma tan violenta como dramática. Y, cuando la conducta era gobernada por la pasión, el desenlace no solía ser el esperado. Demasiados factores intervenían para que el plan original no saliese como se había pensado. La pasión cegaba, como el amor. Distorsionaba. Tergiversaba la realidad e interponía un velo de locura ante lo que se miraba.
Él lo sabía muy bien amando a una mujer a la que se entregó en cuerpo y alma hasta la locura.
Olivia era el nombre de la chica. La misma que ahora le preocupaba tanto.
La había conocido en la estación del tren una tarde lluviosa de agosto. Pese al frío de aquella tarde, la calidez de aquella compañía había hecho pasajeras las horas que había tenido que esperar por la demora de un tren. Juntos lo abordaron y juntos viajaron a través de anodinos parajes bajo una bóveda húmeda y nublada hasta su destino. Luego el indefectible y frío adiós los había separado para, envueltos en pensamientos en torno al otro, volver a juntarlos en la misma estación algunos días después. Y así volvieron a viajar a la vera de su compañía hasta que la atracción fue dando paso a un incipiente amor que, como aquel imponente tren, fue abriéndose camino a través de vertiginosas y sinuosas veredas. Entonces ya no pudieron prescindir de su mutua compañía y se volvieron amantes. Sí, porque son los amantes los que, con o sin compromiso previo con alguien más, ¡se entregan fervorosamente al amor!
Ahora, sentado en el sofá de su hogar, sosteniendo entre sus manos un vaso con whiskey de doble malta a medio llenar, recordaba cómo había sido aquel encuentro que dio paso a una aventura de la que hasta el día de hoy no había podido, o bien, no había querido escapar.
Así eran los amantes: siempre furtivos, arrastrándose entre las intempestivas horas entre la noche y el amanecer. Siempre a hurtadillas a través de un meridiano y otro buscando saciar sus más profundos deseos. Entregándose a la concupiscencia de sus más bajos y carnales instintos hasta que el amor los retiene uno al lado de otro de forma tan peligrosa como si de un equilibrista sin red de seguridad se tratase: siempre danzando grácilmente sobre el hilo que separa lo adecuado de lo incorrecto; lo posible de lo imaginable; lo efímero de lo sustancial que tienen todos los amantes cuando no están juntos y al mismo tiempo… lo están.
3
Juan Guadarrama se encontraba mirando la última carpeta que había abierto, la cual sostenía entre los dedos de la mano derecha mientras tiraba la ceniza de su cigarro desordenadamente sobre el cenicero de cristal con la izquierda. Tenía una extraña forma de arrancar la ceniza a su cigarro, y el toque con la uña de su pulgar sobre el filtro hacía que la mitad de la ceniza cayera fuera del cenicero y la otra dentro, dejando un tiradero sobre su escritorio. Los modales eran algo que nada tenía que ver con los agentes de la ley. Nadie empuñaba un arma entre sus manos dispuesto a matar como resultado de sus títulos académicos, constancias, diplomas y buenas notas.
—Es tarde —comentó su jefe asomando medio cuerpo a través de la puerta de su oficina—. ¿Por qué no lo dejas por hoy?
Juan lo miró distraído. No escuchó con detenimiento aquellas palabras, pero al verlo desaparecer a través del umbral de la puerta supo exactamente lo que le había dicho: «vete a descansar». No todos los días sucedía aquello. A Juan le gustaba irse temprano de la comandancia. A sus casi sesenta años de edad ya no le atraía enfrascarse en el trabajo como cuando era más joven. Ahora el tedio llegaba cada vez más anticipadamente, lo que lo hacía partir hacia el bar en el que acostumbraba tomar un par de tragos antes de irse a casa para tratar de descansar. A luchar con el insomnio de cada noche. Sin embargo, ahora se sentía distinto. Aquel rostro seguía clavado en el fondo de su mente y aun así no podía desenterrarlo de su memoria.
—¿Quién eres? —dijo para sí mismo—. ¿Quién ha acabado con tu miserable vida?
Estaba solo y no hubo respuesta. En cambio, dejó el escritorio, oprimió la colilla de su cigarro contra el cenicero, restregándola con fuerza sobre este. Se irguió de su silla y guardó la carpeta en un maletín de cuero que cargaba siempre del otro lado de la sobaquera en la que llevaba su Colt 45, junto a su costillar izquierdo.
—Solo tienes que recordarlo —volvió a decir para sí mismo—. ¡Vamos, piensa!
Pero de nuevo el silencio de aquel rostro gobernó su memoria. De los tantos rostros que acudieron a ella, el de la víctima no fue uno de ellos.
Salió de la oficina y se encaminó hasta las escaleras que daban a la planta baja. Saludó de mala gana al par de oficiales montando guardia a las afueras de la comandancia y divisó su coche a la distancia, estacionado en frente. Era un Chevelle del ´69, negro, en perfecto estado. Le gustaban los autos poderosos y sus ocho cilindros abastecían el motor con trescientos cincuenta caballos de fuerza. Un policía no podía darse muchos lujos, pero los motores, ya fueran de motocicleta o automóvil, eran uno de sus pasatiempos preferidos. Aparte de las armas, claro estaba.
Se metió en el coche y su mirada se encontró con sus propios ojos en el espejo retrovisor. Era una mirada endurecida por años del arduo oficio. Sus grandes ojos café revelaban un cansancio que hasta ese momento él mismo desconocía. Era como si bajo aquel semblante de hombre duro los ojos de su niñez se retrajeran, pidiendo a gritos un destino diferente del que ya se había forjado. Tal vez se había equivocado de profesión, pero aquel pensamiento fue desechado rápidamente de sus agitados pensamientos. Debía cumplir el trabajo que había elegido por el resto de su vida. Una vida que ya rebasaba su cenit y que avanzaba rápida e indefectiblemente hacia su ocaso.
Encendió el motor y el rugido de los ocho cilindros pudo silenciar del todo sus pensamientos. Apretó el volante con fuerza mientras pisaba el acelerador hasta el fondo para dejar dos líneas de caucho sobre el pavimento. El bar estaba a quince minutos de la comandancia, justo a medio trayecto entre su trabajo y la pensión en la que desde hacía tres meses se encontraba malviviendo. Hacían ya seis meses que se había separado de su mujer. A él le pareció apenas una semana desde la última vez en que la había visto, cuando ella decidió echarlo de su casa.
Durante el último año, después de veinticinco años de matrimonio, habían caído en un mutismo únicamente roto por fríos monosílabos que tenían como conversación hasta que ella, cansada de tal actitud achacada únicamente a su marido, le había plantado cara y puesto de patitas en la calle. La casa la habían adquirido entre los dos, pero estaba a nombre de ella, como casi todo lo demás a excepción de su Chevelle en el que sentía que volaba hacia su propia libertad cada vez que pisaba con fuerza el acelerador. Era la vida de una persona que había dado todo en el trabajo, perdiendo así a la mujer que una vez fue su mejor amiga, su esposa, su amante y compañera.
De aquel matrimonio había nacido una hija: Adilene. No obstante hacía tanto que no la veía que desconocía hasta si aún vivía en la misma ciudad que él.
—¿Quién eres, viejo? —se preguntó apretando los dientes y volviendo a mirarse brevemente en el espejo retrovisor.
Juan Guadarrama, investido con una personalidad introvertida y lacónica, nunca había sido bueno para comunicarse con sus seres queridos. Las muestras de amor y frases de cariño se habían quedado en la infancia de su hija. Una vez que esta entró a la adolescencia los ánimos comenzaron a caldear hasta que ella decidió irse de casa envuelta en una inconmensurable nube de misterio.
Así era la vida de un padre que perdió el cariño de su hija. Ahora perdida ella también en la oscuridad de su propio