Gente en las sombras. Jaime Collyer Canales
Incluso se la había acondicionado un poco el día previo.
–Eres muy gentil –dijo él–. La tomo.
–Entiendo que era el despacho de Prada, ojalá no te importe.
–¿Ah, sí? ¿Del milico que dirigía esto? –se sorprendió él.
Ella asintió en silencio. Él se encogió de hombros:
–No hay drama, puede que hasta me sirva de inspiración.
Ella se dispuso entonces a volver a su despacho.
–Te dejo entonces, para que te vayas aclimatando.
No quedaban rastros en su nuevo despacho del antiguo responsable del centro, solo un escritorio pequeño y una lámpara de aluminio que Svetlana había subido desde el sótano, según le comentó después. La ventana miraba al patio delantero y durante el día entraba suficiente luz, ni siquiera debería utilizar mucho la lámpara cuando viniera a trabajar allí.
Sobre el escritorio lo esperaba un fajo adicional de documentos enviados por Beregovic esa mañana. Él pospuso la lectura y el examen de ellos para después y decidió mejor ir a recorrer el lugar, partiendo por la entrada y yendo de ahí al salón, al final de un corredor. Un salón despojado del mobiliario (¿habría algún mobiliario hogareño en un centro de detención?). A la izquierda y junto al salón, más allá de la mampara divisoria, estaba el comedor, donde sí había una mesa alargada con sus sillas, seis en total.
Enseguida volvió al sector de la entrada y subió al segundo piso, donde todo cambió y se volvió sintomático: la escalera concluía en un rellano mal iluminado y de allí partía hacia el fondo otro corredor, ese que había visto en el dossier, hasta una puerta acristalada al final. A ambos lados se sucedían varias habitaciones y puertas cerradas –las celdas colectivas–, que fue abriendo una a una en su avance para echar una ojeada fugaz al interior. En alguna hasta comprobó rastros de lo que parecía sangre, varias manchas encostradas en el parqué, y en otra el nombre aquel, «H. RIQUELME», que había visto en el dossier (¿quién habría sido el tal Riquelme? ¿Sería posible dar con él o sus restos, traerlo de vuelta de la nebulosa que lo habría devorado con los demás…?)
Más allá de las puertas en secuencia, allí donde concluía el parqué y era sustituido por baldosas, había a cada lado varios compartimientos fabricados de manera apresurada –eso era evidente– y en madera, dos hileras de cubículos construidos uno sobre el otro. Eran las celdas individuales, separadas entre sí por un tabique intermedio que hacía de techo para el prisionero de abajo y piso para el de arriba. Las celdas en que permanecían los detenidos días enteros, sin posibilidades de estirarse en su interior.
En ellas advirtió nuevos rastros de sangre oscurecida por el tiempo, ahora en los tabiques. Un sinfín de manchas fusionadas con la madera, el reguero probable de uno o varios prisioneros llevados a su límite (¿habría alguno que no lo hubiera sido?). Le sorprendió comprobar esas huellas todavía allí, era extraño que sus causantes tan arbitrarios no las hubieran limpiado antes de marcharse, aunque tal vez hubiera sido un gesto deliberado. Algo como una advertencia a las generaciones futuras, para instruirlas en sus procedimientos y disuadirlas de cualquier propósito insurreccional.
Había en todas las celdas un olor incisivo, a hongos y humedad, y un aroma que parecía retenido desde hacía años entre esas paredes, como un vestigio del animal humano reducido allí, entre ellas, a su condición más vulnerable o hasta enfrentado a sus horas finales. En el pasillo, la fragancia era otra y reinaba el que tal vez fuera el rastro violento de quienes mantenían allí cautivo a ese animal para extraerlo cada tanto del cubículo y ensayar con él sus métodos de persuasión. Era el mismo olor que había sentido en Sachsenhausen, parecido al olor de los cementerios; un aroma tenaz, como a materia orgánica degradada, que aún anidaba en las celdas.
El pasillo concluía en la puerta acristalada en su extremo, que daba paso a la terraza. Antes de salir al balcón, se volvió a mirar el rellano en el extremo opuesto.
Entonces ocurrió de nuevo, tuvo la sensación abrumadora de que allí había alguien, oculto en las sombras, atento desde ese extremo a sus pasos; una figura corpulenta y de rostro indefinido, como el espectro aquel que había creído ver en las cercanías de Sachsenhausen, pero tampoco ahora llegó a corroborarlo: cuando miró de nuevo entrecerrando los párpados, ya no estaba.
Resolvió salir mejor al balcón a despejarse un poco.
Svetlana llegó instantes después y se lo encontró fumando, acodado en la balaustrada.
–¿Ya lo has visto? –le preguntó extrayendo su propia cajetilla.
Él asintió y le dio fuego con su encendedor.
–La primera impresión es la que cuesta –complementó ella expulsando el humo–. Con los días se va uno acostumbrando, ¡qué horror!
–¿Todo esto?
–No, que se vaya uno acostumbrando.
Él asintió de nuevo en silencio.
–Doña Ema ha venido desde el fondo a cocinar, como todos los días –le informó ella en una vena más jovial–. Está incluido en el presupuesto, por si acaso, ¡almuerzo diario!, en caso de que te interese.
–Será la próxima vez, mañana o pasado.
–Como prefieras –dijo ella y apagó el cigarrillo recién encendido bajo la balaustrada, para volver enseguida al interior.
Larrondo la intuyó deseosa de un interlocutor y alguien con quien compartir sus ansiedades en fase de incubación. Había algo adolescente en su actitud y sus gestos, pero no era disonante con su edad, una mujer en la treintena y madre a su vez de un adolescente, según le contaría días después, sin darle mayores detalles del chico o de su padre, solo que estaba ausente desde antes que el hijo naciera. Parecía –ese aire adolescente– su forma más razonable de lidiar con su maternidad a solas u otros recuerdos perturbadores, como el de su madre detenida en los días del golpe y luego devuelta en condiciones aborrecibles, según lo había sugerido Beregovic en su entrevista del Ministerio. Era una mujer todavía joven, la propia Svetlana, buscando reformular todas esas cosas en su interior, sorteando de algún modo la desazón por la vía de preservar un barniz adolescente en sus gestos.
Larrondo permaneció unos minutos en la terraza respirando el aire polucionado del extrarradio urbano y observando a un grupo de niños que jugaba a algo indiscernible en la población, un pasatiempo de persecuciones y fugas en que se alentaban todos a gritos, dejándose arrastrar por el torbellino, todos muertos de la risa. No parecían reparar, en su euforia, en el campo y sus torretas, que se habría vuelto para ellos un telón de fondo en el paisaje circundante, Deo gratia.
Luego escuchó el traqueteo lejano de un helicóptero en la distancia, llegándole del lado de la cordillera, y a su mente acudió al instante la imagen ominosa de otro helicóptero alejándose mar adentro, sobrevolando el océano con sus ocupantes silenciosos, rumbo a la noche y la niebla. Hasta que uno de ellos descorría la portezuela del costado y daba inicio a la maniobra, al desalojo por turnos de los bultos maniatados a bordo del aparato, desvanecidos o muertos, arrastrados hasta la compuerta y arrojados uno a uno al vacío, en un procedimiento estandarizado y habitual, todos sabían cuál era su papel dentro del operativo, no eran precisas nuevas órdenes e instrucciones.
Decidió volver mejor al interior. Por ese día, era suficiente.
6
Fue una coincidencia extraña con el encargo de Beregovic. Ada y él se enteraron del asunto por el noticiero de la noche, cuando informó que al trasiego reciente por los tribunales de varios uniformados comprometidos en violaciones a los derechos humanos acababa de sumarse el coronel Efraín Prada, hoy retirado de las filas y segundo responsable de contrainsurgencia durante el pasado régimen, a más de antiguo encargado del Campo D, esa fue la coincidencia. La cámara lo enfocó, de hecho, cuando abandonaba el tribunal; un hombre en plena