Gente en las sombras. Jaime Collyer Canales

Gente en las sombras - Jaime Collyer Canales


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medular, infatigable y temible de esos parajes, que solía dormir largos años en las entrañas de la tierra y luego espabilarse con pasmosa regularidad, cíclicamente hambriento, para hartarse de las guerras que suscitaba por vocación, convocando a los vivos y los muertos a integrar sus huestes y arrasar las aldeas a su paso, abrasar a los hombre en su furia y degollar a las mujeres y los niños, atormentando puntillosamente a sus adversarios, que eran todo aquél al que encontraba a su paso.

      –Debía ser el sector más tibio dentro del campo –añadió su joven guía, extrañamente adherida al horno crematorio y su utilidad pretérita–. Les serviría de refugio.

      Él se volvió a examinar un segundo el horno y enseguida miró de nuevo al bosque, solo para comprobar que la encarnación de Wotan se había esfumado.

       5

      La voz grabada del vagón anunció que se venía la estación subterránea próxima al Campo D, era tiempo de volver a la superficie.

      Ya en el exterior anduvo a pie el último tramo hasta el centro de detención, que asomó al cabo de unos minutos al fondo de la avenida, cuando cruzaba junto a la población vecina: una casona de dos pisos insinuándose entre los árboles, encerrada tras un patio enrejado.

      A esa distancia advirtió las torretas de vigilancia en cada esquina, como dos buitres encogidos en su rama –en el patio trasero debía haber otras dos–, indiferentes a lo que ahora ocurría en el patio, pues ya no debían rastrear con sus ojos filosos de luz a quien anduviera a deshoras en el exterior y mucho menos acribillarlo sin previo aviso.

      En la vereda de enfrente estaba la población adyacente al centro, con la cuota habitual de grifos goteando su contenido lodoso y perros rascándose al aire libre, y un niño pequeñito jugando con un trompo de madera, arrojándolo con metódica obsesión a la vereda con salpicaduras y en mal estado, intentando en vano hacerlo girar en esa cancha dispareja. Ajeno, para mayor alegría suya, al escenario circundante.

      Al llegar junto al portón enrejado, Larrondo se paró a escudriñar la casona, que era de estilo colonial y con barrotes en las ventanas y estaba envuelta en un silencio inquietante. Ahora se le antojó un animal dormido en la maleza e impredecible en sus reacciones, henchido de los cuerpos que le habrían sido suministrados a diario en aquella época, cuando aún bullía de actividad. El muy temido Campo D, permeado todavía del pavor que inspiraba entonces, cesado en sus funciones en 1980 y abocado, a contar de allí, a llenarse de telarañas. Hasta que el Ministerio de Información se había resuelto, veinticinco años después, a convertirlo en un memorial.

      A su derecha había un timbre, aunque le pareció extraño llamar al timbre de un antiguo centro de detención (¿estaría allí cuando el centro funcionaba?). Luego oyó abrirse la puerta en el frontis y apareció en el umbral la que debía ser la arquitecta, una mujer de cabello rizado y estilo agreste, sin maquillaje, con jeans y sweater de cuello subido, viniendo ahora hacia la reja y buscando a la par la llave del portón en el manojo que traía consigo. Con cierto halo de solemnidad en sus gestos, casi parecía una prolongación de la chica que lo había llevado a Sachsenhausen, aunque era desde luego mayor, pues ella debía estar a medio camino en la treintena. A diferencia de él mismo, que estaba a medio camino en la cincuentena, aunque eso ya era un punto en común: los dos a medio camino de algo.

      –¿Llegaste hace poco? –le preguntó ella al arribar al fin hasta el portón, buscando aún la llave en el manojo.

      –Dos minutos –la tranquilizó él.

      –¡Menos mal! Es que este timbre funciona cuando se le da la gana.

      –No hay apuro –dijo Larrondo.

      Tras probar, ella, un par de llaves, la chapa acabó cediendo y el portón se abrió al fin.

      –Adelante –lo invitó ella e impulsó por sí misma la reja portentosa para cerrarla a espaldas de ambos. Luego se adelantó en el sendero para ir en cabeza, como haciendo valer desde ya su condición de anfitriona y los varios días adicionales que llevaba en el lugar–. No hay nadie más aquí, de momento, salvo el jardinero y su esposa… ¿Tú eres el escritor, no?

      –Larrondo, sí. Álvaro, para más señas.

      –¿Y vas a hacer la crónica de todo esto?

      –Es la idea.

      –Bueno, yo soy la arquitecta –dijo ella parándose en el sendero y le tendió la mano–. Svetlana Braun, un gusto.

      –Encantado –dijo él estrechándosela–. No es un nombre muy habitual, ¿no?

      –¿Svetlana? No. Fue idea de mis padres.

      –Gente de izquierda, me imagino.

      –Muy –corroboró ella.

      –¿De esa que le rendía homenaje a la madre Rusia al bautizar a sus hijos?

      –Justamente –confirmó ella y sonrió por primera vez–. Para subirnos al carro de la historia con ellos, como decían.

      –¿Y tú te subiste?

      –No sé, era muy chica cuando ese carro circulaba. ¡Tenía cinco años para el golpe! Después lo he entendido todo mejor, su postura tan inflexible.

      –¿De tus padres?

      Ella asintió pensativa. Estaban aún parados en el sendero.

      –Y ahora estás a cargo de remodelar este dinosaurio –dijo él para romper el silencio.

      –Es la idea, sí. Aunque no sé si se pueda remodelarlo en un sentido estricto –entrecomilló el verbo con los dedos y en el aire.

      –¿Por qué? ¿Está muy deteriorado?

      –No es eso –dijo ella–. Ya lo notarás tú mismo, cuesta explicarlo. Es algo que se siente al cruzar el umbral, como un dolor agazapado en algún rincón –al decir esto se tocó el lugar del corazón–. Suena muy teatral, ¿o no?

      –Para nada. Comprensible, más bien.

      A unos pasos de la puerta de entrada a la casa, se detuvieron a examinar la fachada y el muro descascarado en varios puntos, los cristales rotos o incluso ausentes en algunas ventanas, todo envuelto en el mismo silencio de antes. Larrondo recordó en ese punto la foto del dossier, esa figura extraña que había en una ventana de la planta baja y que ahora no estaba, ningún funcionario despistado sorprendido allí por la cámara.

      –Había un gato aquí antes –acotó ella pensativa, sin solución de continuidad–. El Larry.

      –¿Así se llamaba?

      –Monge dice que sí… Monge es el jardinero.

      Su alusión al gato sugirió a Larrondo algo como una ausencia, el dolor de esa ausencia, incubándose en su interior, aunque llevaba apenas una semana en el lugar.

      –¿Un gato de esa época? –buscó precisar él–. ¿La de la dictadura?

      –Sí, claro –precisó ella–. Monge dice que anda todavía por ahí.

      –Pero tendría que estar muy viejo, ¿no?, si fuera el mismo gato. Es improbable, los gatos no viven tanto… ¿Y cómo es?

      –No lo he visto hasta aquí. Anda desaparecido el muy enigmático Larry.

      Hubo una pausa en que los dos miraron a su alrededor como buscando al Larry.

      –¿Y quién le puso ese nombre? –insistió Larrondo para sumarse desde ya, y de algún modo, a su nostalgia tan apreciable, aspirando de paso el aroma reconfortante del terreno recién humedecido por la manguera a un costado de la entrada.

      –Puede que Monge lo sepa, él o doña Ema. Doña Ema es su esposa, viven los dos en una casita ahí al fondo –le indicó con un gesto del mentón el patio trasero–. Llegaron a hacerse cargo hace como un año. O poco


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