Muerte en el crepúsculo. Marcos David González Fernández
multitud que comenzaba a aglomerarse afuera del apartamento donde yacía aquel hombre bañado en su propia sangre.
Antonio comprobó que, efectivamente, la salida de emergencia constaba de unas escaleras metálicas y oxidadas, empotradas a la parte posterior del edificio. La puerta de acceso estaba abierta. Pensó que Olivia debió haber desaparecido a través de esta, escaleras abajo. Él también bajó con rapidez y rodeó el edificio hasta llegar a su coche. Al llegar hasta ahí pudo ver que una patrulla ya se encontraba igual de mal estacionada que su Mercedes, con la torreta encendida pero sin nadie en el interior.
Ya había pasado el crepúsculo y el fulgor de las sirenas azules y rojas pintaban los edificios aledaños con sus colores intermitentes. Seguramente el par de oficiales que había llegado ya se encontraban subiendo las escaleras por las que él mismo había pasado hacía apenas un par de minutos.
Subió a su coche y encendió el motor.
Por el retrovisor pudo ver que otro juego de luces azules y rojas se sumaba al resplandor reflejado en los edificios de tabique anaranjado.
Dejó caer el peso de su pie en el acelerador y el motor del coche rugió, haciéndolo desaparecer de la escena en un segundo.
Un par de cuadras más adelante se detuvo a mirar su teléfono. El punto intermitente en la pantalla iba de regreso en la misma trayectoria del metro que la había llevado hasta ahí.
Iba de regreso a casa.
13
Eran las 00.15 del miércoles.
Las pruebas que arrojó el Departamento de Balística le hicieron saber a Juan que se trataba de un nuevo homicidio con un arma calibre 45, según los proyectiles extraídos del cuerpo de la víctima. Sin embargo, resultó que el arma tampoco estaba fichada. No había registro de su existencia. Era probable que nunca antes hubieran matado con ella, hasta ahora. Tal vez que la habían introducido al país de manera clandestina como él mismo había hecho tantas veces durante su vida. Pero, ¿quién era esa primera víctima?
Juan continuó tamborileando con sus dedos sobre el escritorio de acero a la vez que dejaba el informe de balística por un lado.
—Nueve balazos —comenzó diciendo el perito—. La descarga completa del cargador, si se trata de un cargador estándar. Los hay que son especiales para doce proyectiles, y a veces hasta más. Nueve tiros que le ha dejado como coladera arrancando su vida de tajo. Ni siquiera la expresión de sorpresa se ha desvanecido del rostro de la víctima que respondía al nombre de Silvano López. Hombre caucásico de cincuentaisiete años de edad. Profesor adjunto de la universidad local desde hacía cinco años.
—Todo un cerebrito ese Silvano —repuso Juan Guadarrama—. ¿Alguna huella?
—Nada hasta el momento. El asesino se ha llevado hasta los casquillos.
—Todo limpio, ¿eh?
—Como la plancha de la morgue donde he estado toda la noche sacando los proyectiles del cuerpo junto con el forense.
—¿Tan mal estamos de personal? —preguntó Juan arqueando una de sus pobladas cejas.
El perito dio media vuelta y salió de la oficina en la que apenas había estado no más de cinco minutos.
—¿Querías el informe de este otro asesinato para hoy o no?
Juan volvió a quedarse solo con sus pensamientos.
¿A qué venía tanto odio, tanta violencia descargada sobre la nueva víctima?, se preguntó para sus adentros sin dejar de tamborilear con los dedos sobre el escritorio, creando un ruido molesto para quien hubiera estado ahí con él.
Al cabo de un par de horas, ya con los nuevos resultados en mano sumados a la carpeta de investigación, Juan Guadarrama pudo irse a su casa para tratar de descansar un poco. Esos días habían sido verdaderamente extenuantes en la comandancia. Todavía tenía en la mente el nuevo mensaje del asesino: Me dejaste solo…
Era exactamente de la misma naturaleza que el primero. Pero Juan se sentía realmente exhausto y pensó que tal vez podría dormir hasta tarde aquel día.
La tarde de ese miércoles estaba declinando y, con la energía menguante, llegó el momento de irse de nuevo a la comandancia, no sin antes hacer la acostumbrada escala en el bar. Tal vez un par de vodkas le asentaran mejor las ideas en su mente.
Media hora más tarde estaba estacionando su Chevelle frente al bar.
Hacía frío. La temperatura debió haber descendido un par de grados, quizá más todavía. Empujó la puerta y se dirigió a su sitio, frente a la gruesa barra de madera. Las vetas de la barra le hicieron pensar en las huellas que las estrías del cañón habían dejado en los proyectiles de ambas víctimas. Nueve balazos solo podían indicar dos cosas: una sanguinaria venganza o un crimen pasional. Ambas opciones compartían una profunda descarga de odio sobre la víctima.
Marcela se acercó a donde estaba sentado con el habitual vaso con vodka. Lo tomaba derecho, como los rusos.
—¿Qué tal tu día? —preguntó Marcela dulcemente, con una sonrisa que invitó a Juan a imitarla.
—Seguramente no tan bien como el tuyo.
—Ni te lo imaginas. Hace una hora tuvimos que lidiar con un borracho que se reusaba a pagar porque bebió más de lo que traía en el bolsillo.
—¿Qué hicieron? —preguntó Juan dando el primer sorbo al vodka.
—Lo de siempre, quitarle lo que traía y sacarlo a patadas.
—¿Ha sido Marco?
Marcela dio un respingo y luego respondió:
—Y, ¿quién más? Sabes cómo disfruta de esas cosas.
—Lo supuse.
Marco era un habitual que, cuando las cosas se ponían calientes, siempre estaba dispuesto a echar una mano. Se trataba de un tipo alto y rudo que había estado en el ejército y que ahora, después de retirarse prematuramente, pasaba sus tardes gastando su famélica pensión bebiendo y meditando en el más absoluto aislamiento.
Juan volteó al otro extremo de la barra y lo vio sentando con la mirada perdida en su ron blanco con Coca-Cola. Pudo apreciar el enrojecimiento en los nudillos de la mano derecha. Era probable que, una vez fuera con el borracho, hubiera descargado cierta frustración contenida en él antes de mandarlo a su casa medio noqueado.
—Míralo, tan tranquilo como siempre —dijo ella mientras terminaba de secar un vaso con un trapo.
—¿Dirías que eso es estar tranquilo? —inquirió Juan—. Solo Dios sabe en qué estará pensando.
—No quiero ni enterarme —respondió ella alcanzando la botella de vodka para volver a llenar el vaso de Juan, pero este se lo impidió con el movimiento de una de sus manos mientras sacaba el teléfono móvil de su bolsillo con la otra.
—Diga, jefe. ¿Cuándo, ahora? ¡No puede ser, voy en camino!
—¿Más trabajo? —preguntó Marcela.
Juan apuró de un sorbo el traguito que aún le quedaba en el vaso antes de responder:
—Es esta ciudad, que no deja de desquiciarse…
14
Deshacerse de los fisgones siempre era lo más difícil para la policía. Cuando Juan llegó a la nueva escena del crimen se encontró, como la noche anterior, con una bola de gente deseosa de calmar su curioso apetito.
—¡Quítalos de la entrada! —le gritó al primer oficial que se le atravesó en su camino—. ¡El servicio forense tiene que pasar por aquí!
—¡En seguida, detective!
—En seguida es demasiado lento…. —dijo moviendo la cabeza de un lado a otro de forma negativa sin la intención de ocultar su fastidio a la vez que sus largos pasos