Kazuo Ishiguro: Guía de viaje. Orlando Mejía Rivera
es más importante por lo que no dice que por lo que expresa, conformada por palabras simples, con ritmos lentos, ubicada en los paisajes de la cotidianidad humana, pero que deja entrever, en medio de los silencios de los diálogos o los gestos naturales de los personajes, otros planos simbólicos profundos, como el rumor de lava ardiente de volcanes antiguos y dormidos, en apariencia, que pueden despertar en cualquier instante.
Aunque la técnica de construir un mundo narrativo a partir de lo que se esconde ya había sido desarrollada en el cuento moderno por Hemingway, y su famosa “teoría del iceberg”, las intenciones de Ishiguro son un tanto diferentes, y esto lo hace explícito ante el crítico Swaim: “En el tiempo que escribí Pálida luz en las colinas estaba muy interesado en la técnica de usar huecos y espacios en la ficción para crear vacíos poderosos [...]. Es decir, ‘agujeros negros’ de información”.
Acá es cuando pienso que, de manera quizá más inconsciente, Ishiguro ha recibido también significativas influencias de la tradición cultural y literaria nipona. Él ha dicho que ya no puede comprender los caracteres kanji de la escritura japonesa y por eso ha leído a Natsume Soseki, Junichiro Tanizaki, Masuji Ibuse, Yukio Mishima, Yasunari Kawabata y Kenzaburo Oé en las traducciones inglesas. Incluso, ha confesado que más que sus escritores, lo marcaron las viejas películas de posguerra, cuyas imágenes en blanco y negro, de matronas corteses y silenciosas, le recordaron la forma de ser de su propia madre. La filmografía de Yasujiro Ozu y Mikio Naruse, ubicados en el género denominado Shomin-geki (dramas domésticos y familiares), son visibles en sus dos primeras novelas. No obstante, la estética narrativa de la obra de Kawabata tiene, a mi modo de ver, grandes similitudes con la creación literaria de Ishiguro. De hecho, la negación rotunda que hace de Kawabata, a Kelman, tiene un cierto tono de represión freudiana: “Lo encuentro terriblemente difícil [...]. No creo que realmente lo haya entendido”.
Tal vez no lo “ha entendido” porque sus sensibilidades son muy cercanas y nadie observa sus propios rasgos con diafanidad cuando pega el rostro en el espejo. El arte de “crear vacíos poderosos” en las tramas está presente en ambos autores y, en especial, “lo no dicho”, que tiene que ver en los dos casos con no hacer explícitos los sentimientos de melancolía que predominan en los personajes. Estos “agujeros negros” no son de “información”, sino de “conocimiento interior”, del “ser” de los protagonistas, y es aquí donde la herencia japonesa es más que una simple técnica literaria. En Ishiguro, como en Kawabata, se vislumbra con maestría narrativa la filosofía budista del sunyata japonés: un vacío que contiene al Ser y al no Ser, al Ser y a la Nada, un vacío de donde emergen todas las cosas del mundo.
La elusividad y calma chicha que conocemos, por ejemplo, en el viejo Ogata Shingo, de El rumor de la montaña (1949), y su crítica a la intrusión norteamericana en los valores japoneses tradicionales, recuerdan al anciano pintor Masuji Ono, de Un artista del mundo flotante. Mi condición de habitual lector de ambos me permite plantear que los vínculos estructurales y estilísticos entre los escritores son estrechos, y que no existe ningún otro autor, ni oriental ni occidental, que esté tan cercano al Ishiguro de sus primeras tres novelas. Aunque esta hipótesis no ha tenido refrendación en la crítica académica anglosajona, sí existe una sutil lectora que opina de manera similar y me siento entonces muy bien acompañado. Me refiero a Joyce Carol Oates, quien dijo que “su escritura elusiva tiene influencia de la obra del gran escritor Kawabata, y esta influencia le ha sido benéfica. En Ishiguro, como en Kawabata, lo explícito es raro”.
De hecho, su obra es muy diferente a la de otros autores japoneses, como, incluso, la del mismo Kenzaburo Oé (más influenciado por el humanismo rabelesiano, el existencialismo de Sartre y la terrible belleza oscura de Dante Alighieri y su Divina Comedia), o la de Mishima, hasta el punto que Kenzaburo dijo a Ishiguro, y él estuvo de acuerdo, que sus textos eran “una especie de antídoto de la imagen de Mishima”. Con esto se refería a que Mishima inventó la cultura japonesa que querían ver los occidentales, sufriendo del “orientalismo” que planteó Edward Said, mientras Kazuo desmonta los prejuicios y los clichés occidentales de una supuesta esencia japonesa, que oscilaba entre el militarismo samurái y la delicadeza de la estética de las flores y la nieve.
Ahora bien, las temáticas y la dimensión ética de sus personajes están muy alejados de Kawabata. Mientras en este último predomina el nihilismo de la existencia y la fascinación por la “belleza de la muerte”, las criaturas ishigurianas, a pesar de la dureza de la vida e impotencia ante las desalmadas y crueles fuerzas de las ideologías y los belicismos, tratan de tener una existencia respetable que contribuya al bienestar de los demás; y como refiere su personaje, la señorita Hemmings, de Cuando fuimos huérfanos, “cuando me case, habrá de ser con alguien que realmente aporte una contribución valiosa. Quiero decir, a la humanidad, a un mundo mejor”. En todas sus novelas existe el deseo de hacer lo mejor posible y combatir el mal del mundo. Esta dimensión moral de su universo literario la sintetizó su propio autor, cuando en la entrevista con Karen Grigsby expresó: “El hecho es que sí, todo se desvanece y muere, pero la gente encuentra la energía para crear pequeños bolsillos de felicidad y decencia mientras están aquí”.
En otro contexto, su obra aborda la compleja relación entre la memoria de los individuos, la manipulación de la historia y el olvido colectivo de los pueblos. El tema de la Segunda Guerra Mundial, el fascismo prebélico y la época de la posguerra atraviesan las historias particulares de los personajes, en especial en sus tres primeras novelas, y en la quinta. En todas ellas aparecen protagonistas que niegan su responsabilidad en la guerra, y para esto ha perfeccionado lo que denomina “un lenguaje del autoengaño”, en el cual los sofismas reemplazan los hechos de la realidad. Esta dimensión de su narrativa ha sido interpretada por los críticos dentro de la discusión de la metaficción posmoderna y poscolonial, de la denominada “posverdad”.
Ishiguro ha insistido, en su diálogo con Oé, en que él, por sus circunstancias, no ha tenido un rol social claro como escritor, pues “no era un inglés inglés, ni un japonés japonés”. Entonces, sintió que “sin sociedad o nación sobre la cual escribir o hablar, ninguna historia me pertenecía. Por eso creo que esto me impulsó a escribir de una manera más internacional”. Esa categoría de “escritor internacional” es esencial para entender la literatura de su autor. Pero su “internacionalismo” no debe ser confundido con la pseudonarrativa de la globalización banal: los best seller de literatura-basura que reproducen las imágenes y las creencias prefabricadas por las transnacionales. Los “no-lugares”, sin historia ni símbolos, que definió Marc Augé y que se clonan en la monótona paisajística tecnológica del capitalismo tardío. No, el “internacionalismo” de Ishiguro es la apropiación emocional y sincera de la condición de “ciudadano del mundo”, interesado en la recreación de lo local, que describe particularidades y que sabe, a la vez, que cada una de esas singularidades está atravesada por lo universal, al igual que la luz alcanza a reflejarse en las cavernas, pero no las disuelve.
Pálida luz en las colinas (1982)
Viajero: Entraremos a una Nagasaki de postal amarillenta, con las huellas frescas y lacerantes de la guerra. El paisaje es espectral y apocalíptico: las ruinas arquitectónicas, la aridez radiactiva de la tierra, el olor de la sangre coagulada en el aire. Los sobrevivientes deambulan sonámbulos, con sus recuerdos cargados como fardos de hierro. Pero el espíritu milenario del gran Basho y su vagabundeo continúa presente: la lluvia lavará las heridas, la frágil flor de la nazuna resurgirá entre las piedras calcinadas, el verde de los montes cubrirá los caminos de lodo y los troncos mutilados. Las aves y los niños harán olvidar el lamento angustiado de setenta mil muertes simultáneas. La belleza simple de un solo haikú sepultará los discursos del odio y del resentimiento.
Su primera novela, titulada Pálida luz en las colinas, recrea la historia de Etsuko, una mujer japonesa viuda, cercana a los cincuenta años, que vive sola en la campiña inglesa, cuya hija mayor, Keiko, se ha suicidado al ahorcarse en su habitación de Manchester y su hija menor, Niki, la visita durante algunos días. La primera fue hija de su marido japonés Jiro, a quien suponemos que abandonó, y la segunda es el retoño de su esposo inglés de apellido Sheringham, de quien lo único que conocemos es que fue un periodista y escribía artículos sobre Japón, pero no había captado la profundidad de su cultura.