Gente en las sombras. Jaime Collyer Canales
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© LOM ediciones Primera edición: marzo de 2020 Impreso en 1000 ejemplares ISBN: 978-956-00-1247-0 eISBN: 9789560012838 RPI: 2020-a-510 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile
A Leticia siempre, desde el corazón.
Lo peor es que se habituarán a la muerte, como a una bestia domesticada a la que ya no se teme. Ismail Kadaré en El cerco
Primera parte
1
El episodio ocurre poco antes de la Navidad, aunque su espíritu no es muy navideño y resulta más bien abrumador, una secuencia resumible en unas pocas líneas: el jueves a temprana hora, un grupo de individuos de catadura lúgubre se da cita en la dirección acordada e inicia en tres vehículos el desplazamiento en caravana hacia el sector de la ciudad donde vive Prada. Allí ocupan posiciones repartiéndose estratégicamente en el área y esperan por el coronel hasta que este abandona su casa para dirigirse al tribunal, momento en que interceptan su BMW blanco al llegar a la esquina, allí donde hay un kiosco de revistas y un parquecito colindante con la avenida paralela, desbordante a esa hora de automóviles que tocan la bocina con apasionamiento.
Con todo, lo que esos ejecutores apresurados no preveían es la reacción automática de los dos guardaespaldas de Prada, que viajan siempre en el asiento delantero del BMW, uno de los cuales alcanza a extraer su arma de servicio para repelerlos, mientras el que va al volante grita al militar que se agache, ¡al piso, mi coronel!, metiendo marcha atrás para intentar escabullirse del lugar, aunque uno de los vehículos interceptores le bloquea ahora el paso atrás. La fuga a medias del vehículo –falto del blindaje apropiado, pese a que Prada lo solicitara en su momento al alto mando– solo consigue provocar la reacción desmesurada de los atacantes, quienes terminan vaciando el cargador en los dos tipos fornidos a cargo del ex militar y ultimándolos en forma instantánea, provocando además que una de esas balas se desvíe de su curso y adopte un derrotero imprevisto, ingresando al cráneo del coronel por la izquierda y concluyendo su desvarío al centro de su encéfalo, dejando al destinatario paralizado en el asiento trasero y reducido en cosa de segundos a la condición babeante de un lémur que aún respira, pero no volverá a moverse o hablar normalmente ni será ya capaz siquiera de anudarse por sí mismo la corbata, en el caso improbable de que vuelva a utilizar una corbata.
Los efectos de la asonada –una vez se han retirado los atacantes– son palpables, junto a algunas consecuencias menores como que los automovilistas de la avenida vecina quedan todos boquiabiertos tras los cristales y ya no tocan la bocina, los escolares que pasaban se olvidan momentáneamente de seguir rumbo al colegio, la señora que barría la vereda en las cercanías permanece con la escoba detenida en su sitio, el dueño del quiosco prepara en su mente la versión del episodio que contará a su clientela durante la semana, dos vecinos que paseaban cada uno a su perro dejan de atender momentáneamente a sus mascotas, y un jardinero madrugador, nada más oír el primero disparo, se hiere un dedo con la tijera de podar, aunque no es grave, una venda se encargará luego de subsanar la breve incidencia. Adicionalmente, alguien en la vereda solicita a gritos que llamen a una ambulancia, ¡hay que llamar a una ambulancia!, proclama, aunque en esos instantes nadie atina a obedecer o llamar siquiera al perro de vuelta, una de las mascotas que anda ya cerca del coche acribillado y olfateando los casquillos diseminados en la calle o incluso los restos de sangre.
2
¿Sería posible sortear alguna vez el recuerdo tan persistente de esa guerra unilateral que el mismo Prada había librado a su arbitrio, envuelto en su épica torcida, esa que solo dejó tras de sí cuerpos lacerados, familias fragmentadas, cadáveres arrojados al fondo del mar?
Larrondo solía reflexionar desalentado en torno al tema, hasta que una mañana, cuando estaba por concluir el otoño, sonó el teléfono en su estudio y afloró en el auricular una voz funcionarial que le hablaba, coincidentemente, de un proyecto inesperado al que buscaban sumarlo, mencionando en la propuesta esos cadáveres insepultos, la herida esa aún supurante entre vastos segmentos de la población. Decidió, pues, prestar atención a esa voz un poco solemne y los detalles que ahora enumeraba en el auricular, incluso accedió a la reunión que ella misma le proponía, idealmente dentro de esa semana. Eso fue seis meses antes de Navidad y el atentado aquel contra Prada.
No era un proyecto sencillo ni mucho menos optimista, le indicó luego en persona Beregovic, el subsecretario, que resultó la encarnación afable de esa voz en el auricular, un individuo con cara de niño, gafas de marco grueso y contextura voluminosa, que se alzó con presteza del escritorio para darle la bienvenida a su despacho en el Ministerio de Información, indicándole la silla más próxima ante el escritorio.
–Se trata de hacer la crónica del Campo D, el antiguo centro de detención –complementó ahora y le tendió una carpeta con documentos–. Lo habrá oído mencionar, supongo. Era uno de esos baluartes en que el antiguo régimen solía reducir a los disconformes, pero ahora es una casa deshabitada y en ruinas, en el camino a la costa. Lo vamos a convertir en un memorial y un tributo a las víctimas.
Luego de formulado su encargo, se embarcó en una vena retórica:
–¿Será posible narrar con fidelidad ese episodio infame, Larrondo? ¿Cree usted? Quiero decir, ¿referir con la sobriedad requerida el tema de la tortura…? –Parecía tener preparadas esas y otras preguntas y las enunció con cierta cualidad teatral, con la actitud impostada de quien está desde hace poco en un cargo de importancia y empieza a adivinar los gestos adecuados a cada interlocutor en su oficina ministerial–. ¿Cómo hace alguien –prosiguió abriendo muchísimo los ojos detrás de las gafas– para ocasionar un dolor intolerable a otros? ¿Tendrá que ampararse en sus propias convicciones o se requerirá algo más? ¿Una dosis de locura, quizás, o de sadismo…?
–De sadismo, no me caben muchas dudas –dijo Larrondo.
–¿Y cómo hace luego ese alguien para seguir con su vida, aceptando grados y ascensos, reintegrándose a la vida institucional? Es un tema espinudo, amigo mío, este del dolor infligido a terceros en forma deliberada.
Larrondo prefirió abstenerse de momento y mejor hojeó el dossier que su anfitrión acababa de entregarle, echando un vistazo a las fotos, con Beregovic ahora expectante y en silencio.
Esperaba, el propio Larrondo, rostros tumefactos y cuerpos lacerados, pero quedó decepcionado: solo había imágenes en blanco y negro de las celdas ahora vacías y hasta una visión parcial de la «sala de máquinas», como decía el pie de foto que llamaban los detenidos a la sala de interrogatorios ubicada en la planta baja. Una fotografía adicional de la casona y el frontis daba cuenta –pese al deterioro tan apreciable y el estuco cayéndose a pedazos– de un esplendor pretérito. No había, con todo, rastros de las huestes espurias que habían habilitado el lugar para sus fines noctámbulos, mucho menos de quienes habían sufrido sus procedimientos, salvo alguien detenido en una ventana a la izquierda, en el piso de abajo, mirando a la cámara desde allí; un rostro anónimo desdibujado por el objetivo, quizá fuera un funcionario del Ministerio parado allí por casualidad cuando hicieron la foto.
En una de las celdas había además un nombre escrito en la pared, «H. RIQUELME», garrapateado allí con algo filoso, quizás una cuchara o una moneda, sin ninguna fecha de referencia, nada que permitiera establecer el momento en que había sido escrito y menos si el firmante había sobrevivido a su bajorrelieve, olvidado ahora en el mutismo de la celda.
–Se trata, en suma, de hacer una crónica del dolor –acotó al fin Beregovic.
A Larrondo le pareció una propuesta demasiado abarcadora.
–Puede que sea muy abarcador ese concepto –dijo–. Todo es en cierta