Muerte en el crepúsculo. Marcos David González Fernández

Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández


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con lo que una vez acabó con ella en un cuartucho después de sus clases en el colegio en el que había estudiado, hasta que decidió abandonar los estudios, a su familia y todo para medio ganarse la vida por sus propios medios a tan corta edad.

      Ahora esta nueva figura había aparecido de pronto resurgiendo de las catacumbas de su propio pasado. Y venía a cobrar factura por ello.

      Olivia acarició las armas con la yema de sus dedos.

      ¡En verdad eran hermosos aquellos artefactos tan letales!

      Tomó una de ellas entre sus menudas manos. La levantó a la altura de sus senos desnudos y se miró en el espejo de la habitación. No llevaba nada encima más que el arma y le pareció que estaba viendo el reflejo de un ángel vengador en aquel espejo. Era simplemente hermosa. La sinuosidad de sus caderas sobre un par de largas y firmes piernas refractaba la luz que entraba por la ventana. Su piel era lívida en contraste con su larga cabellera, negra azabache. Unos ojos grandes y rasgados de color café claro guardaban el secreto de sus pensamientos, casi tan a flor de piel que podía verlo en el espejo.

      Se sintió excitada de pronto, como si aquella arma le proporcionara el poder de elegir terminar con una vida. Y había descubierto, incluso, que eso era mejor que el sexo. ¡Ni siquiera había comparación! La sensación de poder y de victoria sencillamente explotaba en su interior como un orgasmo que fuera creciendo hasta volverla sublime, casi insustancial. Como si trascendiera por momentos las fronteras del tiempo y del espacio que la sujetaban al universo.

      Era una sensación majestuosa. Y ahora que sostenía la Glock entre sus manos con el dedo acariciando suavemente el gatillo, un escalofrió le recorrió la espalda a lo largo de la espina dorsal.

      Miró sus senos. No eran grandes ni pequeños. Eran sencillamente perfectos, pensó Olivia apuntando el arma hacia el espejo en un movimiento brusco, dejando que ambos saltaran, libres del sujetador.

      Sí, era tan hermosa como letal y ese pensamiento abrió su apetito por complacerse nuevamente con aquel placer que provocaba el poder, envenenándola, recorriendo su cuerpo como una cálida ola de excitación mientras miraba en los ojos de su presa el horror de haber sido alcanzado por un pasado que se creía enterrado en las profundidades de la cobarde secrecía.

      De pronto una desbordante ira comenzó a formarse desde sus entrañas mientras su mente volaba a ese pasado impronunciable y sintió ganas de apretar el gatillo, haciendo desaparecer la imagen de su sensual y desnudo cuerpo en el espejo.

      El gatillo era realmente sensible al tacto. Lo apretó con fuerza pero el seguro del arma impidió la presión que su dedo índice intentaba ejercer. Apretó también sus dientes y su mandíbula se tensó de pronto. Una línea apareció a lo largo de la región masetera de su afilado rostro a la vez que sus ojos se rasgaban aún más, endureciendo su frívola mirada. Entonces, las ganas por saciar su ira terminaron por ganar una batalla que se libraba en su interior.

      Era hora de matar.

      Dejó el arma en el lugar del que la había tomado y se dirigió a donde estaba su bolso. Lo abrió y extrajo de ella una pequeña carpeta. La abrió también. En la primera página había una fotografía tachonada con pintalabios color rojo carmín. Los ojos del rostro en aquella fotografía parecían cansinos, blandos, casi benevolentes.

      ¡Escondían una mentira!

      Olivia no quiso verlos más y pasó a la siguiente página.

      De nuevo otra fotografía de un rostro grácil se encontraba en la parte superior de algunos datos sobre esa persona: dirección, número de seguridad social, placas y modelo de su automóvil entre otros que figuraban en aquella página emborronada por haber sido varias veces actualizada, al igual que la página anterior.

      El trabajo de años, pensó.

      Los ojos del hombre de la fotografía estaban casi cerrados porque este esbozaba una diáfana sonrisa, haciendo que los carretes se le abultaran, rasgando su mirada.

      Los miró por largo rato dejando que su mente recorriera la forma de sus recuerdos hasta que una titilante lágrima terminó por recorrer su mejilla en dirección al suelo, donde fue a perderse, sin más. Dejó de nuevo la carpeta en el interior de su bolso y se dirigió a la cama en donde había puesto la ropa que iba a vestir ese día.

      Sí, definitivamente era tiempo de matar, pensó mientras se vestía, impasible.

      11

      Justo frente a la comandancia de la policía, Antonio esperaba en su Mercedes-Benz con las manos sudorosas bien puestas sobre el volante forrado en fino cuero negro. Algo le invitaba a entrar en aquel edificio. Era el llamado a que sus pasos lo condujeran hasta el Departamento de Homicidios para ver al detective en turno. Pero de nuevo el miedo se apoderó de él, paralizándolo.

      No podía permitirse perder a Olivia.

      De ninguna manera, pensó taciturno.

      La amaba profundamente y en los últimos meses se había convertido en su mundo. En su universo. En la fuerza gravitatoria de un ferviente amor que lo sujetaba a la superficie de su tersa y lívida piel.

      Él había estado ya antes con mujeres hermosas. Pero Olivia era diferente. Le había robado el corazón no solo con su belleza, sino con su manera de ser algo desentendida de los asuntos mundanos, como si parte de ella se volcara en su interior, volviéndola taciturna y lacónica por largos momentos. Entonces ella parecía ausentarse, dejando únicamente su belleza como si fuera una piel que de cuando en cuando habitara para complacer sus deseos, manipulándolo a su antojo. Luego ella volvía de donde había ido y su regreso impactaba en la mente de Antonio en una lasciva explosión de concupiscencia, clavándose todavía más en su mente, en su corazón al que nunca había pedido permiso para entrar en primer lugar, para poseerlo como él la poseía cada noche hasta el cansancio. Hasta la saciedad.

      Ella era sencillamente etérea. Como si pudiera escaparse de las manos de Antonio aún mientras yacía con ella.

      Así había comenzado aquella relación. Y así era desde entonces: Antonio se sentía atrapado en la fluctuante personalidad y agudísima belleza de Olivia. Y ahí estaba ahora, a punto de traicionar su secreto como un cobarde y una asquerosa rata de alcantarilla.

      Llevó su mano derecha hasta el botón de encendido del motor y lo presionó con fuerza en un movimiento brusco. El motor rugió suavemente, como un gran felino que despierta, ronronea y se dispone a espabilar para volver a la caza. Apretó el acelerador y el Mercedes-Benz dejó su estado de inactividad para surcar las calles de aquella ciudad de regreso a un hogar que seguramente encontraría vacío hasta ya bien entrada la noche.

      Antonio llegó a su edificio frustrado, triste, casi desesperado por la situación en la que se encontraba su novia. Las puertas del ascensor se abrieron y presionó la clave de seguridad en el teclado. Las puertas se cerraron nuevamente y el ascensor se elevó hacia su fastuoso penthouse. Se aflojó la corbata color marrón que hacía un adecuado contraste con su impoluta camisa blanca de corte italiano hasta que las puertas se abrieron nuevamente. Había dejado el saco en el Mercedes. En seguida, su lujoso hogar se dibujó ante sus grandes ojos verdes.

      —¿Olivia?

      Esperó a que ella contestara.

      Había visto su vehículo en el estacionamiento, al igual que el día anterior. Era martes y no era tan común que ella dejara su coche en casa y saliera así a las calles de la ciudad.

      —Olivia, ¿estás en casa? —insistió.

      De nuevo el silencio respondió por ella.

      Antonio dejó caer su maletín sobre uno de los sillones de la sala mientras resollaba, insuflando las aletas de su nariz. Fue hasta su habitación y se quedó de pie, inmóvil frente al armario. Tomó la perilla de la puerta derecha y la corrió con brusquedad. Días antes había descubierto el escondite de Olivia detrás de sus vestidos, en un compartimento que había sostenido ingeniosamente a la parte posterior del armario. Lo abrió y se quedó mirando con los ojos entrecerrados. Una de las armas de las dos que debían


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