Muerte en el crepúsculo. Marcos David González Fernández

Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández


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gozaba de mucho tiempo libre y se aburría.

      Era cierto que era rico, pero también estaba atado de modo indefectible a sus negocios. No podía simplemente ir a pasear a la Toscana para tomar el sol veraniego bebiendo un café negro por las mañanas. No, él sentía que estaba brincando de una prisión a otra. Cuando no era el dinero, era el miedo que comenzaba a crecer en su interior debido a la posibilidad de perder a Olivia para siempre.

      Al menos era un escenario que se estaba gestando en algún punto de un futuro que aún no llegaba, pero que estaba ahí, acechando a la espera de convertirse en su presente. De dejar de ser una posibilidad para convertirse, irremediablemente, en un hecho. En un hecho lamentable.

      9

      La carpeta con los detalles del último crimen estaba abierta frente a Juan.

      Este se acomodó en el asiento a la vez que devoraba las palabras escritas en aquel oficio. Las fotografías eran horripilantes: agujeros en toda la zona torácica sobre aquel cuerpo sin vida. Gotas de sangre regadas por toda la habitación, y el suelo. El catre ennegrecido por la sangre ya oxidada de la víctima. Sin embargo, la víctima no encajaba del todo con aquel escenario. Sus vestiduras parecían demasiado formales para vivir en aquel cuchitril. Se trataba de un cuartucho con nada más que un catre en él y un viejo tornamesa.

      ¿Qué podía significar aquello?

      Nada tenía sentido hasta el momento.

      Los ojos de la víctima estaban muy abiertos. Sin duda indicaban sorpresa, pero no se trataba de la sorpresa habitual de verse de pronto frente a una muerte segura. No, era la típica mirada de una víctima que conoce a su agresor.

      ¿Eso era lo que querían decir aquellos ojos que indicaban tal sorpresa?, se preguntó dubitativo.

      La investigación de un crimen siempre resultó estimulante para Juan. No obstante, con los años, con una vida personal arruinada, con una hermosa hija a la que ya nunca veía, aquel estímulo comenzaba a tornarse en fastidio. Recordó las muchas ocasiones en la que llegaba a casa a comer o por lo noche a cenar y comentaba con su esposa e hija sobre alguna investigación en curso. Recordó también cómo solían abrir los ojos al máximo al escuchar a cerca de cierto modus operandi en concreto o sobre algún detalle mórbido disfrazado con algún eufemismo. Aquello le gustaba. Le motivaba porque notaba cómo lo escuchaban con atención, dándole la importancia que merecía su trabajo. A su vocación.

      Sin embargo, ahora ya no tenía con quién compartir aquello a lo que se dedicaba con cada vez menor fascinación. Ya no había catarsis mediante la cual pudiera desahogar sus frustraciones o incluso cambiar la perspectiva con la que miraba cierto indicio relacionado con un crimen, gracias a la retroalimentación de su esposa o su hija que apenas entraba en la adolescencia pero que debido a él ya había estado bastante habituada con la psicología criminal para entonces, debido a las múltiples lecciones de su padre mientras hablaba de su trabajo.

      ¿Cuándo se había ido todo a la mierda?, se preguntó Juan para sus adentros mientras sus ojos sostenían la frívola mirada a la víctima de la fotografía.

      Con la familiaridad con la que veía a aquel rostro inerte, ensombrecido por la prematura muerte, de pronto su mente volvió a viajar hacia tiempos pretéritos. La nostalgia se conjugó con la frustración al no poder dar con el recuerdo exacto de aquella persona que miraba en la fotografía con tanto detenimiento.

      Cerró la carpeta bruscamente y se levantó de su silla para servirse el café barato de una de las máquinas de la oficina.

      Una vez que sirvió el café dio media vuelta y, de pie, tal cual estaba, sus labios abrazaron el borde de la taza para saborear la baja calidad de la bebida a la vez que sus ojos se posaban en una gran torre de carpetas en su escritorio. Toda ellas estaban llenas de crímenes, de asesinatos todavía sin resolver. Era probable que así permanecieran, en aquella oscuridad que representaba la ignorancia, el enigma, lo incompleto e inacabado; lo irresoluto del día a día. Pero algo en el nuevo caso le llamaba con el mayor de los silencios, gritándole que entrara en ese juego del gato y el ratón con el desconocido asesino. Aquel rostro anónimo, hasta el momento, lo invitaba a desvelar la verdad. Y en verdad era curioso porque durante los últimos crímenes en los que había estado trabajando sin cesar, su ánimo no había sido otro que el de la indiferencia. La completa indiferencia hacia su trabajo, a pesar de que un día había sido laureado por ser uno de los detectives más hábiles y eficientes de toda la comandancia de policía.

      Ahora todo aquello había quedado en el escollo de un pasado incapaz de ser remediado porque Juan no se permitía hacer las paces con este. Su mundo se había desquebrajado a pedazos y de manera irreparable para hacer emerger, en cambio, una realidad que nunca creyó que surgiera alguna vez y en la que ahora vivía, muy a su pesar.

      Se sintió cansado hasta el hastío.

      —Buenos días, detective —le dijo una de las secretarias de la comandancia cuyo escritorio se encontraba en la misma oficina que la suya, haciendo que el saludo lo arrancara con violencia de sus meditaciones.

      —Hola, Martha.

      Ella se detuvo un momento.

      —¿Se encuentra bien?

      Los ojos de Juan se encontraron con los suyos por primera vez durante aquel momento.

      —Es… un nuevo caso. Simplemente no paran de llegar denuncias de crímenes.

      —Es la ciudad que parece que se ha vuelto loca.

      —Lo sé, Martha. Todo se está yendo al infierno.

      —Menos mal que aún queda gente buena, como usted.

      Juan estaba dando un sorbo a su café cuando la secretaria dijo eso. De pronto el café le supo más amargo de lo que ya era.

      —No. Cualquiera que tenga por oficio el uso de las armas nunca puede ser del todo bueno, Martha. La línea entre el bien y el mal puede llegar a ser demasiado tenue para saber de qué lado se está.

      —No cuando se actúa en nombre de la justicia.

      —¡La bendita justicia! —exclamó Juan levantando una de sus manos—. La justicia siempre tiene dos caras, Martha.

      —No lo tenía por escéptico.

      Juan dejó por un lado la taza medio vacía de café.

      —Lo sé. Me refiero a que, en ocasiones, la justicia se lleva a cabo antes de que la policía pueda llegar a la escena del crimen.

      —Eso es hacer justicia por propia mano y no es del todo justicia.

      Juan, sin ánimos de seguir disertando acerca de lo que debería ser la justicia dio media vuelta para volver a su escritorio.

      —Eso también es justicia, Martha. También es justicia…

      10

      Cuando abrió el compartimento secreto del armario, Olivia se dio cuenta de que todo estaba en debido orden. La caja con las municiones útiles estaba llena. En total eran cincuenta balas 45 milímetros de parque. Al lado de la caja con la munición estaba un par de escuadras Glock, negras mate, ambas.

      La Glock era un arma sencilla y de fácil uso. No era pesada como una Colt, ni voluminosa como una Smith & Wesson y era igual de efectiva que estas.

      Un arma elegante.

      ¡Iba con ella!

      Con la delicadeza de su cuerpo. Con la negrura de su pasado, tanto que, cuando abría fuego le parecía como una extensión de su brazo haciendo justicia, disparo tras disparo; ráfaga tras ráfaga.

      Gastón Glock, fundador de las armas Glock, había revolucionado la forma de hacer armas, pues su fabricación consistía en que eran hechas de plástico y, a pesar de que al principio hubo dudas y hasta burlas acerca de su desempeño debido a este material, con los años la compañía se convirtió en una de las más rentables en el negocio de las armas.

      Así también Olivia había


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