Muerte en el crepúsculo. Marcos David González Fernández
Era más joven que él, por lo menos diez años menor, pero veía en ella la fuerza de una mujer que se abre camino por la vida a golpe de forzar el destino a su propio modo. Ella nunca se había casado, una vez había estado a punto, pero las cosas habían salido mal al grado de hacerle perder la ilusión de estar atada a alguien de por vida. Había perdido la fe en el sexo opuesto hasta que conoció a Juan que, de repente, había vuelto a sembrar en ella la ilusión de encontrar a alguien honesto, simpático y serio, pero sobre todo, a alguien interesante.
Una vez que terminó su tercer vodka, Juan se levantó dejando un billete sobre la barra. El día no había ido del todo bien. El último crimen lo había sumido en un estado de impaciencia. Aquel fragmento de la canción que se repetía una y otra vez había sido un claro reto lanzado hacia su persona, y eso le había crispado los nervios. Eso y la incapacidad de recordar aquel rostro salpicado con su propia sangre.
—Sabes que no es necesario —le soltó ella mirando el billete que había dejado él. Ella se sentía protegida cada vez que él se presentaba y no había forma de agradecerle eso sino invitándole un par de copas.
Juan hizo caso omiso de su comentario y, a pesar de querer soltarle una sonrisa, esta quedó reprimida bajo una mueca de satisfacción por el trato que le brindaba aquella mujer.
—Gracias, Marcela —se limitó a decir.
Dio media vuelta, tomó su chamarra y desapareció por aquella puerta del mismo modo que había aparecido casi una hora antes. Los mismos comensales que le habían puesto los ojos encima al entrar al bar, lo siguieron con la mirada hasta que dejó el lugar. Un policía siempre era un poli a leguas y eso incomodaba a mucha gente al igual que hacía sentir protegida a otra.
Pero era tarde y Juan Guadarrama debía ir a casa a luchar con el insomnio.
6
Antonio había quedado profundamente noqueado por el whiskey.
Llevaba varias horas dormido y casi estaba a punto de despuntar el alba cuando sintió que unos labios se abrazaban a su cuello. Al momento en que cayó en la cuenta de que la entrepierna de ella rozaba su cadera, ya estaba totalmente rígido. Olivia, sin despegar sus labios del cuello de Antonio, acarició varias veces su miembro antes de colocarse encima y comenzar a moverse de arriba abajo frenéticamente. Él supo entonces que no había mejor forma de despertar y, siguiendo el ritmo impuesto por ella, le devolvió todos los besos con los que antes le había despertado.
Así estuvieron varios minutos hasta que el movimiento se intensificó, así como el calor que emanaban los cuerpos desnudos hasta que ambos se entregaron a una explosión de placer antes de quedar tendidos sobre el frescor de la sábanas de seda, tratando de recuperar el aliento uno al lado de otro.
Luego de unos minutos más Antonio se volvió a quedar dormido. Al cabo de unos minutos, no supo bien cómo pero el lejano caer de las gotas de la regadera lo sumieron en un estado de laxitud tal que, a pesar de sus ganas de seguir recostado, disfrutando de esa calma que precede al sexo, pudo más del deseo de sumarse a ella en una agradable ducha.
—¿Se puede? —se limitó a preguntar. Era evidente que se refería al si podía entrar en la ducha con ella.
—Siempre has podido.
Entonces los labios de Olivia buscaron los de él y ambos se entregaron a un largo beso a la vez que sus manos recorrían las formas de sus cuerpos. Cinturas, espaldas, hombros, rostros; todo pareció de pronto ser la vía de paso para aquellas cuatro ávidas manos que parecían reconocer algo olvidado hacía ya mucho tiempo.
—Te amo —dijo una voz ronca y el sonido reverberó a lo largo de los muros que componían la regadera y la puerta de cristal templado completamente empañada por el vapor de agua.
No hubo respuesta.
Al menos no la respuesta verbal que se esperaba Antonio. Sino que, una vez más, los dos se entregaron al placer de sus cuerpos antes de que una nueva explosión de placer volviera a sorprenderlos en la ducha.
—Me apetece ir al cine —señaló Olivia mientras se servía más jugo de naranja.
Eran las 8.00 de la mañana y se encontraban desayunando junto a la terraza. Él disfrutaba de la vista que proporcionaba la altura de su penthouse mientras planeaba mentalmente las actividades que tendrían lugar en su día.
Olivia se entretenía con el periódico local. Su mente volaba a través de otro tipo de intereses. A pesar de tener todavía presente la sensación de saciedad sexual a la que se había entregado hacía poco menos de una hora por segunda vez durante aquella mañana, aún podía sentir la sensación de placer de la noche anterior.
No se trató de un placer libidinal. Era otra cosa. Un placer relacionado con una creciente sensación de poder. El poder de decidir quién vivía y quién moría, y de que ella fuera la poseedora de la única y especial razón por la que el dedo índice de su mano derecha decidiera arrebatar una vida o dejar viva a la persona frente a su Glock calibre 45, negra mate.
Ese era su secreto. La fuente de un placer completamente distinto al que acababa de experimentar con Antonio y que le gustaba casi tanto como el sexo, o quizá aún más.
—¿Alguna película en particular? —inquirió él.
—Me da igual, solo quiero ir al cine. Quiero oler a lo que huele el cine: el olor de palomitas de maíz impregnado en sus alfombras; a la mezcla de olores que provocan todas las golosinas que se venden ahí. El cine tiene uno de los olores más peculiares que puedo recordar, y ese olor me lleva siempre a mi infancia.
—¿A tu infancia?
—A cuando era feliz. A cuando nada me importaba lo suficiente para hacerme daño.
Antonio desvió la vista del gran vitral que daba a la terraza y la clavó en los bellos ojos de ella, como esperando una explicación de a lo que se refería. Ella levantó la mirada más allá de su periódico y sus ojos se encontraron con los de Antonio, que aguardaban pacientemente.
—Me refiero a otro tipo de felicidad. ¡Claro que soy feliz contigo!
—Y yo…
De momento esas palabras parecieron suficientes para apaciguar los nervios de Antonio pues de nuevo volvió a poner su mirada en la lejanía, sobre la ciudad que, despertando de su letargo, parecía esperarlo a iniciar sus actividades diarias.
Olivia se entregó de nuevo a la lectura de un periódico que leía de manera superficial mientras su mente volvía a la noche anterior. Entonces en la comisura de sus labios se dibujó una tenue línea. Algo muy parecido a una tímida sonrisa que va ganando terreno en el rostro.
No obstante, la mente de Antonio también se desviaba de su propósito matutino para recordar el horror que le había provocado conocer el secreto de la mujer que tanto amaba. Y el horror radicaba precisamente en que, a partir de aquel momento, se había abierto una brecha en su relación con Olivia. Una brecha inconmensurable.
Para él se abría lentamente la posibilidad de que los separasen, si alguna vez daban con ella como el artífice de tan atroz crimen. Y eso era lo que lo aterraba tanto: perderla. Perder lo único que daba algo de sentido a su vida pese al creciente éxito de sus negocios.
7
Cuando despertó por la mañana, Juan sintió un fuerte dolor de cabeza. Era el dolor que indicaba las horas de sueño perdido, como si se tratara de una resaca. No una resaca por el vodka que había ingerido. Era el insomnio que se metía con él cada noche en la cama. Que le abrazaba. Que le acompañaba casi hasta que despuntaba el alba.
Demasiadas cosas habían salido mal durante su vida y esas cosas eran como una película que se reproducía durante cada noche en la gran pantalla que era su mente.
Siempre la misma película. Siempre las mismas razones por las cuales lamentarse. Revolcarse de un lado a otro sin poder dormir. Siempre la misma vocecilla de su consciencia narrando, describiendo cada escena, reproduciendo cada diálogo, creando un incansable eco en su cabeza.
Así