Muerte en el crepúsculo. Marcos David González Fernández
no dormir.
Pero durante el día todo era diferente. Las actividades diarias y demás deberes absorbían la fuerza con las que aquella película golpeaba sus recuerdos, hurgaba entre ellos y violaba su propia confidencialidad y secretismo. Su modo de haber vivido lo que vivió. La forma en que cada decisión lo hizo sufrir y decayó su ánimo hasta el abatimiento. Pero no había marcha atrás.
¡Nunca había marcha atrás!
Él, como agente de la Ley, como detective, lo sabía demasiado bien.
Una punzada de dolor golpeó su nuca cuando corrió las cortinas del cuartucho que tenía por hogar.
—¡Maldición! —soltó casi por puro hábito cuando la luz invadió sus pupilas con violencia.
Luego se dirigió al cuarto de baño y abrió la llave. El agua salió de la regadera y, resignado, tuvo que bañarse con un chorro de agua que prometía calentarse pero que nunca llegó a cumplir esa promesa.
No había mucha ropa en el armario del cuartucho de la pensión. La mayoría la había dejado en casa y, a sabiendas de que su ex esposa lo mortificaría con una letanía de acusaciones sin sentido (o con demasiado sentido), prefería combinar, enfadado, las pocas ropas que poseía.
—Te estás poniendo viejo, Juan, y lo sabes perfectamente —se recriminó.
Acabó de vestirse y salió de su pocilga rumbo a su potente coche.
Faltaban unos minutos para que entrara a trabajar, menos mal que tenía un ocho cilindros, pensó esbozando una sonrisa para sus adentros.
Nada como un motor ocho cilindros para rejuvenecer un poco.
No obstante, lamentó su soledad. La soledad también era como un recordatorio de que las decisiones tomadas a lo largo de su vida habían sido erradas o, simplemente, que no habían sido las mejores porque, en algún universo paralelo, seguramente existía un escenario distinto: un Juan alegre con otra suerte y con otra vida también. Quizá con un matrimonio todavía efervescente de cariño y con una hija cariñosa, atenta al mismo tiempo por las preocupaciones de su padre.
Sí, quizá, pensó Juan al pisar el acelerador con fuerza, acallando con el rugido del motor, el sonido que provocaba el choque de sus ideas en su mente.
Veinte minutos después estaba afuera de la comandancia de policía.
Con el viejo maletín bajo el brazo derecho y la sobaquera ajustada sobre el costillar izquierdo, Juan entró al edificio y se dispuso a subir las escaleras que conducían a su oficina. El jefe no había llegado todavía.
«Uno de los privilegios de ser el jefe», se dijo Juan para sus adentros dejándose caer en la silla de su escritorio para comenzar a estudiar los detalles de su joven y turbio caso.
Abrió la carpeta y se dio cuenta de que aquellos ojos parecían hablarle a través de la fotografía de la víctima.
¿Ya los había visto antes o su cerebro le gastaba otra de las muchas confabulaciones entre el recuerdo y la imaginación que tantas otras veces había tenido que desechar a lo largo de su carrera?, se preguntó.
Todo se limitaba a eso: darse cuenta de cuál era un dato estéril o incierto para la investigación y cuál un hallazgo con cierto valor veritativo mediante el cual se pudiera echar algo de luz sobre el problema, para no casarse con una pista falsa que lo llevaría por el camino de la subjetividad y de los prejuicios personales.
Pero los gajes del oficio eran los gajes del oficio y nadie, por experimentado que fuese, estaba exento de dar un tropezón. Desgraciadamente, la policía cada vez era menos competente. Ni la vieja escuela ni la verdadera vocación como oficial de policía parecían existir. Ahora todo se reducía a la necesidad de ganarse la vida, mezclada con la mediocridad de no saber hacer algo más. Necesidad económica en el eje de las equis e ignorancia en el eje de las yes. A eso se reducía el plano cartesiano de las filas policiacas.
Juan lo lamentó.
Quizá él mismo pertenecía a una generación que, evidentemente, había encausado aquel perfil hacia las nuevas generaciones, porque nada había de generación en generación que fuera accidental, azaroso y que quedara fuera del efecto dominó entre ellas. No había una ruptura total ni un punto de inflexión evidente ni un hecho aislado.
No, todo era el resultado de una cadena de eventos. De una larga fila de causas y efectos que demeritaban el trabajo actual de la comandancia de la policía no solo de aquella ciudad, sino de muchas otras ciudades alrededor de todo el país.
Luego estaba la corrupción. Esa misma corrupción que era como el cáncer que acababa con todos los sistemas e instituciones desde dentro. Desde las mismas vísceras que entrañaban (o más bien dicho, entrañaron) los ideales sobre las que ellas mismas se erigían orgullosas. ¡Ineficaces y orgullosas!
Así, con esa misma disposición de ánimo, Juan comenzaba con mayor frecuencia sus actividades y deberes diarios. Estaba perdiendo poco a poco la esperanza que una vez lo impulsó a ser un agente del orden y de la seguridad. Incluso resopló con fuerza a través de las aletas de su nariz mientras cambiaba la hoja del expediente de su más reciente caso sin vislumbrar siquiera lo posibilidad de que también pudiera ser el último. Una posibilidad bastante latente en alguien como él.
8
¿Cómo evitar las atrocidades de Olivia, su pareja, el amor de su vida?
Antonio se lo preguntaba una y otra vez por las mañanas cuando despertaba o por las noches cuando se iba a la cama. Se sentía atrapado en una prisión de silencio y eso le dolía, como si las palabras que no podía articular le abrasaran en su interior, desde la boca del estómago hasta la punta de la lengua.
También estaba aterrado. Ella había perdido la razón. Se había convertido en una quimera imposible; implacable.
¿Tanto odio había acumulado con el tiempo?, se preguntó a sí mismo. Luego le preguntó a ella:
—¿Regresarás para comer?
—No lo creo —respondió Olivia sin quitar la vista del periódico que sostenía entre sus menudos dedos con delicadeza—, me ha llamado Alejandra y me ha pedido que me pase por su casa. Lo más seguro es que coma ahí mismo.
—¿Qué pasa con Alejandra?
—Es solo que hace mucho que no nos vemos y ya ves cómo se pone de delicada cuando pasa mucho tiempo sin hablar conmigo.
—Entonces, ¿te veo en la noche?
Ella ya no respondió. No le gustaba que le inquirieran con una ráfaga de preguntas intrascendentes. Eso no era libertad, pensaba cada vez que algo así pasaba. ¡Y ella era libre! Libre como un ave; peligrosa y libre como un halcón o una águila de ésas que solía ver en algún documental de algún canal de la bbc.
Ante su mutismo, Antonio dio media vuelta, desapareciendo a través del umbral de la puerta en dirección al ascensor. Una punzada de angustia recorrió su médula. Sabía bien que Alejandra no estaba en la ciudad. Su marido le había dicho que estarían de visita en Argentina durante un mes. Una de las mejores amigas del marido de Alejandra se casaba allá y se lo había dicho cuando se encontró con él un día mientras hacía la compra en el supermercado.
Que hubiera mentido solo podía indicar una cosa: que sentía de nuevo aquella profusa sed que parecía cada vez más insaciable en ella. Una sed por vengar la sombra de un pasado que la acosaba cada vez con mayor frecuencia.
Antonio llegó al estacionamiento y abrió el seguro de su Mercedes-Benz gris desde la distancia. Se subió, encendió el motor y esperó un par de minutos a que el motor se calentara. Sujetaba el volante con fuerza, tanto, que sus nudillos se habían tornado blancos. Pensaba una y otra vez en qué podía hacer para entender la enfermedad que infectaba los pensamientos de la mujer que tanto amaba.
La puerta automática de estacionamiento se abrió y Antonio salió de ahí a gran velocidad. Ya había perdido el apetito por los deberes que estaba a punto