Muerte en el crepúsculo. Marcos David González Fernández

Muerte en el crepúsculo - Marcos David González Fernández


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En alguna ocasión le había dado a entender que había sido su padre quien se las había regalado, pero en seguida el mutismo relacionado a un tópico doloroso, como lo era su padre, la retuvo de nuevo en una mazmorra de silencio. El tema quedó rápidamente en el olvido y, lo único que supo Antonio, fue que la relación con un padre siempre ausente se había roto hacía muchos años, en su adolescencia. Como fuere, se trataba de un regalo extraño, de alguien excéntrico sin duda y con muy pocos escrúpulos. No le parecía de buen gusto regalar un artefacto creado para quitar vidas como lo eran las armas, al menos que se tratara de armas de colección, entonces la cosa cambiaba porque más que utilitarias serían de exhibición. De cualquier forma, se tratara de un regalo o no, Antonio las había descubierto nuevamente después de que le hubiera casi jurado que pensaba deshacerse de ellas, en el escondrijo al fondo del armario que tenía frente a sí.

      ¿Por qué le había mentido?, se hubo preguntado Antonio durante varias noches en la que tuvo que detener sus ganas de echárselo en cara.

      Al final se había resuelto por el silencio. Al menos hasta el día anterior, cuando se dio cuenta de la razón de aquella omisión piadosa, o vil mentira.

      —¿Qué pasa contigo, Olivia? —le soltó al silencio que imperaba su hogar.

      Lo que Olivia no sabía era que, cuando él había sospechado que lo engañaba, que podía tener un romance con alguien en la ciudad, él se encargó de cocer en el forro de sus bolsos un minúsculo dispositivo de rastreo cuya aplicación tenía instalada en su teléfono móvil.

      A pesar de sus ganas de no ubicarla a través de la aplicación, tal como había ocurrido el día anterior cuando encontró su coche en el estacionamiento pero ni rastro de ella en el penthouse, volvió a sacar el aparato de su bolsillo y abrió la aplicación de manera casi compulsiva.

      En seguida, un diminuto punto parpadeante apareció en el centro de su pantalla. Ella estaba en movimiento. Por el mapa, al fondo de su pantalla, se dio cuenta que iba en el metro de la ciudad, porque se movía rápidamente y en línea recta.

      Con el mismo aparato, marcó su número. Después de dos repiques su voz contestó:

      —Hola, cariño.

      —Hola, Olivia.

      —¿Cómo te fue? ¿Todo bien?

      —Has dejado tu coche, lo he visto al llegar a casa.

      —Sí, cariño. Alejandra me ha hecho el favor de pasar por mí a casa. Te manda saludos, por cierto.

      Antonio apretó los párpados con fuerza.

      —Sí, gracias. Dale recuerdos también.

      —Bueno, ¿te veo por la noche? Llegaré tarde a casa, te lo dije, ¿verdad?

      —Trataré de esperarte despierto. Ha sido un día pesado.

      —Trataré de no llegar muy tarde —mintió Olivia, sabiendo que Antonio se iba a la cama temprano.

      La línea se cortó y Antonio se sintió presa del pánico, tal como había ocurrido la tarde anterior. Corrió hacia el ascensor y presionó la tecla correspondiente al estacionamiento. Las puertas se cerraron cuando entró. Nunca había notado cuán lentas se abrían o cerraban.

      El ascensor comenzó su descenso y él no paró de ver el diminuto punto parpadeante en la pantalla de su teléfono. Llegó hasta su coche. Puso en marcha el motor. La verja en donde se encontraba el edificio de apartamentos se abrió y el Mercedes pasó casi rosando a toda velocidad una de las puertas.

      Antonio no podía siquiera imaginar lo que Olivia estaba dispuesta a hacer durante esa tarde que apenas comenzaba a perder claridad debido a que la luz del sol menguaba lentamente.

      Pronto el crepúsculo caería sobre la ciudad.

      La voz del gps de su coche de lujo le indicó que doblara a la izquierda, en el siguiente retorno. Había sincronizado su teléfono con el coche y ahora escuchaba las indicaciones que le llevarían hasta el punto parpadeante, intermitente como la lucidez de sus propias ideas en el interior de su cabeza.

      12

      Los neumáticos del Mercedes-Benz chirriaron cuando se detuvo frente al edificio en el que el gps le indicaba que se había introducido Olivia.

      Antonio no sabía qué esperar, pero sin duda esperaba lo peor. Ya antes había sido testigo mudo de la atrocidad que su amada pareja estaba dispuesta a hacer para enterrar un pasado lleno de ignominia, que ahora estaba cobrándose algunas facturas al precio más alto. Sin duda las más caras que jamás se atrevieron a imaginar los siniestros personajes de aquel pasado aparentemente olvidado.

      Se apeó del coche, dejándolo mitad sobre la banqueta y la otra mitad estorbando el tráfico que, en esa parte de la ciudad, no era demasiado.

      Entró al edificio. La puerta estaba entreabierta, solo tuvo que empujarla un poco para que pudiera acceder desde el exterior. El edificio era una pocilga maloliente. A leguas se notaba que el barrio en el que se encontraba llevaba mucho tiempo sin recibir la menor atención, a la suerte del detrimento urbano.

      Antonio siguió andando hasta que dio con las escaleras. En las paredes todo tipo de grafitis adornaban con groserías el interior del edificio sin ninguna clase de pudor. Subió cada uno de los escalones que le conducían a las plantas superiores de forma pausada, con precaución. No quería encontrarse de frente a una Olivia fuera de sí, con el índice en el gatillo de su Glock y los ojos desorbitados.

      De algún sitio de uno de los pisos de arriba llegó el ruido del llanto de un bebé seguido por una breve discusión a voces apagadas. Luego el abrir y cerrar de una de las puertas de los apartamentos en los que se encontraba.

      Antonio se quedó inmóvil un momento tratando de agudizar el oído al máximo, pero era imposible concentrarse. Lo único que podía escuchar de forma intermitente era el bombeo de su propia sangre chocando fuertemente en sus oídos. La adrenalina se le había disparado en una explosión por el frenesí de sus propias expectativas antagónicas: por un lado deseaba encontrar a Olivia, llevarla a casa sana y salva; por el otro, esperaba encontrar una escena como la del día anterior.

      Antonio no se había percatado pero de pronto notó un penetrante olor a pólvora emanando de uno de los pisos de arriba e inundando lentamente el ambiente viciado de todo el edificio. Entonces lo supo, ¡era demasiado tarde! Ella ya había consumado su venganza y realizado su cometido. Pero no la había visto salir del edificio. El gps de su móvil seguía situando la ubicación del punto intermitente dentro del edificio, luego de que él hubiera entrado.

      El hedor a pólvora se fue haciendo más intenso conforme él seguía ascendiendo escalón por escalón hasta que, en la lejanía, el ulular de una sirena le hizo andar más de prisa, preguntándose más tajantemente por el paradero de Olivia hasta que, sin más, vio aparecer a algunos vecinos que, sorprendidos, se habían aventurado tímidamente a salir de sus apartamentos para arremolinarse en torno a una de las puertas abiertas en el tercer nivel, lo que le permitió comprender lo tarde que había llegado.

      En el fondo del apartamento, cuya puerta estaba abierta de par en par, el cuerpo yaciente, ensangrentado y sin vida de un hombre de aproximadamente cincuenta años de edad yacía sobre un descuidado catre casi al nivel del suelo. A un costado, un tornamesa con un disco de vinilo tocaba el fragmento de una canción que sonaba:

      «Me dejaste solo…»

      Y de nuevo se repetía como si en ese punto el disco estuviera rayado:

      «Me dejaste solo…», «me dejaste solo…».

      Antonio sintió una arcada y estuvo a punto de vaciar el interior de su estómago pero el ulular de unas sirenas cada vez más cercanas lo situaron de nuevo en la urgencia de encontrar a Olivia. A su lado, un niño de aproximadamente nueve años contemplaba la escena con los ojos muy abiertos.

      —¿Hay salida de emergencia en este sitio? —le preguntó sacando un billete de su bolsillo y alargándoselo con la mano.

      El niño


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